jueves, 20 de marzo de 2008

Noé y los dinosaurios

Luego de que todos los animales descendieron, uno por uno, el Arca de Noé quedó vacía. Noé se irguió en la proa a contemplar cómo se iban desperdigando las parejas, intranquilo, con cargo de conciencia.
La obra, acabada, es fuente de conflictos.
Le pesaba haber dejado a merced de la lluvia a los dinosaurios. Los imaginaba en el momento de la muerte, pataleando en unos remolinos tortuosos hasta ahogarse de tanta agua que tragaban, manadas completas bajo el mar, como sombras verdes que se pierden en las profundidades, primero visibles, después borrosas, luego imaginarias. Miles de dinosaurios, ¡cientos de miles!
Haber salvado aunque fuese a uno -se decía-. Pensando siempre en hacer el bien seleccioné a mi gusto, con toda buena intención; elegí, cuando nadie me había dado esa misión. ¿Y qué he conseguido? Cambiar la faz de la tierra, nada menos. Era uno más de tantos, pero me arrogué derechos, o creí que me los daban; me habrán de arriba embolinado la perdiz al tiempo que me ungían, esa habrá sido la causa de lo que hoy lamento tanto.
Así se sentía Noé. Y así atardecía aquel día en el planeta...

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