jueves, 20 de marzo de 2008

Monólogo del camaleón

La luz me hace ser así. Para unos soy verde, para otros, café. Mi color verdadero no existe. Un día dicen que me vieron vestido de color lila. Habrá que creerles, no soy quién para andar haciendo desmentidos.
Probablemente las nubes me aclaran y el sol me oscurece. Lo que sí queda fuera de toda duda es que mis ojos se mueven uno para un lado y el otro para el otro lado, de tal modo que veo dos escenas diferentes a partir de mi mismo cuerpo, lo que casi ninguno de los animales que pueblan este lugar tan inmenso y descarado es capaz de hacer.
Cambio de colores según mis deseos. Si quiero moscas evito el naranja. Si apetezco polillas nocturnas busco el acomodo en el azul profundo mezclado con un toque de amarillo intenso, que las atrae.
Los míos no logran acostumbrarse a estos cambios; han terminado por hacerse los cuchos. Cuando se trabaja de esta forma hay que estar preparado para todo. No obstante, es demasiado el peso de no ser uno, nunca. De allí que la estadística privilegie el número de camaleones que acuden al siquiatra, al confesionario y a la dosis desmedida de barbitúricos en busca del sueño eterno, en ese mismo orden. Yo estoy entre los segundos. De vez en cuando, en momentos en que apremia el quejido interno, acudo al sacerdote y le cuento mis penas. El Padre, que siempre es el mismo, pareciera ser también de mi especie, pues varias veces he visto aparecer por debajo del confesionario una cola de distinto brillo. La última vez fue verde oscura y la penúltima, fucsia.
En esos momentos de mi cambiante existencia mantengo mis colores pero varío de estados de ánimo: del éxtasis a la derrota hay un solo paso. El éxtasis me conduce a la incandescencia del pánico y la derrota me lleva al amor autoinmolante. Cuando me arrepiento de ser como soy es cuando estoy más cerca del amor y cuando vivo con pasión los cambios de color es cuando más cerca estoy del tenebroso vacío. Ambas sensaciones son la misma cosa; entonces acabo por asumir mi condición.

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