jueves, 31 de diciembre de 2009

El tiempo, el espacio, el Juez Supremo y Lucifer

Hastiados el uno del otro, el tiempo y el espacio se las cantaron claras entre ellos; casi se van a las manos. El espacio dijo hasta aquí no más llegamos y el tiempo, lo mismo digo yo.
Acudieron al Juez Supremo; los echó con viento fresco, no sin antes advertirles: "Lo que unió Quien Habla, que nada lo separe".
¿Qué les quedó a los pobres? Divorciarse a la mala. Dicho y hecho: el Diablo los divorció.
En un santiamén se contrajo el espacio y quedó del porte de una bolita de miga, que se quemó en Los braseros de Lucifer; el tiempo entró a la Relojería Alemana y le encargó al aprendiz que le echara a andar para atrás el reloj. El aprendiz giró la cuerda al verre y el tiempo se esfumó de un zuácate.
Sin tiempo y sin espacio y no habiendo más que decir; solos en el vacío de la nada, el Diablo le guiñó un ojo a Dios y le confesó que era gay. Dios le respondió: ¿Me hai visto los higos?

domingo, 27 de diciembre de 2009

La poesía y la vergüenza

Con minutos de diferencia, la poesía y la vergüenza nacieron juntas del tumor de una mandíbula que recorría el bosque. Las gemelas paseaban a la vista de todos, adheridas al músculo deforme, pero el tiempo las obligó a despegarse. La poesía se elevó para cantarle a su madre enferma; la vergüenza compró una máscara de segunda mano en el mercado y le cubrió el rostro.

viernes, 25 de diciembre de 2009

El oso, el prado y la víbora

En el reino animal destacaba el oso por su parquedad. La mole tenía el hábito de bajar de la montaña al río cristalino, donde se instalaba a cazar truchas a zarpazos. Por la tarde volvía, satisfecho, a su cueva. Era un oso serio de pocas palabras, inofensivo para todos, salvo para las truchas, a las que amaba con todo su estómago.
El prado recibía sus cuatro patas con menos temor que las del caballo y la vaca, que vivían olfateando, mordisqueando, metiéndose en asuntos de su reino. El caballo y la vaca acosaban, a veces arrancaban de cuajo; el oso en cambio aplastaba un segundo pero después dejaba crecer; su tránsito era obligado, no existía en él un propósito de lastimar, ni siquiera como consecuencia de leyes naturales. Por eso era bien recibido al llegar y al irse. Buenos días al entrar; buenas tardes al subir de nuevo a la montaña.
Todos los seres buenos son cómplices, a su pesar, de algo malo. Silbaba entre la hierba la cruel víbora y el prado sufría al protegerla de las miradas de sus víctimas. Qué cruz más pesada llevamos, solían rezar a coro los tréboles en la misa del domingo, cuando el bosque dormía y el rocío juvenil los cubría con sus gotitas de agua.
Escrito está que el día menos pensado la víbora hundirá su veneno en la pata del oso; del hocico del mamífero gigante surgirá un grave aullido lastimero. Quedará tumbado y la hierba será su última morada, a pleno sol.
Moraleja: perece lo noble, sobrevive lo insignificante y bajo su manto la belleza oculta la verdad.

sábado, 12 de diciembre de 2009

El diablo, la rosa y el ruiseñor

El diablo castigado en segunda fila. Se representaba en las tablas la clásica pasión de la rosa prendada del ruiseñor. La rosa deshojaba sus pétalos delante del pajarillo, quien la contemplaba entre soberbio y fascinado. Del cielo caían estrellas finas, en verdad era el rocío de la noche, ya que la función se ofrecía al aire libre, en un claro de la selva. Urgidos por espíritus malignos que no se dejaban ver, rosa y ruiseñor se iban acercando para completar el espectáculo sublime.
Allí era costumbre y tradición el encuentro solitario; a la orden del león se corrieron las cortinas y la función se terminó. La muchedumbre se marchó a sus cuevas y sus nidos. Detrás del escenario, sólo rosa y ruiseñor.
El diablo, enfurecido ante la sorpresiva interrupción del espectáculo, lanzó una maldición y la rosa despertó de su sueño de amor. Vio el plumaje del amado y le tuvo lástima. Durante la función parecía tan puro y limpio; ahora lo sospechó usado.
Y así terminó la historia, con la rosa a medio deshojar, el ruiseñor desconcertado y el diablo pateando las butacas.
Moraleja: resplandece el tiempo del amor con los focos del teatro, pero apenas dejan de brillar se espabila el amante enamorado.

lunes, 7 de diciembre de 2009

La iguana, el lagarto, el mono y el burrito

La selva llamó a elecciones y el mono quiso renovar su puesto. Desde el lodazal, la iguana y su esbirro el lagarto, que iban por las mismas, le hicieron mala campaña y formaron alianza con un simpático burrito que debutaba en estas lides.
¡Qué no dijeron del pobre mono!, todo al estilo de la iguana, como serpiente silbando entre la hierba. Lo menos que sopló fue que el mono defendía al león, palabras que, a raíz de la clásica metamorfosis que sufren los mensajes de boca en boca, pronto derivaron en "vendido al león".
La selva escuchaba con asombro la campaña de las bestias repugnantes, y el veneno iba entrando en sus corazones. Había que derribar al que se vendía al león; en el fondo, había que derribar al león, así de ilusos y retorcidos eran. Nadie se dignó consultar al injuriado. Qué difícil misión hubiese sido: lo tenían ahí mismo, en su árbol de siempre, al alcance de la mano.
Sin embargo, el primate, que por su edad algo sospechaba, recurrió a los pocos amigos que aún le guardaban respeto, pues los demás ya se habían retirado a sus cuarteles de invierno, y les solicitó su apoyo.
Se contaron los votos, la selva dio gran respaldo a los reptiles, pero sus amigos no le fallaron y el mono también conservó el puesto. El burrito se pisó la cola y sólo atinó a rebuznar de mala gana cuando volvió al corral y le preguntaron por él y por el mono.
-¡Ganó el león! ¡Ganó el león! -se quejaba.
Moraleja: si los reptiles no saben enseñar a los burritos a hacer bien una cama, mayor provecho les haría seguir esparciendo su veneno desde el légamo.

lunes, 30 de noviembre de 2009

La alondra, la lechuza y la zorra

Duerme la lechuza al despuntar el día cuando de su lecho la alondra se incorpora
¡A cantar a cantar a cantar!
Bah, tanta escandalera por otro sol que sale, ve a otra rama. La noche ha sido ardua y el trabajo no cundió
Brilla la locura en los ojos de la alondra
¡A cantar a cantar a cantar!
La exaltación del acto domina su pensar, tiene tantas ganas, un arrebato la obsesiona de alegría
¡A cantar a cantar a cantar!
Esta no me dejará dormir, y con lo rabiosa que me pongo cuando no concilio el sueño
La lechuza sólo quiere paz, y no la halla; no respetan su sagrada hora de descanso
¡A cantar a cantar a cantar a volar a volar!
¿Sus majestades desearían dirimir el desacuerdo? Gustosa me ofrezco como jueza
Es la zorra quien murmura desde abajo, con los dientes afilados
La alondra cambia de monte; la lechuza vuelve al nido
Bestia astuta
Si cazar no está a su alcance, sosiego al menos

viernes, 27 de noviembre de 2009

La merluza que sucumbió de amor

Dos merluzas, una hembra y un macho, conversaban a las puertas del infierno. Hablaban de sus respectivas muertes.
"Caí en la famosa trampa de los hombres. La red me levantó cuando viajaba al sur y me soltó en un buque -dijo el merluzón, que lucía hecho harapos-. En la cubierta había un remolino ensordecedor, que me deshizo. Fue horrible, pero rápido. Apenas alcancé a sentir el miedo. Después me lavaron, me secaron, me echaron a una bolsa y cuando abrí lo poco que me quedaba de los ojos estaba en el pico de un ave prisionera. A su lado había miles de pollos en fila y sólo sabían comer. Fue como mi segunda muerte. Mi tercera muerte sucedió cuando unos electricistas bajaron de un poste y compraron el pollo asado que contenía mis restos. Fui devorado junto con el plumífero y ahora espero la nave que me lleve por fin a la isla de los muertos. ¿Y a ti, hermosa, qué te ha pasado?".
"Yo morí de amor -suspiró la merluza, y le temblaba la voz-. Esperé por años a mi amado en las frías aguas del Pacífico, pero nunca lo pude ver, porque no apareció. Venía de los mares frente a las costas de África y sorteó tormentas y huracanes para llegar a mí. Mas eran demasiados los peligros; debió de tragarlo una de esas serpientes marinas de que tanto hablaba mi mamá. No lo pude resistir. Esta misma tarde espero estar con él en el infierno. Sé que me estará esperando".
El merluzón palideció. Se miró a sí mismo, avergonzado, ni siquiera un esbozo de lo que había sido en vida, y la voz se le quebró:
-¿Y si el destino lo desvió? ¿Y si estuviera vivo? -preguntóle a la merluza.
-Entonces lo estaré esperando yo -respondió ella, sin vacilar.
Cuando apareció Caronte el barquero, el merluzón se ubicó en el rincón opuesto del asiento que ocupó la merluza y durante el viaje no dejó de mirarla. Al bajar a la isla se perdieron de vista en la inmensidad y jamás volvió a saber el uno de la otra.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La cigüeña excéntrica

La cigüeña era tenida por excéntrica. Con la misma regularidad con que asistía al templo se la veía entrar a los pantanos a cazar renacuajos. Dos urracas, comadres entre ellas, solían cuchichear, veladas de negro:
La cigüeña se santigua
Levanta la pata y el poto
Qué ejemplo a sus hijos Dios mío
Por su culpa por su santísima culpa
Días completos había en que la cigüeña, recostada en la hierba, se apretaba la guata de la risa. Noches enteras paseaba por el bosque, con los ojos fuera de sus órbitas, como viendo fantasmas. Dormía más de la cuenta y se masturbaba con una pluma detrás de las matas.
La selva le encomendó al búho que tomara cartas en el asunto y el juez la citó a declarar. Lo que se habló entre esas cuatro paredes permaneció en el secreto. En su informe, el ave nocturna se limitó a escribir:
"No se puede castigar lo que nos resume".

miércoles, 18 de noviembre de 2009

El grillo y la araña

Cantaba el grillo en su rincón, sin hacerle daño a nadie, cuando se le acercó la araña.
-¿Me dejas oír tu canción? -le pidió.
-Claro que sí -le dijo el grillo- pero no te acerques tanto, que tus patas me dan miedo.
-No te preocupes -le dijo la araña- sólo quiero oírte. Me habían dicho que tu canto superaba al de la chicharra y esta noche lo he comprobado de cuerpo presente.
-¡Sí, sí, canta! -dijeron las moscas, pegadas al techo.
-¡Ahora! -lo urgieron las polillas, y dejaron de revolotear.
El tímido grillo cantó su aria favorita, Nessun dorma, cautivando al auditorio, pero al llegar al do de pecho cerró los ojos por la emoción y la araña de un salto se lo comió.
Las moscas aplaudieron de pie, las polillas volvieron a revolotear y se bajó el telón.

martes, 17 de noviembre de 2009

El koala, el pez abisal y el mono entrometido

Quiso el destino que el koala y el pez abisal se vieran por fin las caras. Estas fueron las presentaciones:
Me llamo pez abisal y vivo donde van a dar los barcos que naufragan -dijo el pez.
Yo soy un koala y vivo soñando en las ramas de los árboles -dijo el koala dormilón.
Un mono entrometido terció en la conversa.
-¿Quién puede existir en la salobre oscuridad? ¿Y quién pasárselo soñando?
-No entiendo de qué hablas -le contestaron al unísono.
Sin tener más que decirse, volvieron a separarse.

lunes, 9 de noviembre de 2009

El pavo real y el búho

El pavo real desplegó su cola en abanico y se ofreció a la vista. El claro alumbrado por el sol se llenó de animales curiosos. A decir verdad, dos son los espectáculos que garantizan la reunión de las especies: el despliegue de la cola del pavo real y los fuegos artificiales que organiza el león a fin de año.
Por la tarde el pavo real acudió a la consulta del búho.
-¿A qué ha venido esta vez? -preguntó el doctor- Dispongo de 30 minutos. A las 6.15 entra la culebra y a las 6.45, el elefante.
-¿Y qué problemas pueden tener esos?
-Malo para la ética es revelarlo, pero como creo que su afección es menor, se lo voy a contar: la culebra quiere tener brazos para usar chaleco; el elefante sufrió una crisis de pánico cuando vio al ratón.
-Ah... eso -murmuró el pavo real, profundamente deprimido-, nada comparable con lo mío.
-A ver, eche afuera -le pidió el búho; encendió la lámpara.
-Cuando exhibo mi plumaje en medio de la selva siento un placer inmenso. Los animales se pasan el dato unos a otros; de pronto me rodean, me miran, comentan, se dicen cosas al oído. Pero la hembra a la que quiero atraer no llega.
-¿Eso es todo?
-No, falta.
-Está bien. Todavía nos quedan 20 minutos. Prosiga, pero le advierto que lo mío no es un consultorio sentimental.
-No se preocupe, que además voy a otra cosa. Después de un rato se marchan todos y quedo yo solo; pasa siempre lo mismo.
-¿Y qué?
-Que esta mañana recogí mis plumas y en vez de volver a mi casa me fui a la taberna. Cuando entré como un pobre gato, nadie me reconoció.
-¿Qué tiene contra los gatos?
-Es un decir.
-Pensar en gatos delata vanidad.
-Ah, no sabía...
-Prosiga. Nos quedan diez minutos.
-Le decía que adentro de la taberna me tomé un combinado y me anduve caramboleando. Por la hora.
-A todos nos pasa alguna vez. Tenía que haberlo acompañado de unos gusanos con mayonesa.
-Al ratito me fijé que los animales se estaban refiriendo a mi show. Me costó entender, por el barullo, pero escuché frases como ¿lo viste? ¿Viste sus colores? ¿Viste el abanico? El sapo dijo yo lo vi de cerquita. El perro dijo a mí me tapó el caballo. El cernícalo dijo yo lo vi del árbol, se veía mejor del árbol...
-Pare, pare, ya sé donde va, pero nos quedan dos minutos y falta la moraleja.
-Lo escucho, doctor.
El búho giró la cabeza hacia la ventana y, contra lo esperable, le habló a este humilde servidor:
A usted, señor, que nos dibuja desde arriba, le voy a recordar dos cositas. Usted lee para imitar lo que lee, y luego escribe para ser leído. Asúmalo, métaselo en su cabezota. Hay quienes lo leen a usted para escribir y hay quienes lo leen por curiosidad, para divertirse, por tedio; en todo caso como actividad secundaria. Sólo a uno en un millón usted le cambiará la vida con sus fábulas: a usted mismo, no se engañe. Y si desea un buen consejo, o moraleja, como la llama, le sugiero que abra su plumífero abanico en la soledad de su cuarto, tiene todo el derecho del mundo y no es malo hacerlo, quiero decir admirarse ante el espejo, darse mil vueltas, emocionarse de verdad; pero olvídese de esa estupidez cuando salga a la calle.

jueves, 5 de noviembre de 2009

La mariposa Panchita

Una mariposa rojinegra ha salido, seguramente, de un patio interior de alguna casona de la calle San Borja, en las cercanías de la Estación Central. Es de las comunes, de aquellas que la gente no se vuelve a mirar. Pero es la única que en este momento revolotea en el semáforo y la única que lo puede hacer de esa forma, porque un millón como ella podrán existir, pero ninguna más surcará ese espacio en ese tiempo. Ha de haber costado un triunfo para que volara del árbol del patio de la casa donde jugueteaba entre las flores, han debido de producirse tantas coincidencias para que hoy sobrevuele la Alameda, que realmente es un prodigio que lo esté haciendo.
Mi amiguita, pues le he tomado cariño y el trato se hace familiar, busca vanamente flores entre ruidos, manchas de colores y movimientos. ¡Cómo guiarla entre el asfalto y orientarla hacia la dirección correcta! Habría que atraparla, encerrarla en una malla y luego soltarla en un prado. Habría que comprar una malla; tal vez fabricarla uno mismo con hilo de coser o de pescar. Luego estirar el brazo e intentar cazarla.
Un camión con acoplado se acerca. Miles de obreros se requirieron para que esta maravilla de la ingeniería humana saliera de una planta levantada al otro lado del océano y tras un largo viaje a bordo de un pesado barco pisara nuestro suelo. Tal como los caballos o los bueyes, soporta sobre sus espaldas el peso de la necesidad humana, siempre ambiciosa, crecientemente inconforme.
Panchita (ya la he bautizado) posa sus patas en el asfalto caliente, cansada de aletear sin recompensa, y las patitas se le quedan pegadas. Ahora son dos tirantes rectos que se alargan vanamente más un cuerpecillo juvenil y una desesperación por volar hacia otros mundos con un ancla en la tierra.
Doblan las ruedas del camión hacia San Borja, pasa el acoplado y Panchita ahora es un dibujo en el asfalto, una mancha grisácea, el recuerdo de algo que se eleva hacia el cielo en forma de vapor.

El mono copión

El mono se lo pasaba todo el día copiando hasta que los demás animales, fastidiados, lo cercaron.
-¿No tienes otra cosa en qué ocuparte? -le dijo el caballo- Mira que yo ondeo la cola para espantar los tábanos y tú te azotas el lomo con la tuya, ¿crees que no me doy cuenta de tus burlas?
-Hace un momento comía trigo y te pusiste a morder las hojas como si tuvieras pico en vez de esos dientes tan grandotes que se te salen de la jeta -dijo la gallina, bien picada.
-Es verdad. Yo alcé el vuelo y el mono saltó de la rama y se puso a jugar en el aire -hizo ver el tucán.
-Tiene la misma forma de bañarse en el río que yo -lo acusó el hipopótamo.
-Con mis propios ojos lo he visto arrastrarse por el suelo -sentenció la culebra.
-Ya me parecía que el tonto andaba con la maldad -agregó el oso hormiguero-. Ayer mismo encontré vacía la fuente de larvas de la que me alimento. Lo había visto rondando por ahí, pero cómo iba a creer...
-Di algo, mono copión -lo increpó el elefante.
-Habla ahora -se oyó la vocecilla aguda de la lagartija.
El mono, acorralado, exclamó:
-¡Sí, yo también lo vi rugiendo como el león!
-¿A quién? ¿A quién? ¿A quién? -preguntaron todos al unísono.
-¡A ese mono que está allá! -gritó el mono, indicando a un primate que se paseaba por la selva.

miércoles, 28 de octubre de 2009

El león y el homo sapiens

El mensajero de la selva, que era el lémur, también conocido como espíritu de la noche, llegó a la casa del homo sapiens, tocó el timbre y le comunicó que el león lo requería. El homo sapiens se vistió de esmoquin y acudió a la cita con dos elefantes guardaespaldas, por si las moscas. No era para tanto. Los elefantes salieron de la cueva a petición del rey, quien hizo ver que su morada era estrecha y en el espacio que ocupaban los paquidermos cabían por lo menos cien especies curiosas.
El homo sapiens se sentó en un sillón; en otro igual lo hizo el león, de piernas cruzadas. Frente a ellos, la selva entera, menos los elefantes, que a una discreta señal se quedaron aguardando afuera, por si las moscas.
-Esa diferencia que tienes con nosotros... -comenzó el león. El homo sapiens permanecía en estado de alerta- Esa diferencia... queremos saber...
-¿Quiere saber por qué no tengo pelo, o por qué camino en dos patas?
-No, esos son detalles -dijo el león-. Lo que nos desconcierta son esos signos que guardan en cajas de papel. Abren las cajas, van pasando una hoja de papel tras otra, cierran las cajas. Llevamos miles de años intrigados. Es la hora de descorrer el velo.
El homo sapiens se dispuso a hablar. Lamentablemente la selva no podía saber que cada homo sapiens daría una respuesta diferente a la misma pregunta. Por algo estaban ante un misterio.
"Si usted se refiere a las palabras, amado rey -dijo- sabrá por fin que las palabras son una especie de cárcel. Yo a las palabras les temo más que a Dios..."
-¡Ohhh! -surgió el murmullo de la audiencia.
"Sí, les temo más que a Dios -continuó el homo sapiens-. Nadie se burlaría de mí si yo hablara mal de Dios, digo mal queriendo decir con ignorancia. En nuestro reino, la moda actual es desafiarlo, repudiarlo y hasta negarlo, por el sólo hecho de ser invisible. Pues salvo los muertos, que no cuentan; y los locos, de los que sí se burlan, ninguno de nosotros ha visto nunca a Dios..."
Un ñandú interrumpió su discurso:
-Yo he visto a Dios varias veces -le informó. El homo sapiens se apresuró a aclarar que por "nosotros" no quería decir "los que estamos aquí", sino "nuestra especie". Luego continuó:
"Como iba diciendo, hoy en día los de nuestra especie aplauden a los que dicen las peores patrañas de Dios y se burlan de los que lo conocen demasiado. En cambio, cualquiera de mi círculo saltaría de sádico deleite si yo dijera que a las palabras le temo más que a Dios, porque le es singular y palabras es plural, de modo que debería decir les temo, ya que les se refiere a las palabras, no a mí. Repararán entonces en que así como ustedes se olfatean, nosotros usamos las palabras para distinguir una estirpe de la otra. Y por eso les temo. Porque esto es un agotador abrir y cerrar de puertas. Las palabras me obligan a vivir replegado, espiando a la zeta, haciéndole el quite a la pelea de la ge de gato con la jota, mirando por la rendija cómo se esconde la hache; y qué decir de la be larga y la ve corta, ahí sí que estamos en problemas..."
Los animales se miraban unos a otros, asombrados.
"Bastaría con eso, pero las palabras son como la Cordillera de los Andes, luego de un cerro viene otro y otro más grande: una vez que relucen como el agua cristalina, muchas entran a su nido como entra el cucú en el nido del mirlo y cuando los demás notan el error se matan de la risa, pero se matan de la risa sin que se escuche, y comentan y esparcen el comentario más allá de los montes. Dijo paralogizado en vez de paralizado jejeje, dijo rebalsar en vez de rebasar jijiji... pero déjenme agregar lo peor, y es que las palabras han llegado a tanto, se han ensoberbecido tanto del poder que nosotros mismos les dimos, que de simples ayudantes del espíritu pasaron a ser las carceleras del virreinato de la forma. No me van a creer, pero para entrar al paraíso de la belleza ya no nos basta experimentar, sentir, sino que nos hemos visto obligados a pasar primero por el control del virreinato, presentándoles a las siniestras cancerberas un pasaporte que para ellas casi siempre está vencido, y si por casualidad lo timbran..."
-¡Para, animal, para! ¡Vete de aquí antes que te coma! -rugió el león.
El homo sapiens tomó las de Villadiego, no sin antes corregir al rey cuando ya se hallaba a buen resguardo.
-¡Se dice antes de que te coma, reyezuelo analfabeto!

lunes, 19 de octubre de 2009

El gato y el koala

El gato sorprendió despierto al koala y le preguntó por qué acostumbraba a dormir tanto.
-Te lo pregunto porque los demás animales se lo pasan diciéndome que soy dormilón, pero ahora que te veo a ti...
El koala respondió:
-Querido hermano; ignoro qué te impulsa a cerrar los ojos y echarte en las alfombras. En cuanto a mí, siento una benéfica ansiedad cuando me dispongo a dormir, pues la memoria me recuerda que me sumergiré en un mundo que me ofrecerá grandes aventuras, como en verdad sucede. He sido león, cordero, lagartija, dromedario, dragón, araña y pez. He ganado batallas con una sola mano y he llorado de amor, he reconquistado a mi antigua novia y la he hecho mía sin que ella quisiera, he subido al cielo como águila y me lancé en picada como halcón; surqué los mares y sometí a rebaños salvajes, ¿qué más quisiera un animal ocioso como yo? Tú me dirás que tenemos esta vida y es verdad. Al despertar satisfago mis necesidades básicas, pero luego voy cerrando los ojos nuevamente, pues lo que veo a la luz del sol no me llama mucho la atención.
El gato reflexionó con ligera molestia, nacida de la envidia de admitir que se encontraba ante un personaje sincero, que lo superaba en espiritualidad. Disentía del koala, pues considerándose también gran dormilón, disfrutaba enormemente del placer de la caza en sus momentos de vigilia, pero como no se atrevía a declararlo ideó el siguiente comentario:
-Yo te confieso que a veces ansío que se me acaben pronto las cuatro vidas que me quedan, para traspasar el umbral y ver el valle de los muertos.
-Habrás querido decir internarme en el valle de los muertos, ya que ver equivale a un golpe de los sentidos, ajeno a la experiencia de la eternidad -dijo el koala.
El gato respondió:
-Sí, tienes toda la razón. ¿Y sabes qué más? Imagino que ese valle debe ser el sueño mayor, la metáfora de la aventura más insólita que se pueda esperar.
El koala no alcanzó a escuchar esta última parte, pues dormía. El gato le dio las buenas noches y salió a cazar.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El pájaro Roc

Las patas del pájaro Roc son tan anchas como el tronco de un árbol, sus huevos son del porte de un hombre. El ave se alimenta de serpientes de 20 metros de largo y de carne fresca que astutos mercaderes arrojan al valle de los diamantes. La carne se pega a los diamantes, el pájaro Roc desciende a buscarla y en ella vienen las gemas adheridas, que los comerciantes recogen con sumo cuidado cuando el águila abandona su casa en busca de más carne.
El pájaro Roc vuela incesantemente del nido al valle y del valle al nido. En una de sus garras viaja un hombrecillo harapiento y esquelético llamado Simbad, apodado El marino. Simbad puede ver la tierra como se ve desde un avión y al bajar se desmaya del vértigo que le provoca la velocidad del águila. Jamás se hablan, aunque hubiesen podido hacerlo. Durante esos viajes son seres mudos, silenciosos.
Monstruo tan poderoso como aquél cae en estado de letargo cada vez que un niño da vuelta la página del libro que lo contiene. Sus alas se repliegan, su cuerpo entero se aplana y sus ojos dejan de mirar, su cerebro de funcionar. A Simbad, en cambio, le esperan nuevas aventuras en la página que viene: ahora vive para satisfacer el hambre de un anciano que se le ha pegado al cuerpo y amenaza con estrangularlo.
Una vez que el libro se cierra, el pájaro Roc vuelve a levantar el vuelo bajo otro cielo, lechoso, fantástico, cielo que mejor sería río enérgico, y captura nuevamente a Simbad, pero Simbad se le escapa con su cargamento de diamantes; así una y otra vez hasta que la figura del pájaro se difumina y se deshace, se olvida.

viernes, 2 de octubre de 2009

La luna y el sátiro

En los primeros tiempos la luna fue un cometa.
El sátiro se ufanaba de perseguir ninfas en el bosque y hacía de ello exhibición; en el cielo apareció la luna y con tacto y sensatez le sugirió que malgastaba su tiempo.
-Tengo todo el tiempo del mundo -le replicó el sátiro.
-A mí, que soy la luna, me queda poco -le insistió ésta.
A la noche siguiente la luna se fijó en que el sátiro la estaba esperando.
-¿Viste? Todo marcha igual que siempre.
-No -dijo la luna- yo estoy más rellenita.
Era la pura verdad.
La tarde siguiente se desató una tempestad que duró tres noches y tres días. El sátiro se asomaba al claro del bosque, pero no había luna. Se amanecía esperando; las ninfas lo echaban de menos.
A la tormenta se les sumaron cuatro días de espesa niebla. Al quinto el cielo estuvo despejado. El sátiro no se movía del claro, esperando ver a la luna. Ésta se le ofreció redonda y brillante.
-Llevo siete días esperándote -le habló el sátiro, y la luna entendió que, más que recriminación, se trataba de una muestra infantil de cariño.
-Así veo -le dijo.
-Entonces, ¿bajarás y te casarás conmigo?
-Sí -respondió la luna, y se sonrojó.
La boda se iba a celebrar a la noche siguiente. Acudieron todos los animales del bosque; el sátiro se vistió de terno y corbata y camisa con colleras. Actuaría de juez el orangután y de padrinos, la jirafa y el ñandú; y de sacerdote, el arzobispo Mantis. Contra todo pronóstico, la luna se excusó de bajar.
-Me siento algo enferma, mañana estaré mejor -prometió.
El sátiro no había querido decir nada, pero notaba el cambio en la fisonomía de su amada, que al principio tomó como una simple gripe.
Los animales se fueron marchando uno a uno, la mesa quedó servida. Al otro día no volvieron. Sólo el sátiro esperó a la luna.
La luna desfallecía, agonizante.
-Nunca me olvides -le rogó, y desapareció tras una nube.
El sátiro la lloró hasta el día de su muerte. Murió pronunciando su nombre.
La tradición oral que depositó esta fábula en mis labios cuenta que la luna revivió para buscar a su amado y así cumplir la promesa de vivir juntos para siempre, y que al no hallarlo en la faz de la tierra enloqueció como enloquecen los locos: repitiendo una y otra vez la misma acción.

sábado, 26 de septiembre de 2009

La liebre y su fantasma

Bajo el cielo estrellado sin luna, la liebre corría por el cerro cuando un movimiento brusco detrás del matorral casi le provoca un ataque al corazón. Agazapada entre la hierba abrió los ojos para descubrir dónde estaba el enemigo y de quién se trataba, si de una zorra o un sabueso. Al principio no vio nada, mas no tardó en descubrirse la figura de un fantasma que revoloteaba entre las ramas. Era un fantasma bastante peculiar, diríase que no nacido -puesto que los fantasmas, como los animales, también nacen, viven y mueren- decíamos que no nacido para hacer daño ni asustar sino para juzgar a quien lo viera. Eso entendió la liebre pues la forma alargada, de largas orejas y vacías cuencas, vestía toga y birrete.
-A qué quiere usté.
(El fantasma ideaba la mejor respuesta).
-A qué quiere usté de mí.
(El fantasma, vivamente impresionado por el modo de hablar de la liebre, no acertaba a responder).
-A que si usté me quiere comer salgo arrancando.
(El fantasma estaba a punto de largarse a reír).
-A que si no dice nada me asusto no me asusto.
(El fantasma abrió la toga y dejó a la vista su triste figura).
-No es nadien no es nadien -tiritaba la liebre de terror.
El fantasma la encerró en su capa y dentro de ella, los dos solos (ya no había mundo) así le dijo:
"Devuelvo lo que se me da".

miércoles, 16 de septiembre de 2009

El gallo y el león

Acudió el gallo a la casa del león, pero no tocó a su puerta. Con una dosis de respeto y otra más sana de temor le habló por la ventana. El rey lo invitó a entrar, pero el gallo, al que algo de sensatez le quedaba, declinó.
-No soy digno de entrar a tu morada -le admitió-, mas una sola palabra tuya me podría aclarar las cosas.
El león se rió ante la cristiana ocurrencia de su súbdito.
-Dime pues, príncipe del gallinero, algo de tiempo me queda antes de almorzar.
Al gallo se le pararon las plumas.
-Muy cortito -dijo-. Sólo quiero saber cómo lo haces para vivir rodeado de leonas que te adoran y yo, en cambio, persigo el día entero a mis gallinas y al final me las tengo que pisar por la fuerza.
-Lo que tú deseas conocer es el secreto de la conquista -dijo el león, y se dispuso a contárselo, porque le había caído bien el plumífero fantoche.
"Reside este secreto en la renuncia a la conquista; esto es, en la ausencia de ambición. En la conquista vale más el desprendimiento y el afecto desinteresado que la estrategia planificada, diría perversamente ideada. La contradicción que implica esta conducta es que al declinar hacerme del otro, ese otro se me entrega mansamente pero yo no lo deseo, en consecuencia es una conquista falta de fiebre y de pasión, demasiado dulce. Tu forma de conquistar, en cambio, plena de fuerza, evidente, deja un sabor amargo en la garganta. Si quieres ser como yo, deja de desear y serás deseado. Pero yo te aconsejo que sigas siendo tú", habló el león.
-Qué bueno y noble eres -dijo el gallo-, me habían dicho lo contrario.
Entregado por completo a las románticas fragancias que aún se desprendían de su discurso, el gallo terminó por aceptar la invitación del león y entró a su casa. El rey de la selva se lo tragó de un bocado.

viernes, 11 de septiembre de 2009

El árbol que se sucede a sí mismo y la fatalidad de los buitres

Muchos animales intentan imitar el destino del árbol que se sucede a sí mismo, pero pocos lo logran y los que pueden hacerlo sólo consiguen remedar su arte. La culebra apenas renueva la piel, la lagartija estrena nueva cola, la oruga se convierte en mariposa, el renacuajo en rana, hasta un hombre hay que derivó en cucaracha, pero sucederse a sí mismo como el árbol, nadie. Porque el árbol ha sido siempre árbol, mas cada año renace; es otro y él mismo.
Salvo una colonia de buitres trashumantes que pasan sin mirar, buscando la carroña, con el tono y la majestad extraviada de los monjes de una secta medieval, ante el árbol se prosternan los animales de la selva al despuntar la primavera. Durante varios días guardan vigilia hasta que de los brotes del tronco rugoso surgen las primeras flores, luego las verdes hojas y el árbol se sucede a sí mismo, diríase no igual sino mejor que la pasada vez. Entonces, antes de que cada bicho se retire a su agujero a continuar con los vaivenes de sus vidas, el árbol habla.
El mundo es riqueza, hay alimento para todos y no es necesario que se coman unos a otros, les propone. Escucha, humilde gorrión, ¿te son tan imperiosas las lombrices? Y tú, amado tigre, que piensas que vuestra fama reside en el goce del sabor de la carne de la cebra, no te engañes. Y tú, cocodrilo, ¿no te cansas de dar zarpazos escondido en las riberas? Yo a nadie le hago daño, vivo de la luz y del agua y me sucedo a mí mismo. Y no es éste un sermón que nazca de la vanidad; no hay soberbia en la buena experiencia y los buenos deseos. Querer que los demás sean como uno no es mirarse el ombligo, si se vive la dicha de la propia realidad. Le temo al leñador, le temo al rayo, estoy en sus manos, y aun así soy feliz. Si aprenden un poco de mí también podrán rozar algún día esta sensación de serenidad y conformismo.
Todos lo escuchan y prometen ser mejores, sobre todo los más débiles, que son los más necesitados. Ayunan varios días hasta quedar en los huesos, como el profeta Elías, pero luego cunde la resignación y la selva vuelve a su orden natural.
Aún más: el lamento de los buitres, que en fila india marchan a lo lejos, ensombrece la influencia y el latido bienhechor del padre vegetal: "Tampoco hacemos daño alguno, vivimos de la repugnancia de la muerte, y no somos felices", se oye al coro.

jueves, 10 de septiembre de 2009

El visionario de Ahrmzam

Para que fuese confirmada la existencia de Ahrmzam debió existir un visionario de Ahrmzam. Y así fue. Se le llamó, por darle un nombre, Trébol Cuatro-Hojas. A diferencia de sus miles de compañeros del campo, que vivían aterrados y paralizados ante la posibilidad de sentir el aliento de la vaca, Trébol Cuatro-Hojas transformaba su miedo en visiones.
No es que se desplazara de un lado a otro, porque no podía hacerlo. Al igual que los demás, vivía atado a la tierra y hasta que la vaca no le expresara en la cara su apetito, como tarde o temprano lo haría, no tendría otro horizonte que el de millones de hojas, las de sus hermanos, y sobre ellas, el de frondosos robles y abetos, y sobre ellos, el de las nubes pasajeras.
Ah, la dulce vaca, que devoraba sin parar con los ojos entrecerrados y una expresión de bondad, haciendo sonar la campanilla.
Una noche en que todos dormían, Trébol vio al monstruo invisible. Tenía dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Se tumbó en la hierba -sobre él y sus hermanos- y los aplastó con furia. Bramaba y profería incoherencias, a veces con una voz cavernosa, a veces con tiernos quejidos. Trébol cerró los ojos y esperó lo peor, pero al cabo de un rato Ahrmzam se levantó, se separó en dos y se fue, lentamente, hasta perderse en las sombras nocturnas.
Al amanecer, Trébol contó lo visto. Vinieron las jirafas investigadoras y certificaron la visión. Aislaron el perímetro, se llevaron el pedazo de tierra y pasto y le reservaron el mejor espacio del Museo de la Selva. Al visionario lo instalaron en un lindo macetero bajo al sol y lo regaron con agua de manantial durante toda la primavera y el verano, hasta que bien entrado el otoño expiró.

martes, 8 de septiembre de 2009

Ahrmzam

Ahrmzam fue un animal invisible que vivió en el fondo de la selva. Se creó toda una institución para investigarlo, pero aquellos que se adentraron en ese fondo, nunca volvieron. Por orden de desaparición se contaron dos camellos, cuatro perros, tres hienas, un elefante, una brigada de hormigas, dos huevos de serpiente que llevó como ofrenda un águila (también desaparecida) y como si fuera poco, un tigre.
Ahrmzam los devoró, se presume, pues si no retornaron es que les ocurrió lo peor. Al menos si hubiese vuelto uno solo las cosas serían diferentes; algo se sabría. Mas todo se ignora a este respecto.
Decir que Ahrmzam fue un fantasma es poco decir. Ciertos animales recelosos especularon en su momento con que se trataba de un invento que usaban los traidores a la patria, los que huían, los que renegaron de su propio territorio. Hoy, que todo ha cambiado, Ahrmzam se convirtió en materia de colegio, en cuento nocturno para asustar conejitos.
Ahrmzam nunca tuvo el privilegio -o la desgracia- de ser y quienes vieron rodar su cabeza y la sangre coagulada de su cuello, o son unos mentirosos o padecen de una patología fantasiosa.
Porque los hechos son los siguientes: Ahrmzam fue un animal invisible cuya única prueba de vida, blindada y custodiada, se halla en el Museo de la Selva. Nótese: se está hablando de museo, no de altar de iglesia. La prueba es una simple extensión de tierra y pasto seco hundido por la forma de un peso irregular, algo curvo, más largo que ancho, que descansó -sin duda alguna, los resultados de las investigaciones no mienten- sobre esa superficie varios meses.

lunes, 7 de septiembre de 2009

El cancerbero, el dinosaurio y los bueyes

Dormitaba el cancerbero a la entrada del infierno cuando se le arrancó un tiranosaurio. Corrió a saltitos con la cola entre las garras, para no despertarlo, salió de la cueva, abandonó nadando la isla de los muertos y se metió a la selva. Los animales, aterrorizados, no hallaban qué hacer, aunque los que alcanzaron a esconderse lo hicieron.
-¿Viste eso? -preguntó el gusano.
-Exactamente -respondió la lombriz.
-¿Qué sería?
-No tengo la menor idea.
Sobre ellos se sintieron temblores intensos surgidos en la superficie, no en el centro de la tierra: el tiranosaurio caminaba buscando comida y la encontró. Lo que se moviera, fuese animal o rama de árbol, terminó en sus fauces. Los elefantes entraron como hot dogs; qué decir de la culebra y el mono.
El león, que ya no era el rey, llamó a asamblea. Los animales, sin excepción, culparon del desaguisado al cancerbero y por tal motivo enviaron un telegrama a Zeus, que era el único dios al que el custodio del infierno hacía caso. El telegrama decía así:
"Venerado padre STOP dios entre los dioses STOP hijo de cronos STOP alúmbrenos tu rayo STOP humildes animales informan STOP Cancerbero dejar escapar cosa fea STOP Favor solucionar problema STOP Holocausto cien bueyes flexípedes STOP La selva arrodillada".
Zeus leyó el telegrama y se indignó con el can irresponsable, al que mandó llamar.
-Lee esto -le espetó- y explícame.
Cerbero leyó y respondió:
-Me estaría echando una cabezadita.
-¡Ve a buscar a ese bicho, animal, y devuélvelo al infierno!
El perro capturó al dinosaurio con un lazo y lo llevó de nuevo a la gruta subterránea. La bestia prehistórica entró de buena gana, porque no se hallaba en su elemento; todo le parecía extraño y contaminado. Cerbero casi no tuvo que ladrarle cuando lo volvió a encerrar.
La selva preparaba en tanto el sacrificio. Los bueyes comentaban:
-Otros dejan la embarrada, pero siempre pagamos nosotros.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La mujer, el personal trainer y las dos tortugas

Una mujer de las de ahora llegó al gimnasio, se sacó la ropa, se puso otra y entró a una sala llena de máquinas. Eligió una y se largó a correr, pero no avanzaba. Luego de diez minutos se sentó en otra máquina y estiró las piernas. La vio de lejos el personal trainer y se le acercó. Le agarró los muslos; las piernas de la mujer se flectaron. La operación fue repetida varias veces.
Una hora después se encontraron en el camarín. El personal trainer cerró con llave y le olió el cuello y las axilas; la mujer se bajó los pantaloncitos y el hombre también. Se movían ambos, pegados uno al otro, hasta que dejaron de moverse. La mujer miró la hora y corrió al camarín de las mujeres a darse una ducha; lo mismo hizo el profesor en su propio camarín.
Diez minutos después la mujer salió apurada, se subió a un auto inmenso y voló al colegio a buscar a sus hijos.
Mientras esto sucedía, dos tortugas ocupaban la mañana charlando sin ninguna prisa acerca de la vida, el paso del tiempo y el amor en una tienda de mascotas. Una de las tortugas era superficial; la otra era juiciosa. La tortuga superficial le decía a la juiciosa cosas bastante superficiales; la juiciosa le respondía con frases juiciosas.
La moraleja queda como tarea para la casa.

lunes, 31 de agosto de 2009

El palomino, la gata y la niña

Volaba por el borde de la chimenea el palomino inexperto cuando sin querer se metió al ducto y sus paredes no lo dejaron salir. Así fue bajando y bajando, hasta que sus patas se posaron en el soporte anterior a la boca. Y allí se quedó, en la oscuridad más absoluta, solo y angustiado.
-¡Mamá, mamá!, llamaba. La paloma se asomaba al túnel vertical, miraba hacia abajo, ladeando la cabeza, y respondía:
-¡Sube, hijito! ¡Vuela y sube!
El pichón aleteaba, pero lo único que conseguía con su afán era desprender hollín.
Tanto alboroto despertó el deseo de la gata que vivía en la casa. Ella disponía de su ración diaria de alimento envasado, pero comer, lo que se llama comer, casi lo había olvidado. Y ahora lo recordaba, y se le hacía agua la boca, y se llegaba a relamer de gusto.
-Hijito, no hay otra manera de escapar de esa trampa que bajando hasta el piso. Hazlo sin temor; aquí está la luz y yo te recibiré con mis manos. Nada más abandones la chimenea podrás retornar a los árboles, con tu mamá.
Así le aconsejó la gata, con una voz tan dulce, imitando a una ancianita, que el pichón le hizo caso: en un dos por tres estuvo en ¿el suelo? ¡Qué va!, entre sus colmillos afilados.
La niña, que estaba sentada en el sofá viendo los monitos de la tele, se paró de inmediato y le robó el palomino a la gata, retándola bien retada. La gata maulló pero no se fue, y desde el suelo seguía a la niña, que llevaba entre sus manos al pichón. Al pajarito le latía el corazón y su pánico era tal que cuando la niña salió al patio y abrió las manos, estuvo diez segundos encima de la palma, sin volar. Recién lo hizo cuando vio a la paloma encima de la rama del ciruelo.
-Vaya con su mamá -le dijo la niña- y usted, ¡no sea así!, le regañó a la gata.
Moraleja: el hombre altera los vaivenes de la naturaleza no sólo para mal.

jueves, 27 de agosto de 2009

El canguro boxeador

El canguro boxeador era querido por la selva de la boca para afuera y le decían Cassius Clay. Se reía en sus barbas de los pobres animales que lo retaban a duelo y los volvía locos con sus saltos y sus golpes de nocaut. Curiosamente, nunca fue peleador: era la envidia de los demás la que lo subía al ring. Del tiempo que duraba el brinco de sus patas en la tierra dividido por el tiempo que permanecía suspendido en el aire era fácil concluir que vivía más en el aire que en la tierra. Y paradoja de paradojas, sólo se entregaba enteramente al mundo cuando soñaba, acurrucado entre las hojas de un arbusto.
Aunque nadie lo pudo vencer, los golpes arteros lo fueron debilitando y así el canguro boxeador terminó sus días en la más completa miseria, convertido en el hazmerreír de todos, pidiendo monedas en la plaza.
Moraleja: ante el enemigo mediocre no basta ser brillante; hay que redoblar la alerta.

viernes, 21 de agosto de 2009

La Biblia de las moscas

Entraron el domingo puntualmente las moscas a la iglesia, todas vestidas de negro y las hembras con un velo; ante el altar lucía el Dios Araña con un alfiler atravesado en el abdomen.
Padre moscardón leyó la Biblia, las moscas se santiguaron.
"Al principio era el Verbo -proclamó- y luego vino lo importante. El Dios Araña bajó del Cielo y creó los árboles, la vaca, la cola de la vaca, la caca de vaca y también creó el azúcar. El penúltimo día creó a la mosca y cuando vio lo que había hecho se retiró a su nido y dispuso el último día para gozar de lo creado. Pero antes les dijo: cuidadito señoras moscas, que aquí mando yo".
Las moscas, arrodilladas en cuatro patas, se retiraron de la iglesia prometiendo ser mejores; a los cinco minutos ya estaban comiendo caca.
El Dios Araña las miraba desde el árbol, con sus patas tornasoladas que inspiraban terror. Habría podido descolgarse hasta dar con ellas, pero prefería que subieran al Cielo, por comodidad.
Los perros veían la escena y comentaban: "Aún quedan inocentes en la selva".
Moraleja: Cada uno aferrado a sus dioses, productos de toda una historia.

lunes, 17 de agosto de 2009

El monstruo de la laguna negra

Todos los animales, incluyendo el león y el elefante, le temían al monstruo de la laguna negra. Era tanto el terror, sobre todo nocturno, de imaginárselo emergiendo de las profundidades, nadando hacia la orilla e internándose en la selva, que la última asamblea general había destinado parte estratégica del presupuesto anual para contratar a una cuadrilla de hormigas que levantara un cerco que los protegiera del eventual ataque. El cerco ya estaba casi listo, pero aún quedaba un espacio, un pequeño espacio por donde podía colarse; e incluso, si ya estuviese acabado, quién podía asegurar que no lo saltaría. La situación se tornaba exasperante; venía la primavera y la leyenda contaba que las noches frescas, verdes, floridas, eran su debilidad, aunque tampoco despreciaba del todo el frío del invierno ni el calor del verano, ni las hojas cayendo, amarillentas, por el viento que anuncia lluvia. Era de verdad tortuoso. Era, si se pueden aplicar términos sicológicos a un fenómeno geográfico, una selva acobardada, estremecida.
¿Quién había sido atacado por el monstruo de la laguna negra? Nadie, hasta el momento. De allí el terror. La leona asustaba a los leoncitos con una figura larga y negra, de largos dientes y largas uñas y los leoncitos corrían a cobijarse bajo su tibio pelaje y así se quedaban dormidos. Los tucanes soñaban que un pájaro gigantesco se los tragaba de un bocado y despertaban aleteando. El elefante lo pensaba mínimo y reptante, capaz de subir sin que se diera cuenta por el orificio de su trompa hasta alojarse en la base de su cerebro y desde allí, oh Dios mío, lo veía abriendo y cerrando sus mandíbulas enanas que iban devorando por dentro su cuerpo. La serpiente tiritaba de sólo pensar en sus fauces que mostraban una caverna húmeda, diseñada como para ella. Los monos lo dibujaban con muchos brazos, diez, doce, catorce brazos y una cabeza llena de dientes filudos.
Una noche el monstruo de la laguna negra salió del agua y se coló en efecto por el espacio que faltaba edificar en el cerco. Recorrió la selva sin ninguna prisa, mirándolo todo con una curiosidad despectiva o tal vez misericordiosa, cómo escrutar lo que había realmente en el fondo de sus ojos, si es que tenía ojos, si es que tenía pensamientos, y poco antes del amanecer retornó a la laguna. Los animales dejaron escapar la posibilidad de perderle el miedo, porque nadie lo vio. En este punto de la fábula debe achacársele la mayor responsabilidad a las bestias insomnes, a las nocturnas, siempre tan atentas al menor movimiento entre las hojas, y sobre todo a la guardia contratada específicamente para esta contingencia. Cualquiera de ellos pudo haber desentrañado el mito.
El monstruo de la laguna negra ni siquiera dejó huellas. Por unas horas vivió con los animales “en los hechos”, mas su figura y su sentir sólo fueron advertidos por el palpitar de la selva.

jueves, 13 de agosto de 2009

Divagaciones del patito feo

Desperté sin conocer común destino
Fue todo, más bien, grisáceo, burlesco, afiebrado
Por esos caminos me perdí,
Siempre añorando
Ser un poco igual a la mentira,
Que, frívola, reía afuera a carcajadas

Hasta que mis ojos se cansaron de llorar
Y entonces irrumpió, como la suave luz,
Un temple de esperanza
Las miradas se volvieron
Creyeron en mí,
Me vieron grande y superior
Y los que antes reían
Ahora callaron

¿Fui feliz? ¿Era ese el camino?
No lo sé; sólo Dios lo sabe
Navego entre la compasión y el odio
Los deseos de venganza y el perdón
El charco se me hace transparente
Puedo avanzar sobre el pantano
Hasta podría levantar el vuelo si quisiera
O cazar alimañas pegadas en el fango
Los que me conocen, me temen
Los que me conocen bien, me buscan
A quienes me temen les obsequio lástima
A quienes me buscan, ¡desprecio!

Mi madre buena, destellos de un espectro que cobra vida con la niebla, ha vuelto a la laguna a saber qué fue de su retoño. Me ve triste, triste a pesar de mi belleza. Se atreve a hablarme, a importunar, a interrumpir mi paseo vespertino de rey cisne. La laguna y el paisaje entero lucen una tonalidad pareja de recuerdos vagos y mi imagen inversa, más oscura, sobresale en la superficie sin salir del agua. Me pregunta hijo qué le pasa, qué siente, por qué está así. Tiemblo ante la reverberación que hay en el ambiente y dejo de nadar, pero no le contesto. Por un momento la laguna se concentra en la curva de mi cuello, en mi inefable mirada de cisne que parece decirlo todo con inescrutable frialdad. El bosque aguarda la respuesta; animalitos asustados agitan el follaje.
Pasa el tiempo y susurro, mirándome al espejo: ¿No es el cisne, por ser cisne, un pobre triunfador acongojado?

lunes, 10 de agosto de 2009

El loro y el pirata

Se dice que en remotos tiempos, cuando los piratas surcaban los mares en barcos a vela y no en lanchas a motor como ahora, existió una zona relativamente ignorada pero que ciertos estudiosos ubicaban aproximadamente en la latitud 20.5 Norte y longitud 96.5 Oeste; es decir, en la zona del Golfo de México, en la cual, por una extrañísima razón y sólo por breve tiempo -el que demorara la nave en abandonar las coordenadas- les era dado a hombres y animales intercambiar ideas.
Fue precisamente lo que aconteció con un loro tuerto y un pirata mudo, el primero tuerto por la esquirla de un disparo de arcabuz que le voló el ojo derecho y el segundo, simplemente mudo de nacimiento. La estrechez de pensamiento de los mandamases de la nave era tal que al pirata mudo lo habían destinado al puesto de vigía o loro de mar, esto es, casi una figura de adorno, según el organigrama no escrito de los componentes de la malvada tripulación (vigía en una zona repleta de fragatas, bergantines y galeones que iban y venían con toneladas de armamento y lingotes de oro; otro ejemplo en la historia de la estupidez humana). En cuanto al loro tuerto amaestrado, éste les servía de mascota y de bufón. En las noches de borrachera bajo las estrellas vivía escapando de los disparos al aire.
El pirata mudo y el loro tuerto, compañeros de infortunio, se habían hecho medio amigos.
Esa mañana, tres galeones habían emprendido viaje hacia la Madre Patria cargados de doblones dorados y al entrar a la rara zona descrita, donde por casualidad mataba el tiempo la nave pirata, el vigía mudo los divisó desde su privilegiada altura. Ante la visión del fabuloso tesoro inclinó su espejito y despidió rayos de sol que fueron a dar a las pupilas del capitán, del contramaestre y de los oficiales, pero no consiguió otra respuesta que recibir insultos del calibre de un insulto de pirata.
En tales circunstancias el loro tuerto voló hasta la punta del trinquete y se agarró a la cruz del madero para cortejar a una lora que, haciendo un paréntesis en su migración, bajó del cielo a descansar. Dándole la espalda al pirata mudo, le dedicó su ojo bueno a la plumífera y trató de hacerse el humorista con ella. Fue entonces cuando el vigía advirtió que los animales podían hablar de verdad, no hablar por imitar, e intervino con su lengua nula, que por milagro debutó.
-Diablos, estos loros hilvanan frases plenas de significado. ¡Y hasta a mí mismo se me está dando el poder de la palabra! ¡Neptuno emerge en mi vida!
El loro tuerto no le hacía caso, concentrado en sus arrebatos seductores.
-Como te iba diciendo, yo soy el jefe de estos truhanes...
-Ji ji ji ji ji... -respondíale la lora presumida.
-Eh, amigo, avísales del tesoro a los de abajo -intervenía el pirata mudo.
-Ese cargamento que va pasando será mío entero. Antes de que llegue el invierno estaré bañado en oro.
-Ji ji ji ji ji...
-¡Baja pronto a dar el aviso, animal!
-Y ahora que te he abierto mi corazón, lorita mía, vamos al grano. ¿Me acompañas a mis discretos aposentos?
-Ji ji ji ji ji...
-¡Que se alejan los galeones!
-¿Te echas a volar? ¡No te vayas!
-Ji ji ji...
En un arrebato de cólera, el pirata mudo golpeó por accidente a la lora presumida en la cabeza; esta cayó fulminada dentro de un caldero en el que los bandidos fundían monedas de oro robadas de otros barcos. El loro tuerto miró hacia abajo, horrorizado: los piratas retiraban un ave dorada (¡vaya!, ella sí; él no) que con el tiempo se convirtió en símbolo y emblema de proa de la nave. El loro improvisó soliloquios de amor con el ojo cubierto de lágrimas pero el pirata mudo ya no le entendía, porque el barco había salido de la zona rara.
Moraleja: de nada sirve la comunicación entre un pirata mudo y un loro tuerto, si media entre ambos un símbolo.

jueves, 30 de julio de 2009

El escorpión, la luciérnaga y la comadreja

Los finales de fábulas son como los de los cuentos clásicos: cortos y precisos. Se dice lo que hay que decir sin rodeos y punto. El lector queda estupefacto por unos segundos y luego retoma sus actividades, aunque si estamos de acuerdo con este hombrecito Banville, cada acto nos debería cambiar enteramente la vida, o en sus palabras, ¿en qué momento, de entre todos los momentos, nuestra vida no cambia completamente, totalmente, hasta el cambio más trascendental de todos?
El hecho es que había prometido contarles el final de la historia del escorpión y la luciérnaga, y sucedió que cuando volví al claro del bosque ya se habían ido. Nadie pareció darse cuenta de nada, salvo la comadreja, siempre vigilante de las pasiones ajenas y por eso mal llamada bestia cahuinera.
Y esto me refirió:
"A eso de las diez de la noche del miércoles la luciérnaga se entusiasmó en su vuelo y empezó a hacer remolinos hacia arriba. Así fue desapareciendo hasta que al amanecer sobrepasó las copas de los robles y la perdí de vista. Según me contaron, apenas se asomó al cielo se la tragó un halcón".
-Claro -le dije yo- esos de más arriba sí que son feroces, no como el escorpión.
-Claro que sí -me dijo ella, pero no se iba, la muy ladina.
-¿Y qué pasó con el bicho? -se vio obligada mi curiosidad a preguntarle.
-El escorpión la vio volar, se enfurruñó y escupió al suelo. Se marchó a su cueva dando maldiciones y allí se quedó. Lleva varios días encerrado. Dijo que desde ahora viviría mirando hacia abajo.
Ya me retiraba cuando la comadreja, que no se pierde una, me preguntó cuál era la moraleja de esta fábula. Improvisé la siguiente:
Todos somos buenos, pero los demás no lo entienden.

martes, 28 de julio de 2009

El topo

El topo cavó un sinnúmero de galerías, a pesar de lo cual falleció con la sensación de que su vida había sido incompleta. Pero no lo enterremos tan temprano. El topo fue siempre fuerte y ágil, rechoncho y ciego, salvo en los meses previos a su muerte, en que su salud decayó y recobró la vista. De niño cavaba por cavar y sus galerías se parecían a los dulces de colores que venden en las plazas; de adulto los túneles se hicieron exactos y mezquinos; de viejo quiso adentrarse hacia galerías densas e incomprensibles y cuando las halló no supo qué hacer: no eran sus galerías, sino las de otros topos, y justo se topó con ellas cuando era tarde para el inicio de un proceso de aprendizaje racional.
Tras asomarse a este extraño tipo de construcciones -extraño para él, que siempre edificó en su estilo- sintió una angustia inefable y se puso a correr hacia la superficie de la tierra, pero a medio andar reparó en que no sacaba nada con la fuga, pues llevaría en su mente estrecha de topo la visión de lo nunca antes visto y de esas imágenes no podría zafarse jamás, de modo que devolvió sus pasos, entró a la galería incomprensible y comenzó a transitar por ella, como fantasma decaído, pero a la vez maravillado de sentir lo que nunca se le ocurrió sentir y de ver lo que nunca había visto, luces radiantes que embellecían las filigranas barrocas dibujadas en las paredes, y luego paredes lisas como patas de zancudo y después salas circulares que se comunicaban mediante escaleras de caracol y llegaban hasta el mismo núcleo de la tierra, mas no entendía nada; era una galería múltiple hecha por otro más grande que él y lo más probable es que ese otro fuese otra, se notaba en los detalles.
El topo aprendió bastante en esos días postreros. Aprendió a ser débil y feo, a someterse al designio de los dioses, y sobre todo a entender que no entender es quedarse corto en la maqueta, es un problema de arquitectura, como esas casas a medias que se ven en las ciudades peruanas.
A pesar de los paisajes que le fueron regalados, nunca más se adentró en profundidades que no le pertenecían. Esperó la visita de la diosa negra casi a la entrada de su viejo túnel de la infancia.

lunes, 27 de julio de 2009

El escorpión y la luciérnaga

Caminando el escorpión en ocho patas por el bosque divisó a una luciérnaga. Aunque cueste imaginarlo, existen luciérnagas caderudas, y esta luciérnaga era bien caderuda. El escorpión le mandó un aguijonazo por si las moscas, pero de la gota de veneno que subió al cielo apenas le llegó el olor.
Y aquí debió de acabar esta fábula, si no fuera por el olor adictivo de aquel veneno, que provoca efectos malévolos en ciertas especies. La luciérnaga entró en un estado de ensoñación y se quedó sobrevolando el mismo sitio, un pequeño claro entre un conjunto de robles por el cual se colaban los rayos del sol o de la luna. En el día su vuelo circular se confundía con el de moscas, mosquitos, zancudos y matapiojos. Pero por las noches no había otro igual y en belleza se asemejaba a una vía láctea instalada en la profundidad del bosque, una vía láctea diminuta.
Cada mañana el escorpión salía de su palacio, edificado bajo una roca del porte de un elefante, y regresaba al lugar del crimen. Al reparar en su hada caderuda le lanzaba otra gotita. La luciérnaga continuaba girando, pues amaba esa fragancia destructiva.
La deseaba el escorpión al mirarla. Esperaré pacientemente a que se le agote la batería y deje de dar vueltas y más vueltas -se decía-. Entonces deberá bajar hacia mí y yo me la comeré de una sola mascada.
La luciérnaga quería más veneno, pero no se atrevía a bajar a la fuente de donde emanaba, ya que le podía costar la vida. Me iré apenas se le acabe -decía por decir-, porque esto ya me aburre.
Yo concuerdo con Esopo y La Fontaine en que todas las fábulas deben tener un final, porque sin final no hay moraleja. Pero llevo más de un mes esperado a ver qué pasa con la luciérnaga y el escorpión y siguen en la misma. Y como tengo en lista de espera a 15 animales ansiosos de contarme sus haberes, sentires y decires no me queda más que retirarme de la escena de esta historia, aunque puede que en unos días vuelva para ver si hay novedades.

miércoles, 22 de julio de 2009

Las hormigas rojas y las hormigas negras

Hubo en la génesis de las hormigas rojas una ligera falla que alteró el color de algunas de ellas, tornándolas negras. La situación fue objeto más de curiosidad que de preocupación durante milenios, hasta que por razones evolutivas que no es del caso analizar en esta fábula las hormigas negras se empezaron a comer a las hormigas rojas. Las hormigas rojas, que eran más chicas pero mayores en cantidad, tomaron presas a sus hermanas y enemigas, las encerraron en la cárcel y las fusilaron a todas. El país pareció normalizarse, pero al cabo de un tiempo se produjeron indeseadas consecuencias. Las hormigas negras habían dejado descendientes entre las hormigas rojas y estos nuevos ejemplares aprendieron la lección, de modo que volvieron a atacar y con mejor provecho. Las hormigas rojas se vieron acorraladas y les costó reaccionar, pero como seguían siendo superiores en número y recursos, desplegaron todo su aparataje y las encerraron en la cárcel, que ya no era una sola sino decenas. Esta vez, previendo una eventual venganza de las bestias negras, no las fusilaron. Solamente se las condenó a diversas penas, que se fueron haciendo cada vez más débiles, al punto de que resultaba común ver hormigas negras caminando como Pedro por su casa por las grandes avenidas, a vista y paciencia de las hormigas rojas.
Hubo un momento en que se mezclaron tanto que ya no se sabía a ciencia cierta cuáles eran las hormigas negras y cuáles, las rojas. En las mismas cárceles a menudo la alcaidesa vestía uniforme negro y las presas, uniformes rojos.
Otra de las graves consecuencias fue que con el aumento de los presidios resultaron ser más las hormigas presas que las libres. Incluso, las hormigas libres vivían presas, por temor a ser atacadas.
Vestirlas a todas de rojo y comenzar de nuevo -como propuso una candidata demagoga- no solucionaba nada. Y a nada condujo tampoco la idea de edificar más cárceles, pues no quedaban hormigas que las levantaran. Como la situación cambiaba tanto, las cárceles terminaron siendo más deseadas que las mismas casas, tanto así que era pan de cada día ver a las hormigas negras comprando cupos en el mercado negro para entrar. Las cárceles eran tan enormes y cómodas que la libertad ya no tenía sentido.
Tuvo que surgir un gran líder para que el país de las hormigas volviera al orden. Se le llamó Hormigón y es reverenciado hasta nuestros días, pues la fábula que se relata sucedió hace mucho, mucho tiempo.

domingo, 19 de julio de 2009

El Diablo y la Moral

Quiso la diosa Fortuna que doblando una curva el Diablo se topara con la Moral. No les quedó otra que enfrentarse a duelo y así tuvieron que hacerlo ante los ojos de la diosa, que les contó un dos tres y los echó a pelear.
El Diablo pegó primero y de un combo en l'hocico mandó a la Moral al suelo, pero ésta se levantó y le aforró un pape en la guata que lo dejó temblando. Medidas las fuerzas, la contienda fue tomando otros matices. En la mitad del combate fajáronse los contendores y se dijeron cosas terribles a la oreja. La Moral se fue al ataque y en el último round lo puso entre las cuerdas; el Diablo se hizo el tonto y tiraba sus guaracazos. La diosa declaró el empate y el dúo se bifurcó por los caminos del monte.
No habían pasado dos horas cuando el Diablo devolvió sus pasos para pegarle a la maleta; andaba vestido con buzo rojo y zapatillas de ballet, y la colita forrada terminaba en una punta de flecha.
La Moral iba por allá lejos; vestía una manta de castilla que la protegía del frío.
La diosa Fortuna oscureció el cielo y descargó aguacero. El Diablo corrió a la taberna donde fue bienvenido con aplausos y la Moral siguió su camino. Nunca se pudo saber qué se dijeron ese día que se hallaron en la curva; pero ahora, vez que el Diablo la ve asomarse mejor cruza la calle.

viernes, 10 de julio de 2009

El topo, el toro y el buey

Un buey descansaba a la vera del camino luego de dejar su carga a buen resguardo cuando de un hoyo salió un topo y lo escrutó. Jajajajá reía el topo al ver al gran señor bobalicón, el buey menospreciado, siempre atento a los requerimientos de los demás, nunca rebelde, siempre sudor nunca energía. Jajajajá, los animales como tú, los verdaderos, tienen bolas y tú qué tienes, tú sólo tienes un colgajo de piel acuchillada y por eso aceptas sin chistar el leño en la carreta y el picanazo en el lomo, reía el topo y el buey se sometía a su sarcasmo, porque le encontraba la razón a sus palabras.
Pero entonces el topo, al no hallar resistencia, se arrepintió de sus dichos y experimentó un cambio de conducta. Traicionado por su carácter desabrido volvió a su hoyo y desapareció de la superficie de la tierra. El buey no supo más de él porque no habían pasado cinco minutos cuando su amo salió de la cantina y lo enderezó a golpes en la ruta fatigosa.
En el camino divisaron a un toro que daba cornadas contra un tronco de árbol. Qué lindo animal, le oyó decir a su amo, iré a la plaza a verlo este domingo. Amo, carreta y buey siguieron su camino y el toro saltaba de gusto en dos patas y echaba espuma, mientras las vacas huían de espanto y ganas.
El topo se durmió esa noche entre pesadillas. Soñó que el Gran León de los Cielos le daba a elegir entre toro y buey y el topo elegía toro. Cual ciego intolerante idealista se veía entrando a un recinto donde al cabo de pocos minutos los poderosos lo hacían escupir sangre y lo sacaban arrastrando. En las galerías miles de bueyes aplaudían la faena con sus esposas y sus niños.
Moraleja: la intolerancia se viste con ropa de héroe mientras su revés le sobrevive.

viernes, 3 de julio de 2009

La rana, el jabalí y el burro

La rana padecía de una extraña perversión: le gustaban los animales. De nada le sirvieron sus visitas a la iglesia ni al diván. El mandato que provenía de su mente era más poderoso que la fuerza de su voluntad. Padre Mantis le leyó entero el libro sagrado que anunciaba torturas insoportables para quien se saliera de sus páginas; doctor Búho la sumergió en honduras de las cuales emergió flotando como si nada.
A sí misma se decía: si he vivido en el pantano, ¿qué tiene? De modo que cual princesa rusa una tarde volvió a internarse en el bosque y se puso a coquetear con un jabalí de patas negras. Era éste un mamífero de corto entendimiento, buen trabajador, animal sencillo y cariñoso. A la primera no se dio ni cuenta de las intenciones de la rana; después de un rato comprendió y lo encontró raro. De que se le pasó por la cabeza chiflarse a la insignificante locateli, se le pasó por la cabeza, pero de acuerdo con su naturaleza optó por seguir buscando trufas para sus patrones.
Ignorada por el objeto de su deseo, al ratito la rana yacía con un burro amoral que no tuvo piedad de ella y la partió por la mitad.
Fue sepultada al otro día sin gran ceremonial y en su epitafio se lee: "No tenía otro camino que éste".

martes, 23 de junio de 2009

Por qué los animales dejaron de hablar

Tal como lo registran el anónimo sumerio "Epopeya de Gilgamesh" y los primeros filósofos de la historia, como Tales de Mileto, Parménides y Lao Tsé, hubo un tiempo remoto en que los animales hablaban. Sin ir más lejos, se cuenta que Esopo escribió sus fábulas basándose en testimonios de sabios elefantes, los últimos que usaron el lenguaje humano. En los atardeceres de estío, con el suelo aún caliente, Esopo y los elefantes iniciaban charlas que duraban horas. Luego se recogían a dormir, cada uno a su sitio.
Contaban los elefantes a Esopo que en la antigüedad los animales llegaron a ser artífices de una sociedad lógicamente estructurada sobre la base de una serena arquitectura filosófica, artística, científica y moral. Gobernaban los más sabios, que eran aquellos animales de cerebro privilegiado. Eran éstos los chimpancés y orangutanes. Consejeros de la Junta Definitiva eran los delfines. En cuanto a los elefantes, como a su inteligencia sumaban nobleza y una prudencia originada en cierto grado de candor, éstos se habían hecho cargo del ministerio de Asuntos Internos. El león, que no era tan inteligente, pero sí muy fuerte, fue designado Jefe de la Policía, un organismo protocolar de tintes metafóricos, puesto que en la selva el crimen era considerado una rareza. Las hormigas y abejas dominaban, lejos, el mundo de los trabajadores, al que pertenecían también los demás animales, aunque con sutilezas que no es del caso analizar en este momento. Entre las excepciones se contaba el zángano, que desempeñaba el desvergonzado papel de cafiche; y la chicharra, que organizaba en torno a sí el romántico rincón de la bohemia. Había animales diurnos y animales noctámbulos; animales de tierra, de agua y de aire. Todo estaba tan bien organizado que las bestias se apropiaron del mundo.
Pero existía un detalle que provocaba el efecto óptico de alejamiento con cada zancada de la ciencia: era éste el ansia de inmortalidad de los bichos, no importara especie, condición ni tamaño. La obsesión operaba como rompecabezas para esta sociedad animal; cualquier progreso se dirigía hacia ese fin. La medicina llegó a niveles asombrosos, tanto así que en los últimos tiempos los mamíferos ni siquiera debían acudir al consultorio para operarse de la vesícula. Las arañas disponían de patas adicionales y los peces, de aletas renovables. Sin embargo y a pesar de todo, los animales, sin excepción alguna, seguían muriendo.
La Junta Definitiva llamó a asamblea. La presidió el chimpancé. Tras una acalorada discusión que duró 40 días y 40 noches y que planteó finalmente dos cursos de acción, la Junta se quedó con el segundo. A partir de entonces los animales "dejaron de hacer" y se entregaron a su naturaleza. Fue una especie de capitulación, contaban los elefantes, sin el menor sentimiento de tristeza.
Cuando sus oyentes le preguntaban a Esopo las consecuencias de tan drástica decisión, el fabulador sonreía. "Es de una majadería supina relatar paso a paso el deterioro que sufrió la selva y el reacomodo al que se vieron obligadas las especies en el hábitat", les advertía, pero ante la insistencia pasaba a enunciar ejemplos. El abandono de horizontes y proyectos llevó a la pérdida de la esperanza y del lenguaje humano y el dolor se fue haciendo soportable. El hambre arreció y los animales idearon conductas agresivas, pero no perversas, ya que todo rastro moral terminó olvidado entre los muros de las edificaciones oxidadas. El león, que antes era uno más, pasó a ser el rey. A la postre, esas condiciones crearon el perfecto caldo de cultivo para que el hombre comenzara a dar sus primeros pasos en la Tierra.

lunes, 22 de junio de 2009

El caballo volador y su maestro el pequén

El cuerpo del caballo de carrera Catalino, que en el fondo era el cuerpo de cualquier caballo, no se prestaba para volar. Pero Catalino insistió tanto que el directorio del Club de Caballares de la Selva no halló otra salida que autorizarle su locura. Acabada la sesión destinada a debatir su exigencia fue llamado a firmar un documento que eximía de toda responsabilidad tanto al club como a sus socios. El caballo dormitaba en la sala de espera; tras ser informado de la decisión firmó sin entusiasmo. No había ido a eso, no había gastado su tiempo para que un grupo de caballos de linaje le dijeran lo que debía o no debía hacer y, como gran cosa, lo "autorizaran" a intentar algo que él haría de todos modos: volar.
El caballo había ido a pedir ayuda y no se la habían dado.
Volvió al establo, donde lo esperaban ansiosos el jinete Ochoa y el preparador Juan Cavieres. Esa tarde corrió su peor carrera y llegó séptimo, a seis cuerpos del sexto. Su mente estaba en otra parte.
Por la noche reunió a sus amigos y les comunicó su plan. Estos lo animaron y lo ayudaron a escapar. Al amanecer ya se hallaba al pie del monte, pidiendo hora al pequén. Éste se sorprendió gratamente de los sueños del equino y se propuso convertirlo en un eximio caballo-pequén. Las primeras lecciones fueron más bien sencillas. Debía el caballo pararse en las patas traseras y abrir y cerrar las delanteras durante diez minutos. Luego tenía que subir a una roca de un metro de altura y lanzarse al suelo abriendo y cerrando las cuatro patas.
Pasó una semana sin grandes avances, pero ni el caballo ni el pequén se dejaron abatir. Dedujo el pequén que si a Catalino le conseguía alas volaría cual Pegaso, pero ni los cóndores ni los ángeles se manifestaron dispuestos a prestarles las suyas.
Decididos a jugarse el todo por el todo, un buen día escalaron el monte hasta la cima y allí, con el abismo a los pies, el pequén le ordenó a su aprendiz que se subiera a caballo encima de él. "Afírmese Catalino -le advirtió- que vamos a galopar".
El caballo se agarró del pequén y ambos iniciaron el vuelo hacia los cielos mitológicos, pero con el peso cayeron como saco de papas y se sacaron la contumelia. El pequén expiró al instante, reventado. Catalino fue trasladado en ambulancia a la clínica equina, con múltiples fracturas de cráneo, extremidades y costillas, que a la postre también le causaron la muerte.

martes, 16 de junio de 2009

El zorro y la jauría

Desde el punto de vista argumental, ésta es una historia demasiado compleja para ser contada en una fábula; aun así trataremos de hacerlo, pero desde ya anticipamos una probable debacle: la materia, cuando no se encuentra bien asentada, cae por su propio peso.
Fue en los comienzos de la primavera; venía la jauría hacia el monte cuando el zorro la sintió de lejos. ¿Era el zorro el destino de esa infame agrupación de perros? Nadie podía saberlo, pero a él le parecía. Hacía tiempo que venía sufriendo síntomas extraños que le causaban ansiedad. De pronto se le antojaba que toda la selva vivía pendiente de él, en ocasiones notaba que lo espiaban por detrás de las matas, ¡y cuántas veces los recaudadores llegaron a su cueva y le hicieron preguntas sin motivo!
La situación se tornaba asfixiante. Hasta hoy los hechos no habían pasado de sospechas infundadas, pero estos ladridos sonaban terribles y muy reales. A su sentir, el zorro se había convertido en el objetivo de una maquiavélica persecución y no cabía duda de eso, aunque también podía ser cierto que hubiese otros vulpinos en el monte...
No era momento de consultar al afamado doctor Carl Gustav Búho por una galopante paranoia. Las horas estaban copadas con tres meses de anticipación por innumerables animales que deseaban saber más de ellos mismos, de modo que al zorro no le quedó otra que enfrentarse a la verdad. ¿Y cuál fue la verdad? Ya les advertimos que se trataba de una historia compleja.
La jauría llegó efectivamente a su cueva y el perro mayor preguntó por él, pero las razones de la visita distaban harto de las que imaginaba el zorro. Lo que deseaban los perros no era comérselo, sino proponerle una sociedad. Explicáronle que ellos, simples animales de caza, necesitaban una luz que los guiara. Así dichas las cosas, la ecuación resultaba sencilla: los perros trocaban fuerza por inteligencia. La jauría y el zorro comerían bueno. Eso quedaba garantizado.
Dejemos la moraleja para el final y concentrémonos ahora en la tercera y última parte de la historia, que trata sobre los remordimientos del zorro. Tras la firma del contrato éste se vio recompensado de inmediato con un sabroso filete que venía envuelto en una espesa cola y que devoró en menos de lo que le tomaba dar un salto. Por la noche, sin embargo, reparó en que aquella espesa cola había pertenecido a uno de su especie y se preguntó si era bueno lo que estaba haciendo. Por la mañana bajó a parlar con la jauría, cuyos miembros demostraron ser bastante más inteligentes de lo que él pensaba. Los perros lo invitaron a pasar la tarde en la mansión que habitaban, con piscina y 23 recámaras. Bebieron tequila, sentaron lindas hembras en sus rodillas y cuando Venus apareció en el cielo le confesaron entre abrazos que si no existiesen los amigos, la carne escasearía y lo peor, la vida sería imposible de sobrellevar. Lo dijeron tan cariñosa y sinceramente que el zorro volvió al monte zigzagueando, pero feliz. Se durmió con una pata anclada en el suelo, pensando en una solución para mejorar el descrédito que parecía rodear a la jauría, con la que ahora el raposo de espesa cola se sentía comprometido.
Terminó sus días barrigón y satisfecho de sí mismo. Falleció de una apoplejía, por excesivo consumo de carnes grasas.
Moraleja: la desconfianza atemoriza y enloquece, pero en la familiaridad se halla el germen de la corrupción.

martes, 9 de junio de 2009

Las dos babosas

Para hacer pareja con Las dos gotas de agua

Las dos babosas se encontraron en una ventana, una por el lado interno, otra por el lado externo. El farol del poste callejero hacía las veces de luna llena. La del lado interno salió de la rejilla del resumidero ubicado en el baño, se desplazó por el brillante parquet de la sala de estar, dejó su huella pegajosa en la pared y se encaramó por el vidrio. La del lado externo despertó en su lecho de tierra, anduvo por el jardín comiendo hojas y de pronto se desorientó y fue a dar a la ventana de la sala de estar de la casa.
Una vez que se vieron con sus ojitos de trompa trataron de aparearse, ilusas; no les daba el cerebro para darse cuenta de que estaban separadas por un vidrio.
Pasaron así toda la noche hasta que llegó la aurora. Cada una descendió a su elemento y nunca más se volvieron a ver.
Moraleja: así es el amor.

lunes, 8 de junio de 2009

Las dos gotas de agua

Las fábulas no debieran tener un tinte trágico, sino alegre, infantil, porque al tratarse de vidas de animales se asemejan a las revistas de caricaturas. Menudo problema se le presenta entonces al autor para narrar la que sigue, una fábula melancólica que versa del amor sublime y donde incluso no aparecen animales.
Dos gotas de agua se vieron a través del vidrio y se enamoraron perdidamente el uno de la otra, al reconocerse como ellos mismos a través del reflejo. Nahtzir el goto, por así llamarlo, corría bien abajo y le faltaba poco para llegar al marco. Lozi la gotita cayó como un río salvaje y se contuvo cuando alcanzó su nivel, para mirarlo de frente. ¡Ay, tantos besos que se transmitieron, cómo lloraban de amor esos dos, la gotita y el goto!
Lozi vivía acechada del otro lado por un gotón viscoso que no la dejaba nunca en paz; ella no decía nada y Nahtzir no acertaba a comprender, mortificado por los celos. A éste a su vez lo rodeaba una familia de gotitas que lo protegían del viento, y Lozi lo entendía. Pero qué amor era ese, ¿un himno a la traición? ¡No, rufianes descreídos, amor puro, ese que escasea tanto hoy en día! Amor que deshacía sus partículas de hidrógeno y oxígeno para fundirlas en un solo ad aeternum.
Durante un tiempo no hubo más que el amor; luego la inmanejable diferencia de temperatura entre ambos lados del vidrio provocó que fueran resbalando a distinta velocidad, de modo que apenas pudieron distinguirse a la distancia. Las súplicas llegaban disminuidas hasta que dejaron de oírse.
El amor no murió. Lo que hizo fue replegarse en su laguna de niebla. Las dos gotas de agua revivieron por un instante el prodigio de lo ideal, que es una de tantas definiciones que se da a este misterio de la vida.

martes, 2 de junio de 2009

El perro bizco, el gato tuerto y el ratón ciego

El reino de esta fábula se compone sólo de una casa con patio y tres animales: un perro, un gato y un ratón.
El perro adolece de un ligero defecto de nacimiento que por no ser tratado a tiempo se convirtió en mal crónico. Es bizco, cosa menor por lo demás, considerando que un gran filósofo humano del Siglo 20 padeció la misma sintomatología y lo pasó requetebién.
Las del gato ya son palabras mayores. De chico quedó tuerto y no es del caso recordar los hechos que causaron su desgracia. Sólo agregaremos que anda siempre con la cabeza ladeada para ver mejor.
En cuanto al ratón, cáspita, ahí sí que estamos en problemas. Padece de ceguera desde su más tierna infancia, por haber mirado el sol nueve minutos seguidos.
Cómo han logrado vivir los tres juntos en tan poco espacio y logrado sobrevivir los dos últimos de sus enemigos naturales sería un misterio, si es que el autor de esta fábula no tuviese la generosidad de brindarnos la explicación.
Consigna de partida el fabulador que los tres son inmortales, lo que no significa que de pronto no sean capturados, heridos y hasta desollados por sus rivales, pero eso no es lo que importa. La gracia de esta fábula estriba en el eterno juego del trío, que consiste en que el perro bizco persigue al gato tuerto mientras el ratón ciego huye de los dos. Como el perro ve doble, varias veces ha salido disparado por la ventana del dormitorio ubicado en el segundo piso por tratar de cazar al gato. El felino ha desarrollado una bonita manera de evitarlo, consistente en ubicarse de preferencia a contraluz. La cabeza ladeada le sirve para mirar de frente y las veces que ha caído en sus fauces fue porque lo pillaron durmiendo o se confió en la torpeza del can. Si el gato no fuera tuerto hace rato que se habría comido al ratón ciego; cuando lo logra, una vez cada 16 o 17 años, la carne vieja de roedor, casi puro cuero, le sabe tan mal que lo vomita enseguida hecho huiros. Al ratón no le queda más que confiar en su instinto y sus bigotes. Se ha debido mutilar los dedos para que no le crezcan uñas que suenen contra el piso; un día intentó hacer alianza con el perro y le fue malito, digamos que su vida es de las tres la peor, pero como lo mejor es enemigo de lo bueno aquí nadie gana y nadie pierde, es todo una mera ilusión.
La casa consta de tres dormitorios, living-comedor, dos baños uno en suite, cocina, antejardín y patio. Es una casa como Dios manda, aunque se halla deteriorada, ya que el dueño murió hace tiempo y sus herederos la dejaron abandonada, de tal modo que llegaron estos tres, especie de okupas, y se instalaron en sus dependencias. El dueño era un señor Franz Kafka, bien amable pero poco previsor.
Volviendo con el perro, como no tiene quién se lo coma es el más flojo de los tres. Su presunta torpeza es consecuencia de dicha realidad. En vista de tanta burla solapada resolvió colocar a la entrada de su dormitorio un retrato suyo apoyado del siguiente recordatorio: "El más torpe siempre es el más fuerte". Con los siglos se ha deteriorado, pero sigue siendo torpe. Lo que vale es el porte de su cabeza, los colmillos y la fuerza que le emana de su noble corazón; ojo que el noble es el corazón, no el perro. El gato tuerto sabe mucho de esto. Cuando cae en sus fauces sufre lo indecible, más que los mitos griegos, y recién por la tarde ya está recompuesto a medias. Por dentro siente lo mismo que si anduviera con la caña.
La de historias que se podrían recopilar con este trío. La pesadilla más frecuente del ratón tiene que ver con devorarles los ojos al gato y al perro; cuando despierta sigue ciego, es una enorme pesadumbre la que siente. Permanece el día entero en su cuevita, sin ganas de huir. El gato siempre se ha sentido como el jamón del sandwich y es el único de los tres que habla solo en voz alta, dormido o despierto. Dormido suele decir "¡ya, déjate!". Despierto, su típica protesta es "me tratan como al segundo hijo y yo quiero ser el conchito de la familia". El sexo forma parte de sus vidas pero no encuentra un desahogo natural, por razones obvias. Sobre este acápite hay toda una serie de anécdotas que darían para escribir un libro.

miércoles, 27 de mayo de 2009

El sapo del pantano

El sapo vivía en un pantano y pasaba la mayor parte del tiempo en la superficie, buscando qué comer. A la hora del descanso saltaba a la orilla hasta dar con una piedra donde echarse un rato. Bien alimentado como estaba, sus mejillas tomaron un color rosado, indicador de vida sana y provechosa.
Mas con el tiempo, por razones que se investigan, el sapo comenzó a explorar las profundidades de la charca, a familiarizarse con ellas y, al final, a desearlas como se desea una droga. Se sentía mejor en la barrosa oscuridad, pataleando a ciegas. Horas enteras permanecía allí, sin otra compañía que la de su propia conciencia.
Cuenta la comadreja que el otoño pasado el sapo abrió "El gran libro del batracio" y halló en sus páginas la verdad. Era el sapo un animal esquizofrénico de dos personalidades, siendo la del pantano la verdadera, aunque para los demás la falsa, la desconocida, la que apenas se intuia.
Enfrentado finalmente a su destino, aceptó la realidad como necesaria fantasía y su verdad, que para la selva es fantasía, como meta. Era la realidad el opio del mundo y la locura la salvación.
Cada día se le vio menos en la superficie, hasta que un buen día desapareció.

lunes, 25 de mayo de 2009

La viuda del buitre y Padre gallinazo

La viuda del buitre llegó a la misa de siete y se arrodilló en primera fila ante el altar. Para que el sacerdote la recordara se dio grandes golpes en la pechuga perfumada y en el momento de la homilía alzó el velo y efectuó rápidos movimientos de pestañas. Pero el show estaba de más, porque el cura ya se la sabía de memoria. Era éste un joven gallinazo espiritual que había llegado a la selva dispuesto a cambiar los mundanos hábitos de sus animales.
Una tarde cualquiera la viuda del buitre, que era riquísima, apareció por la iglesia pidiendo confesarse. Vestía sus mejores atuendos, que en vez de embellecer su obesa forma la acentuaban. Padre gallinazo, que no era tonto, advirtió la señal cuando la viuda empezó con sus requiebros al otro lado de la ventanilla. Con su comprensivo acento le sugirió ir al grano; qué me han dicho pensó la viuda y le confesó que le gustaba el cura. Yo espero oír sus pecados, no sus gustos, insistió el noble sacerdote. Ella le dijo que cuando lo hacía pensaba en el cura. Ahí ya va cambiando la cosa, respondió la voz de Padre gallinazo, aunque en estricto rigor pecado pecado no es, pero cuénteme más. La viuda le reveló que estaba pensando seriamente proponerle que se hiciera cargo de su hacienda a cambio del quetejedi. Qué dichos los suyos, rió el cura, hable claro. La viuda del buitre se plantó frente a él, le abrazó las rodillas y le rogó que bailaran merecumbé. Padre gallinazo la absolvió con la señal de la cruz, le ordenó rezar tres padrenuestros y le respondió que lo iba a pensar.
Cuando se retiró a sus sagrados aposentos iba visiblemente alterado.
La viuda del buitre lo estuvo esperando hasta bien tarde a la salida.
Moraleja: no bien se topan con la cruda realidad los ideales se tornan obscenos.

viernes, 22 de mayo de 2009

El vampiro y el flamenco

El vampiro iba muy atrasado a su castillo; era un vampiro de castillo, como los de antes. Ya estaba por amanecer y el exceso de sangre en su barriga lo tenía fofo, fuera de forma. La subida se le hacía eterna. Por ahorrar unos pesos en fardos había dejado el vehículo en la cochera y los negros corceles en las caballerizas. Qué diablos, se decía, ya voy a llegar. Soñaba con su almohadilla de seda y su sarcófago forrado en terciopelo.
A las puertas del castillo lo esperaba el cartero en bicicleta. Era éste un flamenco larguirucho de gorro azul y delantal.
-Carta para usted.
-Déjela en el buzón, estoy medio apurado.
-No puedo, es certificada.
(Tras la montaña se disparó hacia el cielo un rayo de sol).
-Rápido, dónde hay que firmar.
-Aquí.
-No tengo lápiz.
-Yo le presto.
-¡Le digo que estoy apurado!
-Además me debe tres meses. Son dos mil pesos.
-No ando con efectivo. Le pago a la próxima.
-Suba a buscar. Yo espero.
-¡Le dije que estoy apurado!
-Ustedes los ricos siempre dicen lo mismo.
-¡Por favor!, no se trata de eso, ¿acaso no divisa el fulgor en la montaña?
El vampiro miró a los ojos al flamenco, buscando comprensión, pero éste dibujaba en su rostro una mueca que le despertó inefables recuerdos. Le había llegado la hora final, a los pies del castillo. Desfalleciente, incapaz ya de suplicar, la sangre se le derramó por los poros y se fue cortado. El cartero siguió esperando un buen rato los dos mil pesos, con una pata en el pedal y la otra en el suelo.

viernes, 15 de mayo de 2009

El cocodrilo, el león, el mono reportero y su director el búho

Lloraba el cocodrilo a moco tendido cuando el león lo vio de lejos. Con su acostumbrada soberbia se le acercó y lo instó a enfrentar la vida. Un mono que hacía la práctica en el "Diario de la selva", de buen tiraje, grabó la conversación desde la rama de su árbol y la reprodujo en estos términos:
-Ya estás con tus acostumbradas lágrimas de cocodrilo -dijo el león.
-Si lloro con lágrimas de cocodrilo es que soy un cocodrilo -respondió su interlocutor, entre sollozos.
-Malo que seas así. Pésimo ejemplo para la selva.
-Créame que no me estoy haciendo, amo y señor. Lo que pasa es que si no llorara no sabría cómo actuar.
-Simplemente haz como yo. Ruge.
-¡Gijjjj!... Trato, pero no me sale.
-Hay que abrir el hocico y modular. Fíjate en las campanillas de mi garganta... ¡ROARRR!
(El cocodrilo abrió el hocico de impresión).
-¡Oh! Yo no podría hacer lo que hace usted.
-Ja ja ja, no me adules, estoy viejo para eso. Sólo pretendo impartir conocimiento.
(El cocodrilo no respondía, solo le escurrían las lágrimas).
-¡Levántate ya! -lo azuzó el león.
-No es que no pueda; es que tampoco quiero. Para usted es fácil, pero a mí no me viene.
-Vil cobarde, bestia de la selva. Me caes mal; no sé por qué pierdo el tiempo contigo.
(El cocodrilo lloraba y sus lágrimas parecían chorro de manguera).
-Lágrimas más falsas que Judas... -comentó el león.
-Las lágrimas son verdaderas; lo falso es el sentimiento.
-¿Corriges al rey? Las lágrimas son verdaderas y el sentimiento también lo es, si a eso vas. El tema es que no se corresponden, ¿comprendes entonces la figura?
-¿Acaso el suyo es un rugido de verdad, amo y señor?
-Sí. Estoy muy orgulloso de ser quien soy. No pretendo ocultar nada. Mi trono está en este mundo y gobernar a los demás me hace un felino pleno, lo que se dice un verdadero rey.
-Si así lo piensa, lo felicito y por algo es el león; pero yo tengo mis dudas y le pido compasión por nuestra raza. Si no lloramos, no vivimos. Mire usted.
(El cocodrilo echó un llanto intenso y la desconfianza de un ciervo que merodeaba por el pantano desapareció; el animal se agachó a beber de la orilla y el cocodrilo le arrancó la cabeza, con cuernos y todo).
El león observó la escena con espanto y luego exclamó, al borde de la incredulidad:
-Me has dado una pequeña lección, maese reptil, aunque de todos modos me parece que desaprovechas el tiempo dedicando tu vida al teatro.
El mono dejó la conversación en ese punto, pues debía llevar la noticia urgentemente al diario, que estaba en la hora de cierre. En la sala de redacción discurrió cerrar la crónica con la siguiente moraleja:
"Si el león ruge y el cocodrilo llora, las cosas de la selva marchan según el presupuesto".
Mas el búho, un animal de sangre azul que se debía a oscuros intereses -de paso, director del matutino- estimó prudente editar la moraleja, de modo que para los lectores del "Diario de la selva" la crónica terminó como sigue:
"No prestéis oídos al astuto cocodrilo y seguid el ejemplo de nuestro gobernante el noble león".

miércoles, 13 de mayo de 2009

La araña, la tijera y la calavera humana

Una rara distracción de los dioses me permitió conocer a los animales del Hades. Se colaron en uno de mis sueños en el intervalo de un par de minutos, mas ahora no logro conservar en mi memoria más que algunos segundos.
Desperté sobresaltado, sudoroso por la emoción vivida, pero ansioso de edificar pronto lo que sería este relato, que, descubro, no es ni la sombra de las imágenes que me acompañaban al momento de volver al estado de vigilia.
Mi madre se sentía contenta de ir conmigo, pero ligeramente apesadumbrada de no haber podido llegar al Vaticano durante su periplo por Europa, el único que hizo en su vida y que en la realidad sí la llevó al Vaticano. Pero anoche se lamentaba de no haber podido alcanzar esa meta, y yo pensaba que tal vez para el próximo viaje se la podría conceder, aunque íntimamente sabía que nunca habría próximo viaje. Era por la tarde y el cielo estaba cerrado, cargando el aire de una atmósfera de aflicción. Enfilábamos por un camino rodeado de altos eucaliptos que ensombrecían aún más el paisaje. El camino subía hacia una pequeña colina cuyo telón era una especie de velo blanco. Si uno pudiese huir de sus sueños, yo lo habría hecho de éste sin dudar un segundo; pero tal como se presentaban las cosas resultaba imposible y no era momento de echarse a morir. Había que seguir soñando.
Mi madre se cansó y jaló una gruesa liana de espinos que la levantó a una altura de unos tres metros. No era un buen lugar para el descanso: detrás del velo se hallaban los animales del Hades, confundidos entre ramas colgantes. Conque éste es el Hades, me dije. Ambos conversábamos; ella desde su altura y yo con los pies bien puestos en la tierra observando a los animales agazapados a su espalda.
Distinguí claramente a tres: la araña blanca, la tijera y la calavera humana. La araña blanca tenía una forma alargada y medía aproximadamente 7o centímetros; se movía levemente hacia ella. La tijera estaba inmóvil, colgando entre las lianas tras el velo con las cuchillas cerradas, como una res cuelga del garfio del carnicero. La calavera humana se hallaba casi en el suelo, a mi derecha, sobre un pequeño promontorio.
La situación se tornaba riesgosa y aunque el objetivo de los animales no parecía ser mi madre le advertí de su presencia y bajó de inmediato. Yo la recibí, pero antes de marcharnos sucedió lo espantoso. La calavera abría sus mandíbulas y le hincaba los dientes a la tijera. Tenía ansias de devorarla; pero la tijera ofrecía resistencia y de pronto arrastró a la calavera y con la ayuda de la araña la calavera fue tragada. Hubo un momento de frenesí, cuando la calavera no pudo resistir la fuerza de sus adversarios y cedió. Cedió y fue conducida hacia la muerte sin gritos de triunfo ni lamentaciones de horror, porque no había tiempo para eso.
En el sueño se había reproducido el momento exacto en que un animal entra en las fauces de otro. El instante en que se desata una poderosa liberación de energía desde las mentes, la del que cae dando todo lo que tiene y la del que vence y toma con una satisfacción indescriptible.
La calavera se infló y terminó dentro de un recipiente de ácido negruzco, deshecha.
A veces siento que mis sueños me llevan demasiado lejos. El de anoche me permitió conocer cómo viven las almas en el Hades. En estado de eterno recelo, devorándose unas a otras.

lunes, 11 de mayo de 2009

La ballena blanca

La ballena blanca se alza al costado de un extenso terreno baldío, olvidada, entre rejas, como en exposición. Pasan los animales de la selva y la miran y al mirarla, no pocos experimentan inquietud. Por la noche les cuesta dormir, por su recuerdo.
Posee la mole blanca amplias salas que solamente regalan su interior abandonado cuando la luna ronda el firmamento en cierta posición. La acompañan dos o tres árboles mustios; la ausencia de viento redobla el carácter melancólico de la escena, la ballena no experimenta sensación alguna y no transmite vida, su boca está cerrada. El lomo empolvado y las aletas musgosas delatan descuido, indiferencia.
Algunos animales, los más inquietos, no resisten la tentación de traspasar la reja y abrir sus fauces para ver qué hay adentro. A la vuelta de varios días cuentan, los que han vuelto, que dentro de la ballena blanca había miles de túneles, llamados Fugas de Bach. Los describen como túneles sombríos; de sus paredes de carne emergen pústulas que lanzan maldiciones y lamentos. El viaje, con los oídos tapados, se hace interminable. La salida se halla en sus ojos. Por dentro los tiene abiertos, señal de que duerme.
La ballena blanca tiene un lema que sacó de unos versos de Goethe:

Recuerdos de otros sufrimientos
mi miedo al presente generan

Por ahora nadie puede herirla, pero con el tiempo será otra ruina más de las que pueblan el mundo.

sábado, 9 de mayo de 2009

El perro león

Entró a la Academia de Rugido y aprobó los primeros exámenes con relativo éxito. Pero con el tiempo se hizo evidente que no poseía garganta de barítono; el tono del rugido se asemejaba más bien al del tenor y su potencia, a la brisa matutina.
El perro egresó de la Academia convencido de la garantía del diploma, que colgó sobre la puerta de su casucha.
Las leonas solían pasar por ahí cuando iban de compras, pero no decían nada. Sólo cuchicheaban entre ellas. Al entrar al bosque se morían de la risa.

miércoles, 6 de mayo de 2009

El grillo y el toro

Saltaba el grillo por los campos sin rumbo conocido. Cada tantos metros volvía la cabeza pues, como buena parte de los animales de la selva, vivía pensando en su pasado. Entonces el rubor delataba su vergüenza.
-Pero qué hice -se lamentaba al contemplar su huella "imperfecta"; uso el eufemismo para no dejar al descubierto el origen de su bochorno. La verdad es que las palabras que mejor definían su sentimiento ante la contemplación de las marcas que dejaba en la tierra eran ridiculez, ignorancia, soberbia, ingenuidad.
Un toro lo observaba a la distancia y le habló.
-Dónde vas -le preguntó.
-Hago camino al andar.
-Ja ja ja -rió el toro con su acostumbrada carcajada de barítono.
-No se ría, por favor, poderoso amigo; si lo dije así se debe a que no encuentro otra forma de explicar lo que hago y me ayudé de la frase del poeta.
-Di lo que haces sin valerte de versos; quiero entender.
-Avanzo a saltitos para mejorar mi huella.
-Enséñame cómo, porque hace rato yo lo único que veo son saltos y miradas hacia atrás (el toro iba entrando en furia).
-Así, ¿vio?
-Sí vi, pero es parecido a lo que yo mismo hago diariamente.
-¿Entonces también le pasa que le gusta su andar, pero cada vez que avanza y mira hacia atrás se avergüenza de su huella? -exclamó el grillo, alborozado. Al fin hallaba un compañero de viaje.
-No, yo miro para ver si hay más pasto -dijo el toro-; pero ¿de qué te avergüenzas? No logro entender (su ira crecía).
El grillo entristeció y dijo:
-Me avergüenzo de mi contumacia, pero si no percibiera un ascenso en lo que hago dejaría de saltar, de modo que si me disculpa, debo seguir mi camino.
El toro se despidió del grillo y al hacerlo nos regaló la siguiente moraleja:
-¡Pequeño insecto! Yo, con mi fuerza y mi poder, vivo pastando en una hectárea enrejada y tú, tan minúsculo, avanzas y avanzas a pesar de tus errores. ¡Con cuánta razón dicen que eres la voz de la conciencia!

martes, 5 de mayo de 2009

La paloma y el palomo en su torre de marfil

Ansia, paloma mía, de volar a la inmensidad de tu espacio
Ansiosa te adivino por la trampa en que has caído
Te han cazado, esconde tu desdicha
Procede en este instante el buen lamento

Asustada del fuego se confina la paloma en su torre de marfil, y con ella su palomo. Vibran sus plumas con el pasar de los días en el lóbrego y lechoso anonimato, pero se ha visto a muchas flores florecer en el encierro y la humedad de la noche. Mal augurio para ambos, la paloma cautiva y el palomo receloso. La torre se inflamará con oleadas de pasión que los absorberán en su escondite; será para ellos la luz del sol una ceguera embriagadora, y así, quemándose, devorándose a picotazos, los volverá a ver el mundo en su retorno.

Y cuando vuelvas a ser libre
Paloma
Yo estaré contigo, curando tus heridas
Beberás leche de mi mano
Mi calor te agradará como entibia la luz crepuscular
Serás feliz, sentirás todo lo que se puede sentir de la felicidad
Nos darán la entrada al eterno paraíso
Donde las flores y las mariposas son almas errantes

domingo, 26 de abril de 2009

El perro Armando se hace ermitaño

Agobiado de la metrópoli, de los relámpagos de angustia que emitía, del ruido eterno que disparaban las moradas y también del que hacía rugir las calles, del ulular de las sirenas, de las noches de fin de semana que no lo dejaban dormir, del maltrato a que era sometido por sus amos, de las máscaras más ridículas que utilizaban los diversos animales para poder sobrevivir, máscaras a las que se rindió poniéndose una de perro responsable cuando nunca lo fue; harto y cansado hasta el tuétano de los huesos de esa vida que el destino le estaba haciendo vivir, en circunstancias de que él no era como los gatos; es decir, disponía sólo de una, el perro Armando abandonó un día la ciudad y se marchó a la autopista.
Había allí aire sano. Se instaló debajo de un puente y se entregó a una existencia de ermitaño. ¡Esta es vida!, repetíase continuamente, como para convencerse de que había tomado una inteligente decisión. Pero a las pocas semanas se dio cuenta de que la autopista era como otra ciudad, sin las ventajas de la ciudad y con todos sus defectos. Los animales corrían veloces sobre el pavimento y no se saludaban. Parecían ir muy apurados, apuradísimos, siempre atrasados y ansiosos de llegar a sus destinos. Solo bajo el puente, la misantropía del perro Armando le impedía entender y amar a la selva en movimiento. Para colmo, su propio destino había derivado hacia la mala suerte de soportar la basura que le caía sobre el lomo, de modo que al día siguiente de tan penosa reflexión subió a la autopista y se marchó hacia el sur.
Tras varios días de peregrinaje dio con una vía lateral. Era éste un camino de tierra que le hizo recordar tiempos salvajes, de cuando sus antepasados eran lobos, corrían en manadas y se alimentaban de sangre. Le gustó el camino y enfiló por él hasta llegar al pie de un monte. Ahí se quedó, sin amos que lo esclavizaran a un collar ni basuras que le dieran en el lomo.
No habían transcurrido ni tres meses cuando se declaró insatisfecho. El suyo era un camino olvidado y polvoriento, pero aun así sabía del paso de los animales. Y cuando pasaban, fueran perdices, vacas, zorros y hasta gatos, fijo que le buscaban conversación. El perro Armando dejó su rincón una mañana y se internó en los bosques, con la idea fija de dar con el espacio al que animal alguno jamás hubiese mancillado con sus patas.
Lo halló sobre los bosques, en los hielos eternos de unos ventisqueros más altos que el nido del cóndor. Aunque tiritaba de frío, se sintió orgulloso de su logro y desde allí, mirando al mundo hacia abajo, proclamó su destino.
¡Este es mi lugar!, le hizo exclamar su vanidad.
Errante y cándido fue siempre el perro Armando: arribó a su propio espejismo; del otro lado lo filmaban, pero murió ignorándolo.