viernes, 28 de marzo de 2008

La mariposa, la luciérnaga y el concierto de los animales

El día en que la mariposa y la luciérnaga pusieron sus pies, por así decirlo, en la faz de la tierra, el hombre, que era el más sabio de todos los animales, pues no existía otro que supiera leer, citó a una asamblea con carácter de urgente. Primera citación, dos de la tarde; segunda citación, dos y cuarto de la tarde.
Apareció puntualmente a la primera citación el concierto de animales que por esos tiempos poblaba la selva, de modo que no fue necesario esperar la segunda citación para dar comienzo a la asamblea. El hombre bajó del árbol, dio a conocer la noticia y luego ofreció la palabra a la concurrencia. En la selva no cabía un alfiler.
Dijo el león:
-Si están con nosotros es para ser admiradas. La admiración hace nacer el deseo de posesión y quien posee es simplemente el más poderoso. Por lo tanto ambas son mías pues me pertenecen por el poder que ostento. No se habla más del asunto.
Dijo la lechuza:
-Al menos la luciérnaga debiese quedar para mí, ya que veo que por las noches sobrevuela mi espacio con aires coquetos. Estoy prendada de su lucecilla.
Dijo el mono:
-No soy tan poderoso como tú, temido y respetado león; ni tan sabio como usted, bienamado presidente, mas no por eso he de renunciar a mi derecho: proclamo que utilizaré todos mis medios para conquistar a ambas bellezas.
Dijo el cocodrilo:
-Desde abajo se disfrutan más los encantos que nos ofrecen estas dos pinturitas y si alguna de ellas pasa por mi lado no puedo prometeros que mis fauces no se abran.
Dijo el hipopótamo, mirando fijamente a las dos, que eran exhibidas a los demás en el claro de la selva:
-Soy feo y lerdo, lo admito, pero quiero que sepan que poseo algunos ahorros en el banco. Con gusto sacrificaré parte de ellos por el placer de disfrutaros.
Torpe y penoso resultaría resumir cada una de las intervenciones. En suma, todas las bestias alegaron su derecho a deleitarse con el atractivo de la luciérnaga y los encantos de la mariposa, con sólidas razones o ingeniosos sofismas. Antes de disponer que les fueran regaladas ambas al león, el hombre les concedió la palabra.
Dijo la luciérnaga:
-Si he de brillar intensamente, pues entonces que mi luz sea para el más poderoso. Gustosa me voy donde el señor león, pues me han contado... aunque de vez en cuando no me haría mal una velada con el respetable hipopótamo.
Dijo la mariposa:
-Si he de elegir, deseo volar para siempre ante un paisaje cuyo horizonte sea un espejo. Necesito verme a cada momento, toda otra acción me insatisface.
El hombre dio la orden y la sesión se levantó entre el generalizado desánimo. Cada animal debió contentarse con su igual, salvo el león, que siguió tomando lo que quiso.
Ha llegado el momento de la moraleja. De las numerosas que se desprenden de esta fábula elijo ésta: la belleza femenina es tan potente que enceguece a quien alardea de ella y enloquece a quienes la contemplan. No existe símbolo de armonía y perfección que proporcione más ansiedad y desdicha para aquélla que lo encarna en la superficie de su cuerpo que éste.

lunes, 24 de marzo de 2008

La mancha de tinta, el niño y el secante

En los tiempos en que los educandos usaban lapicera, una de ellas defraudó a su dueño y expulsó una voluminosa gota de tinta en el cuaderno donde anotaba la materia que dictaba el profesor.
Cayó la gota desde unos 8 centímetros de altura, pues lo hizo en el instante en que el niño descansaba la mano, apoyando el brazo en el borde de la mesa. La gota, de un azul oscuro, casi negro, se expandió cual ameba sobre la superficie lisa de la hoja. El niño tembló; menos que la mancha: ¡a no más de 20 centímetros de donde ella nadaba a sus anchas la espiaba un papel secante, con la lengua afuera!
La mancha le habló al dueño de sus horas:
-Niño, comprendo que me he salido de madre y ya no cumplo la función para la que fui destinada, que es la de aportar conocimiento a tu cerebro de esponja, pero si te pido humildemente que no me seques, ¿lo harás?
El niño entró en la duda. Era la primera vez que una mancha de tinta le hablaba, pero fuera de eso era poco lo que podía sacar en limpio. Al mirar hacia el fondo del azul no lograba más que ver su propia imagen y nada de la gota en sí misma.
-Shhh, espera que termine la clase -le respondió.
-Está bien, pero no cierres el cuaderno -le advirtió la gota.
El niño le hizo caso y siguió escribiendo, con todo cuidado. Alrededor de la mancha de tinta la página en blanco se iba poniendo azul. La mancha estaba a minutos de quedar inmortalizada para siempre en la hoja. Pero el secante se iba acercando a la página:
-¡Me ha entrado una sed! -le decía al niño, con voz quebradiza.
Los niños, aunque aparentemente malvados, tienden a la credulidad y el de esta fábula no era la excepción.
-¿Quieres agua? -le dijo.
-Preferiría algo más... fuerte. Si me pudieras dar un poco de esa tinta que mancha la hoja.
El niño le dio de beber y el secante se chupó casi toda la mancha. Sobre la hoja quedó un rastro celeste, casi transparente, que terminaba en puntas que asemejaban llantos de dolor.
Por muy penosa que parezca, la moraleja es la siguiente: nunca deposites tu confianza en un niño; éste tenderá a obedecer la última orden recibida.

jueves, 20 de marzo de 2008

El Gato de Campo y el Gato de Chalet

Esta fábula se parece bastante a aquella que nos legó La Fontaine y que relata el encuentro de un ratón de campo con un ratón de ciudad, mas esta vez la enseñanza se amoldará naturalmente a las características de la nacionalidad y la raza que nos ocupan, de lo que se desprende que no estamos ante una mera copia, sino ante una variante chilena de la historia.
El Gato de Campo llegó un día a la ciudad, atraído por sus luces. Al mediodía pasó frente a un chalet ubicado en el barrio residencial. Dormitaba en el balcón el Gato de Chalet. El Gato de Campo no tenía buenos modales; la necesidad lo había criado así. Sin el menor sentido de la prudencia, el respeto y la subordinación a los que su estatura social lo obligaban, despertó al oligarca con una sencilla frase:
-¡Eh, amigo, despierte! ¿Me dirá usted qué camino agarro para llegar al centro?
El Gato de Chalet abrió un ojo y contempló asombrado lo que éste le mostró: a uno de su misma especie, pero famélico y optimista.
-¿No sabe con quién habla? -le preguntó con un timbre de curiosidad y desprecio en la voz.
-No, amigo. En el campo no hay gatos así.
-¿Osa llamarme gato, a secas? (Tomó una bolita de carne y se la echó al hocico).
-Disculpe usted, amigo. Me llamo Gato de Campo. ¿Usted cómo se llama?
-Hummm... Gato... Gato de Chalet.
-Mucho gusto. ¿Me dirá usted qué camino agarro para llegar al centro?
El Gato de Chalet le dio unas coordenadas y volvió a dormitar. El Gato de Campo siguió su camino y se perdió al doblar la esquina.
Ha llegado la hora de conocer la moraleja, y ésta es la siguiente, válida no sólo para gatos: el poderoso, pasada la sorpresa que le causa el hecho de toparse cara a cara con el débil, tiende a ayudarlo e incluso a tomarle simpatía, siempre y cuando éste se presente en forma individual, vaya hacia otro lado y no amenace en forma alguna sus intereses.

Las tres lauchas y el gato hambriento

Eran tres lauchas, las de esta fábula. Dos de ellas andaban siempre juntas; la tercera vivía a mucha distancia. Y habría acabado aquí la historia, pues más argumento que ese no hay, de no mediar las andanzas del gato Maula, que rondaba por tejados y rincones buscando el alimento que les diera sentido a sus tripas.
No es que el felino no comiera. Al contrario, el gato Maula se alimentaba muy bien. Diariamente amanecía en su pocillo un concentrado de harina de soya, gluten, subproductos de pollo, grasa animal estabilizada, harina de pescado y suplementos minerales y vitamínicos con saborizantes. Una delicia, en apariencia. Y digo en apariencia porque lo que su paladar ansiaba realmente era la carne sucia, carne de rata gorda peluda de cola larga, carne que chillara entre sus fauces y le untara los bigotes de sangre caliente.
Desde la pandereta veía de tiempo en tiempo a las dos lauchas cuando jugueteaban en el patio, pero no les prestaba mayor atención. Con la tercera se le hacía agua la boca, ¡pero estaba tan lejos! Para verla tendría que haber tomado un vapor y eso significaba océano, tormenta, montañas de líquido salado cubriéndole el pelaje.
A una de las dos lauchas se le había metido el gato Maula entre ceja y ceja. Poco a poco iba convenciendo a su amiga para que el trío se conociera bien en la penumbra. ¡Es tan viril su estampa de gato!, le decía, olvidando que su frase apaciguaba la pasión ratonil de su compañera, en vez de encenderla. Y es que ésta última siempre se había inclinado más por el perfil sinuoso que brinda una linda pata de laucha que por la bruta conformación de la pata de un macho.
Una noche de luna se juntaron por fin, los tres. Y no es necesario darle más hilo a la cañuela de la historia: sabido es que los gatos comen lauchas y que las lauchas, al ser devoradas por su enemigo natural, gozan el placer supremo de estar cumpliendo con el designio divino.

El estetosaurio extinguido

Cuéntase que en tiempos anteriores a Esopo y Homero vivió en nuestro planeta un animal llamado estetosaurio. Perteneció a la raza de los dinosaurios y fue de los primeros que se extinguieron, mucho antes del episodio del meteorito. No hay huellas físicas de su paso por la tierra, de modo que su historia se basa en hipótesis y leyendas.
Desde luego, su fuerte no habría sido el ataque sino la defensa, aunque si se extinguió antes que los demás debe presumirse que se trataba de una defensa un tanto débil.
Heródoto lo define como un ser falto de seso y sustancia, "carencias que suplía admirablemente con cursilería y vulgaridad, dotes impensables de reunir en una sola bestia pero que en el estetosaurio se daban naturalmente" (Los nueve libros de la historia. Libro I -a la musa Clío-, capítulo referido a la conquista de Asiria). Como el historiador no contaba con registros de ningún tipo, lo imagina pequeño, tímido y burlón.

El cervatillo en el palacio de cristal

Maravillado ante el espectáculo que presenciaban sus ojos, el cervatillo fue corriendo a contar lo visto a los demás animales del bosque:
-¡Me encontré un palacio de cristal! ¡Abrí la puerta y lo vi entero! ¡No hay cosa igual en el mundo! ¡Vengan conmigo, acompáñenme, yo les mostraré!
Las bestias siguieron haciendo cada una lo suyo. La lechuza reclamó con voz ininteligible, porque le interrumpían su merecido descanso. El ratón paró la oreja y al instante siguió royendo una pera podrida, cerca del arroyo. La trucha saltó a cazar un mosquito y se hundió de nuevo con la presa pataleando entre sus dientecillos, el oso lo miró con ojos de sueño y bostezó; en fin, cada animal estaba preocupado de sus propios negocios. El cervatillo cayó en el desánimo.
Sólo fue escuchado por el viejo y pequeño orangután, a quien todos tenían por versado, prudente y hábil (su oficio era su orgullo y su razón de vivir). El mono lo llamó a su bufete y le previno:
-Pequeño ciervo, hijo mío, tú no tienes por qué saberlo, pero ese palacio de cristal que has descubierto es un patrimonio del bosque. Existe desde antes de que tus abuelos nacieran y aquí todos lo han visto y revisto. Si deseas contarnos algo verdaderamente nuevo, ve por el mundo y regresa entrada la madurez. Tal vez entonces te prestemos atención.
El cervatillo bajó la vista y volvió al palacio. Estuvo allí toda la tarde. Por la noche regresó y le narró la experiencia vivida a su padre, con lujo de detalles. El ciervo se enterneció al recordar a través de sus inocentes imágenes las bellezas olvidadas de la arquitectura de cristal. Le dio las buenas noches con un beso y el cervatillo se durmió.
Hay quienes se precian de conocerlo todo. Ésos merecen que los muelan a palos, pero son de temer.

La gallina de los huevos de oro

En un caserío ubicado cerca de Coltauco, presumiblemente debido a la aplicación en árboles frutales de un desinfectante prohibido, una gallina letrada comenzó a poner huevos de oro, nunca se supo si por culpa de ella o del gallo o de ambos. Al darse cuenta de su desgracia se llenó de miedo y redobló su discreción, que ya entonces era ejemplar, tanto así que en aquella vivienda y sus alrededores era conocida como Ernestina, la muda. Lo que hizo fue esconder los huevos en un rincón del gallinero, bajo un montón de paja. Por las noches le rogaba a San Francisco que la sanara, pero en la mañana al poner el huevo le volvía a salir de oro. El gallo se la pisaba con los ojos inyectados en sangre; la tenía de casera por alguna razón desconocida para la ciencia, no así para el instinto de la bestia de cresta colorada.
Ernestina se sabía la antigua fábula, que terminaba con una lección para el amo, no para la gallina. No era el destino trágico del plumífero lo que aquella vez le interesó destacar al autor, sino la codicia de su dueño. Como era muda, pero no tonta, dedujo que si continuaba escondiendo los huevos hasta que se mejorara tendría más posibilidades de vida que su antepasada mártir.
Una mañana entró la dueña de casa y le dijo, con estas mismas palabras:
-Ernestina. Ya no servís pa na.
Por la tarde llegó el marido de la siembra, cansado, hambriento. La mujer pelaba la gallina en agua hirviendo y al momento de limpiarle las tripas soltó un grito:
-¡Mira, Raúl, ven a mirarle la guata a la muda!
El hombre miró los huevos que aún permanecían adentro y exclamó, asombrado:
-¡Vieja, mataste la gallina de los huevos de oro!
Raúl y su mujer se fueron de hacha al gallinero y lo dieron vuelta hasta encontrar los huevos. Eran 25, de 24 kilates y excelente tamaño, más los que se alojaban en el vientre. En esos días el precio del oro estaba por las nubes. Fueron a la ciudad y los vendieron a magnífico precio. Con el dinero adquirieron tierras y obtuvieron ventajosos créditos para comprar maquinaria, animales y semillas. En menos de un año se transformaron en los agricultores más pudientes de la región.
Cada vez que los nuevos amigos le preguntaban a Raúl por el origen de su prosperidad les contestaba que su mujer había matado la gallina de los huevos de oro y se echaba a reír.
Moraleja: por angas o por mangas, la gallina de los huevos de oro sale perdiendo.

Carrusel de los animales

Una cebra transitaba confiadamente por la llanura sin dirección fija, pastando en los últimos restos de hierba que quedaban antes de que comenzara la época de la sequía. Había una dificultad intrínseca en su modo de vivir, pero ella no se daba cuenta. Cuando el verde mutara a amarillo y luego a ocre la cebra entraría en la desesperación provocada por el hambre y se internaría en zonas riesgosas, pero actualmente ni idea tenía de aquello.
Sin aviso alguno se le abalanzó una leona y le rasgó el lomo con las garras. Otras bestias que la acompañaban se le fueron directo a los genitales y así se consumió su vida, en segundos.
-¡Ay, que me matan! -alcanzó a gemir, dentro de un dolor insoportable del cual, sin embargo, no tenía conciencia alguna, de modo que podía soportarse con bastante resignación, valga la paradoja.
Los leones devoraron lo bueno; entonces aparecieron las hienas y se hicieron cargo de lo restante.
-Bastante tuvieron ya -murmuraban con el hocico lleno unas con otras, con indisimulada envidia por sus hermanos mayores, los reyes de la selva, quienes sin mirar atrás emprendían satisfecha retirada.
Pero faltaba el turno de los buitres. Éstos aparecieron cuando el aire los llamó para darles sentido a los restos, que se pudrían. De las hienas ya no quedaba noticia a esas alturas. Los buitres hundieron sus picos en lo más profundo de las vergüenzas de la cebra y de allí no salieron hasta un buen rato. No hablaban entre ellos. Los buitres son animales callados, dúdase de que posean siquiera capacidad de reflexión. Sólo actúan, conociéndose la contribución que con ello hacen a la ecología, pero jamás se ha podido comprobar qué fines únicos, personales existen en su manera de ser, tan sombría.
El carrusel de animales se completó cuando apareció otra cebra, esta vez una hembra, la cual miró a su caído compañero con completa indiferencia, ignorante de que alguna vez habían procreado a la cebra bebé que iba detrás de ella protegiéndose de los leones, que ya se empezaban a ver a la distancia.
Si una moraleja pudiese desprenderse de esta fábula, sin duda ella sería que el pensamiento del hombre es como una carrera de postas o un carrusel que contacta, pero a la vez incomunica a un animal de otro, de tal forma que todo pensamiento está unido al anterior por un hilo microscópico que se rompe al menor contacto, pero que a la vez no les permite huir, desbandarse, ya que cada cierto tiempo -pueden ser segundos, días o años- los animales vuelven a ocupar su puesto para ser desplazados al instante.
Así vivimos.

Las aves acuáticas y el pueblo de los enanos

Fulgores venidos del pantano, acompañados de evaporaciones nauseabundas, daban al cuadro una rara atmósfera antediluviana. De las aguas levantaban vuelo aves de alas membranosas. Algunas conseguían su propósito del despegue; otras sucumbían, víctimas de los chorros hirvientes. Pero las que se salvaban ya hacían número suficiente como para iniciar la guerra contra el pueblo de los enanos.
Fue aquella guerra de quinientos años un hito épico que convendría no olvidar: los enanos recién estaban aprendiendo a fabricar armas, de modo que podría decirse que el resultado de las batallas era imprevisible. A veces el campo quedaba sembrado de tripas, ya que a todo el resto del cuerpo de las aves los enanos les sacaban provecho. En otras ocasiones eran los pequeños bípedos quienes sucumbían bajo el poder de los ataques rasantes de los picos filudos. Entonces en los campos de batalla no quedaba nada de nada; salvo rastros de sangre que alimentaban a los insectos microscópicos que poblaban la tierra.
Está por verse, y es misión de los estudiosos, saber quién fue primero y quién venció, si los enanos o las aves acuáticas. La teoría que privilegia a las aves sostiene que la vida nació de las aguas. Organismos unicelulares evolucionaron, rompieron el muro líquido en que permanecían prisioneros y se ganaron la benevolencia de los cielos. La de los enanos dice que la vida irrumpió de las cavernas que conducen a las profundidades del planeta. Los enanos serían hijos del fuego derramado en ríos subterráneos; habrían nacido a sus orillas, donde el calor se hace soportable y desde donde se vislumbra, arriba y a lo lejos, un espejismo de luz que viene de los cielos.
Ambos pueblos, por lo tanto, estaban destinados a los cielos. Pero poco tardaron las aves en darse cuenta de que el cielo era una ilusión. Buscaron las ramas de los árboles y allí hicieron sus nidos. En cuanto a los enanos, no más salir a la superficie quedaron ciegos, uno a uno. Intentaron retornar a sus cavernas de fuego líquido, pero las caminatas a tientas llevaron sus pasos a otros lares. El tiempo los obligó a ganar altura y así fue como el hombre fundó su imperio en la faz de la tierra. Desarrollaron ojos imperfectos, muy parecidos a los del hombre actual.

El toro, la lechuza y la chibiricoca

Daba cornadas el toro al tronco de un árbol de la hacienda de su amo hasta que cayó de la rama una lechuza. Arrepentido de las consecuencias de su cólera sintió piedad por el ave, que aleteaba en la tierra sin poder levantar vuelo.
-Afírmate de mi anillo y ponte de pie nuevamente -le ofreció. La lechuza aprovechó la ayuda de buena gana.
-¿Por qué hacías eso?
-Hacer qué.
-Por qué corneabas el tronco.
-Mi amo me encerró en este corral.
-¿Y por eso tenías rabia?
-Sí, y porque no me salen las cosas.
-¿Y por qué no te salen las cosas?
-Porque no me salen.
-¿Qué edad tienes?
-Qué sé yo.
-¿Tienes novia?
El toro, imbuido aún por la culpa de haber sacado a la lechuza de su rama, aceptó pasearla por el corral en su gran cabeza, pero ya eran demasiadas las preguntas que le hacían. Además, el corral no ofrecía más variantes que el tronco del árbol. Todo lo que no fuese dar cornadas aburría al cuadrúpedo. La lechuza, ignorante de ese raciocinio nacido de las sensaciones y las ideas fijas, parecía sentirse bastante mejor que antes, montada en un toro que inspiraba respeto. Por ella habría cambiado para siempre su casa en la rama por la frente del toro.Pero acontecieron nuevos sucesos que habrían de reorientar el destino de esta fábula.
-Deja que la historia siga su curso y no pretendas conducirla -le propuso la lechuza, abriéndole la puerta del corral.
Maravillado, a la vez que asustado, el toro se abandonó a la sensación de vagar por el campo con la lechuza medio a medio de sus cuernos. Al verlo en libertad se le acercó una chibiricoca. Era ésta una especie sumamente voluntariosa y antojadiza.
-¡Hola, buen mozo!, ¿me llevas?
-¿Que no ves que voy con una lechuza?
-Puedes llevarnos a las dos. Nos vamos a portar bien.
-Bien, sube. ¡Pero sólo por esta vez!
-¡Ay, señor Toro! ¡Usted no cambia!
Toro, lechuza y chibiricoca se internaron en el bosque y allí retozaron. Cuando llegó la noche y vio que dormían, el toro las dejó abrazadas en un colchón de hojas y huyó en puntillas. Al salir del bosque aceleró la marcha para estar dentro del corral antes del amanecer. Le había gustado la aventura, pero echaba de menos las cornadas y sobre todo las razones que lo instaban a emprenderlas contra el árbol.

La luciérnaga, el tigre y la langosta

A los ojos del tigre, situados más allá del fondo de la selva, la luciérnaga parecía un bocado apetitoso, pues era fácil verla volando de aquí hacia allá, iluminando vanidosa los contornos tenebrosos del bosque, especie de faro diminuto del mundo nocturno, desafiando al destino. Tanto arriesgaba en cada vuelo que en las horas de inquietud se juraba no volver a encenderse, vivir no tan brillando.La langosta la veía desde el suelo y aprovechaba su luz para saltar. Siempre iba a la retaguardia, pero tras cada salto quedaba delante de los demás insectos y sobrevivía, sin fulgor, pero sobrevivía y eso era a la postre bastante más que algo. Miraba a la luciérnaga con cierta dosis de burla envidiosa, como si pensara: ya caerá. El tigre reparaba poco en ella.
Guárdate o lúcete. No quieras ser como el otro ni te vanaglories de ser quien eres. El destino se cumplirá de todas maneras. El tiempo es un tigre que a cada cual da su hora.

El gorrión y los dos temblores del cielo

Un gorrión volaba sobre su barrio de siempre cuando vino un temblor de cielo que le dejó el alma intranquila. Todo el aire había vibrado en torno a él y sin embargo, nada de aquello se palpaba. No había a qué apelar para recuperar la irresponsable cordura. Las ondas que le distorsionaron la visión iban ya muy lejos; pero quedaba la reverberancia.
El panorama se le antojó pálido y brumoso. El mismo sol brillaba menos, como si lo tapara una nube.
Sobrevino entonces un segundo sismo en el cielo, que acrecentó su malestar. Dos temblores en un solo día. Muy raro fenómeno, pero no imposible. Ha habido casos.
El gorrión se refugió en una rama a capear la segunda vibración, que duró unas cuantas horas. No era momento de buscar gusanos enroscados ni de batir las alas, pero ¡cuánto echaba de menos su rutina!

Noé y los dinosaurios

Luego de que todos los animales descendieron, uno por uno, el Arca de Noé quedó vacía. Noé se irguió en la proa a contemplar cómo se iban desperdigando las parejas, intranquilo, con cargo de conciencia.
La obra, acabada, es fuente de conflictos.
Le pesaba haber dejado a merced de la lluvia a los dinosaurios. Los imaginaba en el momento de la muerte, pataleando en unos remolinos tortuosos hasta ahogarse de tanta agua que tragaban, manadas completas bajo el mar, como sombras verdes que se pierden en las profundidades, primero visibles, después borrosas, luego imaginarias. Miles de dinosaurios, ¡cientos de miles!
Haber salvado aunque fuese a uno -se decía-. Pensando siempre en hacer el bien seleccioné a mi gusto, con toda buena intención; elegí, cuando nadie me había dado esa misión. ¿Y qué he conseguido? Cambiar la faz de la tierra, nada menos. Era uno más de tantos, pero me arrogué derechos, o creí que me los daban; me habrán de arriba embolinado la perdiz al tiempo que me ungían, esa habrá sido la causa de lo que hoy lamento tanto.
Así se sentía Noé. Y así atardecía aquel día en el planeta...

El camaleón y la mano

Inquieto el camaleón por no encontrar el tono exacto reposaba en la rama antes de cazar su insecto.
-Muy verde -decía.
-Ahora muy ocre.
-¡¿Es que no hay un tono que me venga?!
Era egocéntrico, más que vanidoso. Hablaba solo. Se desesperaba a ratos. Vivía pensando en el tono, como si el tono fuese la razón de vivir. Para él lo era, porque al nacer lo habían bautizado con agua bendita del lago de la perfección.
-¡Cuál es mi color! ¡Cuál es mi color!
Acertó a instalarse bajo el árbol un mendigo de mano deforme. Pedía por su mano. El camaleón lo consideró una persona digna de estudio.
-¿Cómo has hecho para tener esa mano?
-Me fue creciendo sin parar. Es demasiado el pesar que le debo.
-Es bastante imperfecta.
-No sólo es imperfecta, señor Camaleón. También duele.
-Pero vives gracias a ella.
-¿Es esto vivir? Vivo de la compasión. Nadie ha vuelto al pasado ni anulado su dolor por la piedad humana. Usted dispone de un arcoiris de colores para cubrir su piel. Su desesperación cotidiana consiste en elegir. Yo no puedo hacerlo. Ya me quisiera esa vida.
Los autos se detenían en la esquina. Unos le echaban una moneda en la palma, otros no. Todos le miraban la mano. El camaleón se entristeció, al constatar que el mundo era injusto con el mendigo enfermo.
-Creo que para esta mañana me conviene el gris perla -se dijo.
-Sí, le viene -acotó el mendigo.
Pero ya no podía ser el mismo de antes.
Por la noche, angustiado, rompió las reglas en las que había vivido encarcelado, perfecto. Se desprendió de su piel y la echó al viento. Sabía que ese gesto le costaría la vida. Cada escama cayó en un mortal y lo tiño de un color diferente. Antes de morir exclamó, gozoso:
-Gracias, mi Dios, por estar viendo esto que veo.

El mirlo en problemas

Hallóse en problemas el mirlo al coger un libro escrito en el idioma del loro. Vivían en regiones diferentes; el mirlo en tierras bajas, en loro en bosques al pie de la montaña.
El libro se trataba de un ave que desde su rama miró hacia arriba y vio a otra ave que volaba muy alto en el cielo y al verla volar tan alto sentía curiosidad y envidia. Bloqueadas las zonas del cerebro que les dan fluidez a las lecturas y sin diccionario al que acudir, malentendió el mirlo un par de palabras del texto y otro par se le fue en collera, de modo que el argumento que le entró en la cabeza fue este otro:
Un pájaro buscaba en las cosas la razón de la vida, en lo más profundo del paisaje, en los silencios de las montañas nevadas y en las vírgenes tinieblas de las aguas del mar. Situado por Dios en este último lugar, al que jamás hubiese podido acceder por sus propios medios, logró encontrar lo que buscaba y se sintió feliz. Quedó paralizado ante la esencia que no se vertía sino que se aislaba, se confinaba en el núcleo del agua marina, y disfrutó de la verdad. Pasaron diez minutos y el ave no se movía. Pasó media hora y el ave no se movía. Pasó una hora y cuarto y se cansó, comenzó a inquietarse. Cuando la verdad se le hizo insoportable retornó a su rama.
De esta mala lectura sacó el mirlo la siguiente enseñanza:El Todopoderoso puede ser nombrado de muchas maneras. Dios, Júpiter, Yahvé, Neptuno, Tláloc, Belenus, Sakpata, Horus. Si un ave cree en Yahvé y le reza a Neptuno comete herejía. Se le debe rezar a la imagen que cada ave guarda de su Dios. Si fue escuchada la plegaria es que el ave se lleva bien consigo misma, con la divinidad que hay en ella: he allí la razón de la vida. Pero si no cree en nada, entonces debe buscar la verdad en el paisaje.

La mosca y el sol

Era invierno y una mosca entumida voló al sol. Había avanzado menos que lo suficiente cuando detuvo su trayecto. Yo hasta aquí nomás llego, se dijo. Desde su posición vio que el mundo era otro y eso la llenó de terrores. Bajó como pudo y se salvó de milagro. Aterrizó en unas heces de perro. ¡Éste es mi lugar!, exclamó.

La araña y el hombre

Una araña del porte de un poroto saltó de un libro y mordió la mano del hombre que lo sostenía. Luego corrió a refugiarse en los pliegues del lomo.A los pocos días el hombre murió de una insuficiencia renal y fue enterrado con gran pompa, porque era un hombre de poder. Expresamente solicitó que se escribiera en su lápida: “El gran enemigo es fuerte y el pequeño es venenoso. El primero nunca pudo hacerme daño. Por el segundo estoy aquí”.

El zorro y la gamuza

Cuenta La Fontaine que una linda gamuza cayó en las garras de un zorro, quien tan cierto de ella se sintió que la dejó vivir un tiempo, para disfrutarla mejor. Al cabo de unos meses la gamuza huyó por una descuidada abertura en la guarida. Perderla y largarse a llorar fueron una sola cosa para el confiado animal. Noche a noche la llamaba en voz alta y detenía a quien se topaba en el bosque para contarle su drama, que se le figuraba único, inmenso y desafortunado. Eso fue hasta que se encontró con el búho, juez de la región, quien le refirió una historia ejemplarizadora que acabó para siempre con sus lamentos.
Esto le dijo el búho:
Hubo entre los humanos un rey moro al que llamaron Boabdil. El monarca se entregó a las fiestas y acabó perdiendo su reino instalado en Granada. Camino a su destierro observó por última vez su palacio, suspiró y rompió a llorar. Su propia madre, desterrada junto a él, lo volvió a la realidad con estas palabras: “¡Llora como mujer lo que no has sabido defender como hombre!”.

El sátiro y la luna negra

Jugaba al amor el sátiro Sileno cuando del monte salió la luna veleidosa y se prendó de sus ojos y de sus piernas velludas. La luna, que se llamaba Selene y ese día era más negra que la boca del lobo, sintió celos de las ninfas que le robaban la energía a su amado, en medio del bosque. Envidiosa, bajó del cielo y lo cubrió con su cuerpo. El fauno se durmió al instante y Selene también, abrazada a él.
Durmieron quince días juntos, Selene y Sileno. El sátiro despertó en mitad de la noche y al darse la vuelta, un brillo nunca visto lo encegueció al momento. Era la luna llena. El sátiro aulló y le dio coces y golpes de puño, para espantarla. La luna se asustó y voló a ubicarse en el firmamento. El sátiro quedó ciego para siempre y la luna, cubierta de moretones.

La moraleja y la fábula

Esta historia es muy antigua, del siglo pasado, y me la contó una artesana.
-Saque la libretita, me dijo de repente.
Lo hice y comenzó. Era de noche.
No siempre la moraleja y la fábula se llevaron bien. La moraleja vivía picá porque le daban dos líneas del cuento. La fábula se lucía con prestancia y elegancia; la moraleja sacaba un remate corto pero nadie entendía nada.La vieja prácticamente me dictaba; a cada momento inclinaba la cabeza para ver si de verdad yo copiaba tan rápido como le aseguraba que lo estaba haciendo. Continuó:
La moraleja, que era la débil, se la hizo por detrás. Le fue con un cuento al diaulo y el diaulo la consintió. Déme la principale y yo le daré mi alma, le dijo al diaulo. ¿Y qué vai a enseñare? (el diaulo le respondió). Que el que vive a la sombra, de frío se muere. El diaulo le dijo que bueno y la moraleja se puso a hablar.
-¿Y qué fue lo que enseñó la moraleja?, le pregunté, más para descansar la mano que por interés personal.
-Anote, que esto dijo:
Mil y más años de historia han pasado y sigo en la última fila, de atrasito, enseñando por lo bajo. Pero ahora les digo de las primeras que el que vive a la sombra de la sombra, de frío se muere. Me abrí paso y salí al sol a dar la cara. Hagan ustedes como yo y serán más felices.
La gente se aburría con su historia. La gente quería ejemplo. Pero la fábula, que por primera vez había quedado al aguaite, se hacía de rogar, porque no es bueno saltarse al diaulo. Así que recién cuando la moraleja no tuvo más que decir, habiendo dicho lo mismo tres veces, la fábula le pidió el micrófono.
Esto habló la fábula:
Cansada la lagartija de vivir junto a la hiedra, un día subió a la pandereta a tomar el sol. Tanta calentura la trastornó y embriagada de sueño la reptilesa se durmió. Entonces vino un gato y se la comió.
-¡Me han traicionado, señor diaulo! ¡No se junta bien con mi enseñanza! -saltó la moraleja.
-Chi. Teníai tu güena sombra y vivíai de lo más bien, pero queríai sol. ¿No vís lo que te pasó por gila? -le contestó Belcebú.
El público se reía y a la moraleja no le quedó otra que volver a la última fila.

La gaviota trastornada, la feria de los animales y el albatros

(Para hacer pareja con La gaviota, la ballena y el albatros)

Una gaviota arribó una mañana de sábado a la gran feria de los animales, que se celebraba en el puerto. Levantó una tienda y se paró en un piso a declamar poemas épicos a cambio de sardinas. Contó la historia del albatros que cazó a una ballena, relato que despertó notable interés en buena parte de los presentes, que se arremolinaron alrededor del puesto para escuchar la narración. Extasiados la oían el león, el cordero y las hormigas, de lo más amigables. También paraban las orejas el elefante, la vaca y el perro; junto a ellos una gata vanidosa lucía su camada que la comadreja admiraba sin deseo, tal era el poder de la leyenda. Sin embargo la situación tomó otro cariz cuando la gaviota acabó jurando haber sido testigo de la escena. Los animales rompieron a reír, la tomaron por loca y se desperdigaron. La gaviota protestó y fue detrás de ellos uno a uno para reafirmar su verdad. La gata alejó a sus críos, la vaca la apartó de un solo coletazo, concentrada en el remate de un fardo; el perro le ladró, hambriento ya a esa hora del día; mientras las hormigas formaban larga fila en un tarro de basura. Nadie la escuchaba. La gaviota trastornóse, pues no había modo de convencer a los demás de que su cuento era real.
Quiso el destino que acudiera a la feria el albatros, siendo recibido como gran caballero. La gaviota saltó de gusto y reunió de nuevo a la audiencia original, no sin caras promesas. El albatros, que además de gigante era ducho, se informó del embrollo, miró a su alrededor y luego habló:
-Creedle a la gaviota lo que cuenta -eso dijo, pero mirando de lado y con sonrisa maliciosa.
Los demás entendieron el mensaje y le palmotearon la espalda.
La gaviota iba de feria en feria rememorando la historia, pero el público mermaba, enterado de su mal.
Esto enseña que quien se obceca en su verdad gana menos que aquél que la disfraza de mentira.

La gaviota, la ballena y el albatros

Refocilábase de su suerte el albatros al abrir sus alas en medio del océano. Viendo pasar a una gaviota le ordenó:
-Ábreme paso.
La gaviota tuvo que hacerse a un lado, obligada por las circunstancias, mas antes de que el gigante alado desapareciera de su vista alcanzó a decirle:
-No te creas que eres el más grande. La ballena te supera en mucho.
-¿La ballena? -dijo éste- ¡Pero si apenas es una cosita diminuta!
Hablaba por lo que veía desde el cielo. La gaviota lo azuzó:
-¿Diminuta? ¡Ve y cázala entonces, y me das de comer!
Tamaño desafío inflamó el pecho del albatros:
-¡Espera, no te vayas, que te la traigo en un momento!
La gaviota lo esperó planeando a gran altura, muerta de la risa. Mas sucedió que al cabo de dos minutos el albatros apareció de vuelta, trayendo en su pico a una ballena. “Aquí hay gato encerrado -pensó la gaviota, humillada dos veces-; si no lo viera con mis ojos no lo creería”. Desde ese día contó a quien quisiera escucharla que nadie superaba en tamaño al gigante de los mares, pero los demás la tomaban por loca.
La doble moraleja que mi entendimiento le saca a esta fábula es que para el osado todo es posible, mientras que el descreído suele ser víctima de su estrechez de seso.

La sirena y el pez buzo

Antes de que se transformara en pez buzo, el pez buzo era un pez normal. Nadie sabe qué le atrajo de las profundidades, pues a muy pocos peces les atraen, quizás porque están poco preparados para ellas. El pez buzo no lo estaba, de allí que las primeras incursiones lo dejaron resollando. Como pudo se consiguió prestado un tanque de oxígeno y a los pocos días era de nuevo el mismo. Pero eso de las profundidades desconocidas le había quedado gustando. Sentía que en la oscuridad se establecía una conexión misteriosa entre él y el mundo; algo que ignoraba hasta ese momento. Pero intuyendo el peligro, las evitaba.
Años después el pez buzo se transformó en un vicioso de las zonas abisales. Conoció a los monstruos marinos, los identificó, los clasificó y terminó convirtiéndose en uno de ellos. Primero le llamó la atención un contorsionista de aleta transparente y boca de caballo llamado Bebú; más abajo pudo apreciar al Bacalao submarino, un bacalao de branquias adaptadas a las intensas presiones que se dan más allá de los 3 mil metros de profundidad. Aún más abajo, la Garza con peluca le fue muy obsequiosa durante meses, al igual que la Reina africana del Caribe, que no se cansaba de adularlo. La singular Misionera del rapaje quiso devorarlo de una dentellada luego de invitarlo a copular entre los restos de una fragata española, pero el pez buzo intuyó la trampa en el último segundo. Diente de choclo vivía en la más completa oscuridad pero se le figuró tedioso; no había mayor magia en su cuerpo decadente. Develado el misterio global, humanizados los extraños peces, el pez buzo entró en una etapa de desgano existencial. Sus incursiones se hicieron cada vez más espaciadas, pero aunque ya casi no le quedaba monstruo por conocer seguía insatisfecho.
El día final resolvió descender hasta el fondo, hasta la base del abismo, aunque ello le costara la vida. Lo hizo y conoció por primera vez el terror de la incertidumbre que genera el verdadero misterio, no el de los cuentos, sino el que nace en lo desconocido, se desarrolla entre sinrazones y desemboca en lo irreal. Fue entonces cuando apareció una sirena. Era tan hermosa que las aguas se abrían ante ella cuando avanzaba dentro del océano, produciendo resplandores lechosos que herían la vista del pez buzo, acostumbrado a las sombras perpetuas.
Se hizo a un lado y trató de evitarla, avergonzado de su condición, pero la sirena nadaba directamente hacia él. Lo tomó de la mano, se pegó a su cuerpo y ambos subieron a la superficie, el pez buzo enteramente entregado al poder de su belleza y de su amor.
Al contacto con el aire el pez buzo se hizo polvo. La sirena bajó a cazar a un nuevo condenado. Era el objetivo de su vida mitológica, pero no le gustaba tanto.

Monólogo del camaleón

La luz me hace ser así. Para unos soy verde, para otros, café. Mi color verdadero no existe. Un día dicen que me vieron vestido de color lila. Habrá que creerles, no soy quién para andar haciendo desmentidos.
Probablemente las nubes me aclaran y el sol me oscurece. Lo que sí queda fuera de toda duda es que mis ojos se mueven uno para un lado y el otro para el otro lado, de tal modo que veo dos escenas diferentes a partir de mi mismo cuerpo, lo que casi ninguno de los animales que pueblan este lugar tan inmenso y descarado es capaz de hacer.
Cambio de colores según mis deseos. Si quiero moscas evito el naranja. Si apetezco polillas nocturnas busco el acomodo en el azul profundo mezclado con un toque de amarillo intenso, que las atrae.
Los míos no logran acostumbrarse a estos cambios; han terminado por hacerse los cuchos. Cuando se trabaja de esta forma hay que estar preparado para todo. No obstante, es demasiado el peso de no ser uno, nunca. De allí que la estadística privilegie el número de camaleones que acuden al siquiatra, al confesionario y a la dosis desmedida de barbitúricos en busca del sueño eterno, en ese mismo orden. Yo estoy entre los segundos. De vez en cuando, en momentos en que apremia el quejido interno, acudo al sacerdote y le cuento mis penas. El Padre, que siempre es el mismo, pareciera ser también de mi especie, pues varias veces he visto aparecer por debajo del confesionario una cola de distinto brillo. La última vez fue verde oscura y la penúltima, fucsia.
En esos momentos de mi cambiante existencia mantengo mis colores pero varío de estados de ánimo: del éxtasis a la derrota hay un solo paso. El éxtasis me conduce a la incandescencia del pánico y la derrota me lleva al amor autoinmolante. Cuando me arrepiento de ser como soy es cuando estoy más cerca del amor y cuando vivo con pasión los cambios de color es cuando más cerca estoy del tenebroso vacío. Ambas sensaciones son la misma cosa; entonces acabo por asumir mi condición.

El loro y la cacatúa

Sentáronse a conversar el loro y la cacatúa. Disponían de un día completo para llegar a un acuerdo, mas al cabo de apenas dos horas ambas aves se pusieron de pie y se marcharon, una hacia el norte; el otro hacia el sur: la cumbre terminó en fracaso; ni siquiera se habían entendido.
El loro hablaba un lenguaje docto, filosofal. La cacatúa lo hacía como el pueblo, en metáforas. Por decir una cosa decía otra. Éste fue el postrer diálogo que puso punto final a la conversación.
El loro:... Pero estará usted de acuerdo al menos en que perteneciendo ambos al orden Psittaciformes en el reino animal y siendo nuestras familias vecinas, deberíamos razonar en forma similar y con el mismo lenguaje, estimo yo.
La cacatúa: Déjese de cuentos, doctor Loro, y hable claro. ¿Ve una luz de esperanza en esta huifa?
El loro: ¿Hablar claro? ¿Luz de esperanza? ¿Cuentos? ¿Huifa? Permítame discrepar del modo en que materializa su razonamiento. La esperanza es un sentimiento, una actitud, una virtud o un defecto y por lo tanto no se le puede dar una forma física, la de la luz, que es, como usted sabrá, una radiación electromagnética en el espectro visible. El “hablar claro”, utilizando la misma comparación, equivale a combinar dos campos del saber que no son comparables. Cuento es un relato literario con pretensiones estéticas, artísticas. Y sospecho que “huifa” es una palabra inventada, de la que no haré mayores comentarios porque no figura en mi léxico.
La cacatúa: No estoy ni ahí con su discurso, doctor Loro. Aquí cada uno ara con los bueyes que tiene.
El loro: Disculpe usted, pero yo no puedo arar porque no soy campesino. Además, carezco de bueyes.
La cacatúa: No se me haga el leso, doctor Loro, y vaya al grano.
El loro: Lo que dije, lo dije muy consciente de mis actos. Y no me hago el leso, porque la lesera no se fabrica, sino que reside en una zona del cerebro aún desconocida para la ciencia. Y al grano iré más tarde, a la hora de la cena. Pero dígame, ¿dónde aprendió usted a hablar así?
La cacatúa: No sé hacerlo de otro modo y me las arreglo lo más bien para que la gente me entienda. Ya me tiene hasta más arriba del paracaídas, doctor Loro, con sus dichos de Platón.
El loro: Vaya, vaya. Cada vez la entiendo menos. Ha dicho que “me las arreglo lo más bien”. ¿Cómo podría una cacatúa “arreglárselas lo más bien”? ¿Habrá querido decir que su persona se halla en estado de reparación? Ha añadido algo asaz complejo, que supera mi capacidad de comprensión. Ha dicho “para que la gente me entienda”. Hasta donde es sabido el proceso de entendimiento no es propio de una colectividad sino del individuo, de modo que si “la gente la entendiera” estaría afirmando que la gente piensa como si fuese un solo individuo. Y qué decir de aquello relativo a un paracaídas o la alusión extemporánea al filósofo Platón...
La cacatúa: Me sacó de quicio, doctor Loro. Váyase a la punta del cerro, que yo me marcho a cacatuar con mis amigas, quienes me esperan en el casino para tirar unas fichas a la máquina.
El loro: ¿Tirar fichas? ¿Punta del cerro? ¡Qué lenguaje más extraño, por Dios!, digo esto en el entendido de que Dios exista, claro está...

La lechucita y el dinosaurio

Esta fábula aconteció en tiempos prehistóricos.
Un dinosaurio deambulaba errabundo por el bosque, buscando algo que comer. Desde la rama más alta de una araucaria una lechucita lo miraba. No la confundamos con el búho que miraba al bicho, porque ése era un búho pájaro, un búho inefable. Diferenciémosla también del que atendía al león, que era un búho siquiatra. Ésta era una lechucita chinchosa, una lechucita dispuesta.
-¿Qué buscas, viejo dinosaurio? ¿Te puedo ayudar en algo?
-Busco a una esclava que me dé de comer.
-¿Y para qué necesitas una esclava que te dé de comer si puedes comer con tu enorme hocico lleno de dientes, viejo dinosaurio?
Le provocaba llamarlo así.
-Es que se me han caído varios. Baja y míralos por ti misma.
-¿Mirar qué?
Sin embargo la lechucita descendió, revoloteando, y se metió de lleno en el hocico del dinosaurio. El monstruo antediluviano cerró la boca y la lechucita se quedó bien guardada, disfrutando de esto tan raro que era estar dentro de las fauces de un animal destinado a desaparecer. Permaneció allí varios días y le gustó. Conoció sus vísceras y sus intestinos por dentro; hasta picoteó sus genitales. Cuando le daba la gana de hurguetear en ellos el dinosaurio se largaba a reír sin motivo, en medio del bosque. La consecuencia era que los demás animales huían porque pensaban que se había vuelto loco.Un día el dinosaurio se miró los dedos y descubrió que le estaba dando artrosis. Se sentó a descansar, bastante desanimado. Pensaba que de allí en adelante la vida se le tornaría cuesta arriba y ya nunca más podría siquiera soñar con ser feliz.
-No te apenes -le dijo la lechucita. Yo uso este bastón desde que soy chica y eso no me impide volar. ¡Obsérvame!
La lechucita emprendió el vuelo con bastón y todo y alcanzó su nido. Era un nido cálido pero algo triste, con una lámpara de pie a la usanza antigua y un choapino redondo de adorno.
-No te atormentes, viejo dinosaurio, y cada vez que sientas pena acuérdate de mí -le dijo.
El animal le agradeció el ofrecimiento, pero entonces ocurrió algo inapropiado: como ya era hora de dormir se desnudó delante de ella hasta quedar en pelotas y luego se puso el pijama.

El zángano y las abejas

No todos los zánganos son indolentes. Este zángano se esforzaba en hacer lo mismo que las abejas, pero no le resultaba de buena manera. Iba y venía entre ellas, las husmeaba, intentaba caerles en gracia, a veces fabricaba celdillas irregulares o cargaba polen de una flor a otra, pero el polen se le iba a la tierra e inevitablemente el zángano acababa el día echado en una hoja cualquiera.
Es que no le veía asunto a tanto afán. Su razonamiento era el siguiente: sí, se levantan y lo hacen. Lo hacen para vivir, pero terminan viviendo para hacerlo.
Las abejas no se permitían preguntas. Eran hacendosas. Un botón de muestra: el primer mandamiento, instalado dentro de una pequeña tabla ubicada sobre el velador del dormitorio de toda abeja, de modo que es lo primero que ve al despertar, dice así: Hay que hacer. El segundo dice Debe hacerse. El tercero, Primero trabajarás, luego gozarás. El cuarto, Amarás al grupo como a ti misma. Y así hasta llegar al décimo: Al final del día dormirás como un lirón.
El asunto fue que una noche el zángano les preparó una función que a las abejas divirtió mucho. La Reina aplaudía a rabiar. Su espectáculo se basó en la triste historia de un artista que descubre que él y los de su raza son simplemente seres incapacitados para vivir, porque el humilde oficio que desempeñan es contar la vida que otros viven y que ellos solamente son capaces de intuir. El monólogo concluía con los siguientes versos: “Vivan pues, hermanas abejas, que yo contaré al mundo vuestra historia”.
A la salida de la función las abejas se acercaron al zángano y le fueron preguntando para callado, una a una, si las podría incluir en futuros shows con nombre y apellido. Dándose cierta importancia, el zángano les negaba la posibilidad, con una sonrisa deprimida. Pero cuando la Reina lo mandó a llamar no pudo evitar hacerle la promesa.
Al día siguiente nadie se acordaba de nada y todo volvió a ser como siempre.

El bicho y el búho

Un bicho salió y miró; luego se volvió a entrar. Al rato volvió a salir. Giró la cabeza hacia los cuatro puntos cardinales y se entró. Diez minutos después repitió la operación.
Un búho lo miraba desde una rama. El búho miraba fijo, sin cerrar los ojos. El bicho salió por cuarta vez; miró a todos lados y se entró. El búho no se movía.
Llegaba la noche.
El bicho salió. El búho lo miraba fijamente. Luego el bicho se entró. El búho no se movía.
Dieron las doce. Era una noche sin luna.
El bicho salió, no vio nada y se entró. El búho ya no estaba en la rama. Había echado el vuelo.
Pasaron algunos minutos cuando algo se movió en la tierra, unas ramitas milimétricas. Era el bicho, que salía y entraba de nuevo.
Dieron las seis de la mañana. Cantó el gallo.
El bicho salió, miró la mañana y se entró. Diez minutos más tarde repitió el proceso: emergió, miró a todos lados y se entró. El búho había vuelto a su rama luego de su excursión nocturna. Miraba fijamente al bicho cuando éste salía.

El grillo, el toro y el ornitorrinco

Pastaba un toro en los campos del sur cuando se le alojó un grillo en la oreja. Comía en exceso el toro y el grillo le hacía cri-cri. Miraba el toro a las vacas y el grillo decía cri-cri. Bebía unos tragos de más el toro y el grillo le hacía cri-cri. Quería echarse el toro a dormir en la noche de luna pero el grillo le hacía cri-cri.
-Qué molesto este pitito que tengo en el oído -se decía.Aguantó hasta que pudo. Cuando no pudo más se dijo:
-Mañana mismo iré a verme la oreja.
Al día siguiente leía la revista Cosas en la sala de espera del doctor Ornitorrinco. La secretaria lo hizo pasar luego de un buen rato. Tras los saludos de rigor, el toro echó afuera:
-Tengo un pitito en el oído, doctor.
-A ver a ver. Momentito, espere usted. Voy a examinar.
El viejo galeno le introdujo una pinza que hizo saltar a su paciente. Luego de un momento exclamó:
-¡Pero si es sólo un grillito!
Erradicado el majadero cri-cri, el toro se sintió dichoso. El doctor Ornitorrinco se complacía de su hallazgo.
-¡Mírelo como patalea el pobrecito! Le habrá estado limpiando la conciencia, porque ya le llevaba comido medio cerebro.
No más escuchó a su médico el toro decayó de ánimo. (Con la mitad de cerebro que le quedaba razonó: si el grillo sigue comiendo llegará al último seso y aquello aliviaría males que antes no pensaba que tenía, pero ahora sí. Y ya que esta paradoja me pone entre la espada y la pared, la verdad es que prefiero el pitito). De modo que le dijo a su doctor:
-¿Puede hacer que el grillo coma hasta dejarme el puro seso del instinto?
El doctor se encogió de hombros:
-No hay quien entienda a los toros, ya me lo había advertido mi mamá.

El león, el búho y los antílopes

Pastaban a placer los resignados antílopes; el león les echaba un vistazo indiferente desde la colina. “Coman nomás -pensaba el rey-. Cuando estén gorditos no podrán correr y saltar con tanta gracia”. Así se lo llevó, durante años, devorando y bostezando, hasta que una ley nacida de la presión de los animales de la selva, llamada “Ley de piedad hacia las bestias”, lo obligó a pegar un ultimátum en el tronco de una acacia cada vez que tuviera el propósito de llenar su estómago.
“Esta noche empezará la caza”, decía el último de ellos. Los antílopes, bien organizados, se fueron temprano y al salir la luna el león se encontró en medio de la sabana vacía, habitada a lo más por sapos y culebras que se reían en secreto de su monumental fracaso.
Hallándose en apuros, el rey pidió hora con el búho, pero tuvo que esperar hasta el martes, porque estaban copadas. Cuando apareció en la consulta estaba ojeroso y flaco. El búho se alarmó.
-Ha esperado mucho tiempo para venir -lo reprendió.
El león le contó entonces su drama. Esto le dijo:
-Quisiera saber desde cuándo y por qué mi poder perdió valor. Mantengo mis garras y colmillos, pero no me dan para comer.
-Su drama es muy sencillo -diagnosticó el búho, en segundos-. Se inició el mismo día en que los animales, verdes de envidia, quisieron ser como el hombre y lo consiguieron. Eso nos trajo montones de ventajas, pero un sinfín de paradojas. El mundo se llenó de antílopes y usted no tiene qué comer, he ahí una de ellas.
-¿Y qué he de hacer? -preguntó el rey.
-Es cosa suya. Usted verá.
-Gracias -dijo el león y se fue.
Esa noche tuvo insomnio.

El gusano y el águila

Érase una vez un hombre que solía reservarse el momento central de las manifestaciones para contar la fábula del gusano y el águila. Se le conocía en el gremio periodístico por su capacidad de oratoria, su actitud siempre dispuesta a hacerle el quite al trabajo y cierta tendencia a ver a los demás un poco por encima de sus hombros. Celebrárase lo que se celebrase y despidiérase a quien se despidiese, el hombre se ponía de pie y hablaba a una mesa que a esas alturas exigía circo, satisfecho ya el apetito, mas no aún la sed. Su relato arrancaba grandes aplausos a quienes escuchaban la historia por primera vez, y alegres carcajadas a quienes se la sabían de memoria y comprobaban una vez más con qué ingenio lograba acomodar la moraleja a la ocasión.
Tratábase la fábula del clásico gusano de esfuerzo, aquél que se empeña en subir y llegar al pico más alto de la montaña, donde sólo las águilas pueden tener su nido. Tras mil peripecias -en las cuales el orador impajaritablemente aludía durante un recoveco de la historia al mito de Sísifo- el gusano lograba llegar a la cima, con humildad y firmeza, no arrogancia, no soberbia. Era el gusano de la misión cumplida, con el que por arte de magia terminaba identificándose toda la asamblea y por supuesto el festejado, en cuyo honor había resucitado la fábula.
En cuanto al águila, la podía pintar con caracteres humanos virtuosos o malvados. Desde luego se trataba de un animal poderoso. A veces incrédulo, a veces soberbio, a veces realista. Representaba el papel de los que piensan que ellos y sólo ellos nacieron para estar en la cima, y que por ocupar dicho sitial durante generaciones se les antoja absurdo que alguien de diferente naturaleza siquiera aspire a intentar el trayecto.
Pero el gusano llegaba, después de años de sangre, sudor y lágrimas. Y al llegar, el águila todopoderosa aprendía la lección. No recuerdo bien si lo felicitaba, le hacía un espacio o le dejaba su puesto para que hiciera lo que quisiera. Pero no se lo comía, que habría sido lo lógico.
Hace pocos días vi caminar a este rey de la palabra por el Paseo Huérfanos. Lo hacía con extrema dificultad y unos 30 kilos menos, debido a un mal incurable que ya me habían comentado que padecía. Lucía verdoso y huesudo y ocultaba bajo las cuencas cavernarias unos ojos que apuntaban al suelo con pesar. Su mirada pícara y firme se había marchado para siempre. Era evidente que el águila, que resplandecía en la montaña, le había ganado esta vez el duelo.

El cernícalo, la iguana y la palmera

Desde un picacho, un cernícalo oteaba el horizonte en busca del alimento que hace varios días le exigía la tripa. Sobre una hoja de palmera dormitaba una iguana. Era una iguana hembra, de carne apetitosa y más de metro y medio. El cernícalo dudó: ¿me tiro o no me tiro?
Iba a lanzarse al vacío cuando cometió el error de preguntarse dónde estaba. Ahí comenzaron sus problemas.
Hojeando un libro concluyó que de acuerdo con su posición en el espacio se encontraba en la precordillera chilena, en el Cajón del Maipo, pero la página siguiente le recordó que la palmera es una especie de las Canarias, de modo que resultaba técnicamente imposible que allá abajo hubiese algo así. El sentido común le aseguraba además que una hoja de palmera dificultosamente hubiese podido sostener a una iguana de esas proporciones. Para colmo, una iguana hembra de metro y medio no podría estar dormitando en otro lugar que no fuera la selva mexicana.
“El hambre me está volviendo loco -se aterró el cernícalo- pero aun así juro que lo que vivo es realidad”.
Le gritó a la iguana:
-¿Estás ahí?
La iguana contestó:
-Estoy calentita. Ven si quieres, pero ten cuidado. Además, no sé si pueda acogerte en esta rama (era una típica iguana mexicana).
El cernícalo, que no quería formar nido sino comer, le dijo:
-Qué raro que estés.
La iguana contestó:
-Pero estoy. Y qué (era una iguana de carácter).
Es bien sabido que a diferencia de los animales, los árboles no hablan, pero para el caso de esta fábula la palmera habló. Y fue la más juiciosa de los tres:
-No se hagan problemas de corte filosófico en este mundo global, pero tampoco se dejen llevar por espejismos -les dijo.
El cernícalo interpretó a su modo estas sabias palabras y se lanzó sobre la iguana como un rayo, pero pasó de largo.

La cigarra y el palote

Una cigarra cantaba alegremente. Anunciaba el inicio de la primavera. Camuflado en la misma rama rezaba un palote vestido de obispo. El canto de la cigarra desconcentró a su vecino, quien giró su cabeza y la dirigió al insecto vocinglero.
-¿Cantas, hija mía? Parece que hablaras.
-Canto hip hop, Padre.
-Pero a los ojos de Dios eso no es música. Arruinarás la primavera.
-Se equivoca, Padre. Mire hacia abajo. ¿Ve el auditorio? Tengo a miles de animalitos cantando y bailando conmigo. Han pagado por verme.
-¿Cómo lo lograste?
-Muy simple: está de moda.
-Enséñame cómo se hace.
-Es fácil. Acérquese y formemos un coro. Yo digo dos veces ákale-keákale y usted dice dos veces ákale-keá.
El palote se acercó y con sus dos patas frontales agarró a la cigarra y se la comió. La audiencia huyó, espantada, y el palote volvió a rezar, pero como notaba que le iba dando sueño suspendió un momento su oración y puso un disco de Bach, Pasión según San Mateo.
-Qué rápido que pasan las modas -reflexionó antes de iniciar la digestión.

El gato y el camello

Un gato que vivía en el altiplano dignose a bajar a la playa y allí se encontró poco antes de las seis de la tarde con un camello que comía de un fardo. El gato, que no estaba acostumbrado al nivel del mar, comenzó a sentir escalofríos.
Era de nacionalidad boliviana.
Corría de allá para acá y veía visiones. Al camello le vio cuatro jorobas en vez de dos. El mar se le antojó el gran lago Titicaca, pero al beber de sus aguas vomitó instantáneamente. El camello comía con los ojos entornados y ni siquiera lo miraba. Era un camello de verdad, no una llama ni una alpaca, como pudiera creerse: pertenecía al circo Los Tachuelas, que andaba de gira por el norte.
El gato hiperkinético se puso a hacer ejercicios. Pensó que así disminuiría su exceso de energía y volvería a sentirse como antes; o sea, bien. No sospechaba que los minutos que le restaban a su vida sumaban un solo dígito. Antes de la puesta de sol su alma felina estaría correteando de nervios por el valle del Hades.
El camello giró el cuello y lo vio.
-Qué haces.
-Ejercicios... brrr... tengo tercianas.
-Cómo se llama ese ejercicio.
-La tijera.
-Y ese otro.
-La bicicleta.
-Por qué hablas tan cantadito.
-Es que soy de Oruro. ¿Y tú de dónde eres?
-Yo soy de Egipto, pero tengo doble nacionalidad.
-¿Y qué pasaporte usas?
-Chileno. Menos problemas a la hora de subir al avión.
-¿Que viajas en avión?
-Cuando hay dinero. Pero he viajado una sola vez. A Lima. Nos fue bien. Acércate un poco.
El gato se acercó y el camello lo partió en dos de una sola dentellada. Mientras trataba de entrarse las vísceras protestó a viva voz:
-¡Por qué has hecho eso, infeliz, si eres vegetariano!
El camello contestó:
-Una vez a las mil me doy un gustito.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Historia de la serpiente que se comió la cola

Desde chiquitito he renegado intensamente de la fama pero la anhelo con desmedida pasión. En mi escudo de armas se puede leer el siguiente lema: “El que da sorpresas”. Pero si la fama tocase a mi puerta dejaría de ser quien soy y por lo tanto el motivo mismo por el cual me haría famoso pasaría a ser para mí objeto de desprecio. En ese mismo momento renegaría de mi memoria y ahí ya no habría nada más que hacer.
No pertenezco a esta trama. Ni al derecho ni al revés. Es un principio que mantengo, cueste lo que cueste.
Pero ya que se me ha concedido este pequeño espacio quiero aprovecharlo para contar la historia de una serpiente que se comió la cola. Sucedió en el Amazonas y la noticia me llegó por el cable, como se decía antes. Una serpiente coral saltó de la hierba y quiso hundirle sus colmillos a un nativo, pero el hombre llevaba un alambrito y engañó a la serpiente de tal modo que al moverlo velozmente en el aire en dirección contraria a la dirección del mordisco la serpiente se mareó y se fue de hacha a la cola y se la comió. La cola se separó del cuerpo y dio de latigazos, uno de los cuales golpeó en la cabeza a la propia serpiente. La bestezuela perdió el conocimiento y quedó tumbada en la hierba. El nativo la recogió, hizo un lulo con un pañuelo y la llevó a un laboratorio, donde fuera de un TEC simple se constató que no se trataba de una serpiente coral sino de una rara especie de lagartija sin patas, que el mundo científico bautizó como liolaemus cucú. Doble paradoja: debido a su rareza fue sacrificada para ser sometida a estudios.

domingo, 16 de marzo de 2008

La mariposita

Una linda mariposa de lapislázuli está posada en un iceberg. Su azul eléctrico combina de maravilla con los infinitos matices blanquiazules del hielo. Tiene tanto frío que ha quedado paralizada dentro de una pequeña caverna. Diríase al verla que entró en estado de hibernación para despertar en primavera convertida en libélula.
El iceberg se desplaza como tantos otros hacia su propia destrucción, hacia aguas templadas. Lo lleva la corriente. A pesar de su inmenso tamaño, no puede evitar ser llevado por la corriente. Las aguas del océano en este punto son negras y ociosas; las olas, de vaivenes suaves; el viento murmura nombres fantasmas que sólo las aves sienten, sin oír. Para ellas los nombres son un roce, no conceptos ni emociones. Eloísa es sólo una onda grave que baila sobre la espuma que levanta el viento. Abelardo es un silbido agudo y más largo, que hiere el plumaje de los animales voladores. Celos, una onda rápida. Mensaje, una onda monótona. Te espero son dos ondas graciosas. Colcha rosada es como una onda de circo. Mutilación es la locura y el paso a otra dimensión: vislumbrar la poesía de la muerte.
Un rompehielos se recorta a lo lejos, en el horizonte confuso. Se escuchan órdenes, una sonajera de metales que chocan en la cubierta, una cuchara tocando una taza de té con limón. Los marineros están sumamente tristes porque llevan meses vagando en el océano y no tienen para cuándo volver. Algunos piensan que jamás volverán. Otros piensan que están muertos y que están soñando que están vivos. El capitán mira con su catalejo para combatir el tedio -creen los marineros- pero es para combatir la angustia de la ausencia de la tierra firme. Su catalejo enfoca el iceberg y la cavernita donde reposa la mariposa de lapislázuli. Se maravilla el capitán de tal descubrimiento y le surge el deseo irracional de volar hasta el sitio y tomarla con sus manos para llevarla a casa, de recuerdo.
El rompehielos corta y corta blancos bloques, las aspas de la hélice rotan y rotan venciendo la fuerza del mar. Nada se puede hacer. El capitán mira con su catalejo y de sus ojos brotan lágrimas que pueden deberse bien al insoportable frío, bien al peso del recuerdo.
La vida en un momento fue otra, recuerda el capitán, tal vez hace dos meses era otra vida, tal vez cerca del Polo las cosas eran de otra manera o tal vez eran de otra manera porque el tiempo era otro, no es para ponerse triste, piensa, con la vista clavada en la mariposita, pero he aquí que las lágrimas se transforman en un extraño ataque de llanto que los marineros no pueden dejar de advertir, con perplejidad. El hombre de hierro está llorando a mares.
Temen lo peor.
Los pájaros vuelan en bandadas y el cielo oscurece a su paso. Las olas van y vienen sin un ruido.
No hay un solo ruido en el océano.

Las huevas del caballo bayo

Desde el punto de vista de las huevas del caballo bayo, el mundo limita arriba con un semicírculo siempre sombrío y sudoroso (la guata del caballo bayo), a los lados con una especie de aletas (que después de mucho investigar resultan ser el nacimiento de las patas del caballo bayo), atrás con un mechón nervioso (la cola) y abajo con el pasto o la tierra, indistintamente; a veces con el agua.
Las huevas del caballo bayo se desplazan según la orientación que les dan las patas -las dos de los lados que apenas puede ver y las dos de adelante que visualiza con toda perfección-. La verdad es que las huevas pertenecen al cuerpo del caballo bayo, pero constituyen un mundo aparte, con una visión propia de las cosas que le es desconocida, por ejemplo, a la cabeza del caballo bayo. Aun así, es una visión que depende del resto del cuerpo, especialmente del movimiento de las patas.
La vida de las huevas es súper monótona: todo el día el mismo escenario; siempre la misma guata venosa y peluda, las patas moviéndose y de repente la cola dándoles brochazos casuales que las hacen sentirse bien.
A veces aparecen, desde el cielo negro que es la guata, el cuello y la cabeza del caballo, que se agachan para arrancarle pasto al suelo o a un saco. El cuello y la cabeza siempre andan juntos, lo que hace pensar a las huevas que, tal como ellas, constituyen una pareja.
Muy rara vez se asoma, inmediatamente delante de su vista, una especie de quinta pata, pero sin pezuña, que crece lentamente. Hubo un par de veces en que esa visión fue seguida de una especie de desplazamiento de la línea del horizonte. En vez de ver suelo las huevas del caballo bayo vieron cielo y, un momento después, unas ancas de yegua a las cuales se acoplaba la quinta pata. En dichas ocasiones a las huevas les correspondió sudar la gota gorda, pero al volver a la línea habitual del horizonte se sintieron inexplicablemente contentas, livianitas.
Un día las huevas pasaron por una plaza y divisaron la escultura del caballo de Bernardo O’Higgins, justo cuando el caballo bayo levantó la cola. El diálogo fue el siguiente:
-Hola, huevas de piedra.
-Hola, huevas de caballo bayo.
-Estamos aburridas. Siempre lo mismo. La vida no tiene sentido para nosotras. ¿Cómo se ve el mundo desde allí?
-Penca. Lo mismo de siempre. Un soldado en el suelo; a veces unas palomas que se paran en la cabeza del soldado. En nuestra vida hemos visto dos árboles que han crecido y que después han cortado. Y ahora, un edificio que está subiendo. Bueno, y la gente y los autos que pasan.
-¡Es magnífico! Nos gustaría conocer eso. Nosotras vemos puros zapatos. Nos hablan de la gente y no nos podemos imaginar qué será eso.
-¡Pero ustedes se pueden mover! Conocen mundos diferentes. Nosotras, que somos de piedra, estamos condenadas a la inmovilidad.
-¿Y qué más da que nos podamos mover? ¿Nos sirve de algo acaso, si el escenario es el mismo?
Bueno, y así fueron desahogándose las cuatro huevas. Ninguna estaba contenta de su suerte y los dos pares se miraban con recíproca envidia.
Lamentablemente, esta historia sin grandes pretensiones y que hasta el momento transitaba por rutas entre descriptivas y filosóficas, no tendrá un buen final. El caballo bayo se fue poniendo mañoso y un buen día, sentados a la mesa, Pedro y su mujer determinaron cortarle las huevas. A la mañana siguiente se levantaron muy temprano y le amarraron las patas. La mujer lo engañó con palabras bonitas, mientras Pedro vino por detrás con un cuchillo y le cortó las huevas.
El caballo bayo sufrió mucho, pero eso qué le importaba a las huevas, que estaban muertas, en una bandeja.
Las huevas del caballo bayo fueron cocidas en una olla con abundante agua, sal y especias, y comidas por Pedro y su mujer, quienes a la hora de limpiarse la boca con una servilleta y beber un vaso de vino, comentaron, casi al unísono:
-Estaban ricas las criadillas.

La larva atómica

De niño me identifiqué con La larva atómica, un personaje infecto surgido de un pantano que odiaba a los banqueros de Mississippi. Nunca leí el primer capítulo de esa revista de historietas de la editorial Novaro, pero el plátano González me contó en un recreo que se trataba de un banquero de Mississippi que había pisado a la larva recién salida del huevo en un picnic familiar, dejándola desfigurada de pies a cabeza. La larva resistió el feroz pisotón -que jamás consideró accidental- pero se volvió atómica porque la suela del zapato del poderoso banquero había aplastado justo antes un cigarro y también una planta venenosa. De manera que con su infernal poder se desplazaba, irreconocible en su pequeñez, a los grandes bancos de Mississippi, donde hacía de las suyas.
Hago este recuerdo en homenaje a los caídos por el huracán Katrina.