Con el tiempo la rata sapo fue tomando aliento y comenzó a descollar. No es que todo el campo hablara de ella, pero sí lo hacían los vecinos de la vertiente que nacía del rincón privilegiado en que se hallaban. En cuanto a la rata zorro, tampoco es que su vida hubiese pasado sin pena ni gloria, porque eso sería faltar a la verdad; pero casi nadie habría podido discutir que las metas que se propuso no las había alcanzado. Si a eso se le suma que los años se le iban viniendo encima, lo que no tiene nada de particular, pues sabido es que todos los animales del reino se entregan a los designios del tiempo apenas nacen, el flojo resultado de sus empeños le sonaba como un eco en su mente cada día al levantarse y cada noche al acostarse.
La historia dio un leve giro el día en que por esas casualidades de la vida en el campo se encontraron de frente. La rata zorro la miró a los ojos, ansiando una reacción benevolente y cariñosa, un abrazo de mediocre a ganadora, pero se notaba que a la rata sapo le faltaba la respiración, no por la felicidad que suele acompañar los encuentros de este tipo, sino debido a un tornado de furia que le subió por las tripas y se derramó de su hociquillo baboso como fuego artificial. ¡No te metas conmigo, pedazo de mierda!, aulló, fuera de sí.
La pobre rata sapo parecía que iba a reventar, daba lástima verla, la carne le salía de todas partes, la carne era su pecado original; esa culpa inocente que guardaba en su alma poseía una fuerza que superaba cualquier intento de ocultarla.