jueves, 11 de diciembre de 2008

El gato y el pulpo

Jugaba el gato Augusto con el mísero ratón hasta que el ratón se le murió de un zarpazo en el hígado. El gato dejó a su presa en un charco de sangre y volvió a su casa con una sensación de vacío existencial. Viendo el canal de viajes en la televisión decidió darse un descanso. Al otro día estaba volando a un resort del Caribe, todo incluido. Allí lo llevaron a ver los peces multicolores. Le colocaron traje de buzo y lo arrojaron al mar. El gato se sintió relativamente feliz, pues por vez primera logró vencer su temor al agua; pero no se hallaba en su elemento vestido con máscara, aletas de hombre rana y tanque de oxígeno en el lomo. Sumergido en esa felicidad relativa, hete ahí que la casualidad lo enfrentó a la visión de un pulpo barbado que rondaba a los peces. El pulpo alargaba sus tentáculos y retenía a sus lindos pescaditos. Los aprisionaba y los dejaba ir, no muy lejos, y luego los atraía nuevamente a su cuerpo. Si bien unos cuantos se le escapaban, la inmensa mayoría permanecía dentro de su radio. Llamóle la atención el juego al gato y resolvió presentarse al animal submarino.
-Mil respetos al rey de Varadero. En mi tierra yo hago algo parecido, pero el juego se me acaba pronto. ¿Cómo lo hace usted, maestro?
-El secreto es no matar... pero hay que aguantarse -le respondió.
A su regreso a Chile el gato intentó hacer carne la lección de su gurú, pero no le resultó.
Tal como en otras anteriores, diversas moralejas pueden extraerse de esta fábula. En cuanto al gato y el mísero ratón, vano es el afán que reniega de su naturaleza; en cuanto al pulpo y los peces, hay que evitar a los seres que no saben vivir por sí mismos, porque dejan heridas. En cuanto al análisis político de fondo, Fidel Castro duró más que Pinochet porque mató menos.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La ballena, el arponero y Alfred Hitchcock

Atraído por sus promesas voluptuosas, que se adivinaban desde lejos, el arponero llegó a las tierras del cetáceo y se puso a esperarlo arpón en mano. Se trataba de una hembra colosal que raras veces emergía desde el depósito de lava del volcán, su casa. Cuando lo hacía buscaba grietas, acomodaba su cuerpo resbaloso y salía a la superficie a tomar aire. Luego retornaba a las profundidades de la tierra. Era entonces, como se ha descrito, una ballena de tierra.
Al arponero se le habían dado las coordenadas perfectas para cazar al ansiado ejemplar; sólo era cosa de esperar en la baranda de un puente. Y así lo hizo: esperó y esperó y mientras lo hacía fue conociendo esa tierra, y se maravilló. Había iglesias por doquier, altares de oro, edificios de piedra canteada con arcos a la usanza española, palacios, mercados.
Pero seguía esperando pues, a pesar de tanta maravilla, su propósito original continuaba siendo otro, aunque se iba desvaneciendo con los días.
Una tarde miró en torno suyo y descubrió que estaba dentro de un set de filmación. "De modo que se trata de una película en la que actúo yo", reflexionó con una mezcla de ansiedad -por lo extraño del asunto- y rabia, por sentirse estafado. Su ánimo general podría traducirse como maravillado dentro de una tremenda frustración.
"¿Quién será el director de esta película?", pensó y en eso vio la clásica figura de Alfred Hitchcock, paseando con el único fin de ser captado por las cámaras.
-Maestro -dijo el arponero- dígame qué estoy haciendo aquí.
-Aprendiendo a través de una actuación -respondió el sabio director.
-¿Y la ballena?
-¿Aún no lo adivina? La ballena es el McGuffin.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Las sanguijuelas celebran asamblea

Hubo una asamblea mundial de sanguijuelas. Habló la presidenta. Esto dijo:
No va quedando mucha sangre, de modo que habrá que usar el seso.
Preguntaron desde atrás.
Y cómo.
Respondió la presidenta.
Lo aconsejable es la aventura y la expansión. Hasta el día de hoy hemos vivido confinadas en un espacio reducido.
¿Le parece?, intervino una sanguijuela más bien conservadora. La presidenta contestó:
Claro que sí.
No queda rincón por explorar, replicó la fila del medio.
Entonces nos pegaremos a todo lo vivo y le chuparemos la sangre.
Eso es invasión. Eso es declarar la guerra. Eso es una lucha irracional, dijeron de la primera fila.
¡Supervivencia!, exclamó la presidenta y dio por cerrada la sesión.
Desde ese día, legiones de sanguijuelas fueron avanzando por el mundo. Avanzaron como tentáculos de pulpo y se pegaron a las plantas, a las raíces, a las escamas de los peces, al cuero de las vacas. Navegaron por desfiladeros, volaron bajo las alas de las aves anémicas. Se pegaron en las pantallas de los computadores, se incrustaron en los discos duros, bebieron la sangre de los insignes mandatarios hasta que el mundo enloqueció, famélico. Los mares se secaron, porque es sabido que no hay nada que dé mas sed que succionar sangre. Desde las alturas, Dios miraba a las sanguijuelas merodeando entre los terrones, como ejércitos vencidos que retornan a casa.
Cuando no quedó nada vivo sobre la faz de la tierra empezaron a chuparse la sangre entre ellas. Las más grandes fueron las primeras víctimas porque disponían de glóbulos apetitosos; las chicas se aliaban para beber en mayor cantidad y cuando lograban voltear a una obesa tenían banquete para un día entero, pero esos son detalles. La verdad es que a esas alturas las cosas no tenían demasiada importancia.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La hormiga Fernanda postula a concurso

La hormiguita Fernanda postuló a concurso. Ingresó a la sala, gran jurado la miró. Pero la miró a medias, tal vez ni la miró. Ahora que recuerdo, cuando Fernandita entró a la sala el jurado estaba inmerso en una desmedida preocupación por un pan de azúcar esparcido en la mesa para su deleite, me refiero al deleite del jurado. De modo que le habrán hecho tres preguntas, qué digo, apenas le dijeron buenos días muy bien gracias el siguiente y se acabó.
La hormiguita se fue temblorosa y esperó el resultado. Durante dos semanas soñó en secreto, hizo planes, se imaginó dando discursos, por un momento fue mirada como reina por las demás hormigas, ¡vanos sueños de insecto!
En la vida, Fernandita, los talentosos de verdad no precisan concursos. Y los que concursan y vencen no son más que el tonto útil de un cerebro ganancioso y superior. ¿Quieres triunfar? Pues trabaja y no pienses más en nada. Pero, ¿para qué deseas el triunfo? A mí no es necesario que me demuestres nada, lo dice tu padre que te conoce bien. ¿Deseas ganar dinero? ¿No te basta lo que tienes? ¿Quieres conocer el mundo? Entonces toma la mochila y póntela en la espalda y vete, Fernandita, pero no te olvides de escribirme, que yo esperaré tus cartas, ya que me privarás de la emoción de darte los buenos días con un beso en la mejilla.
¿Quién dijo que el mundo era tuyo? El que lo dijo te engañó.

jueves, 13 de noviembre de 2008

La mona chica y los animales de la cárcel

Condenada a cadena perpetua, la mona chica fue a dar a la cárcel. Al día siguiente su celda se llenó de visitantes. La mona chica saltaba de un tronco a otro y sacaba la mano de la reja para recibir golosinas.
La noche era dura. Dormía a ratos, despertaba de frío y saltaba en los troncos, se echaba a la boca restos de bananas, continuaba dormitando. De las otras celdas la canalla protestaba.
-¡Cállate, mona tal por cual!, rugía el león malvado.
-Vete a la cama, hija, siseaba la cínica serpiente.
-Guaaaaa-rda silencio, suplicaba la oveja, que contaba lobos en su insomnio.
Con los rayos del sol los animales volvían a lo suyo. La mona recibía a sus visitas y saltaba de alegría. En días de tormenta la impaciente espera consumía sus ansias y al atardecer se iba deprimiendo; en vano las hienas vestidas de gendarmes le hacían arrurrú. Así se pasó la vida entera. Vio enfermar a la oveja, reemplazar a un león por otro, mudar de piel a la serpiente. Hasta los visitantes cambiaron de ropa.
Pero ella nunca pudo ser de otra manera. Se la conoció siempre como la mona chica y así se la quiso y protegió.
El alcaide cuenta que al morir salió en el diario. Hablamos de un elefante sesentón que usa ropa de lino.

lunes, 10 de noviembre de 2008

El sapo mutante y el búho adivino

El sapo mutante se preguntaba si su naturaleza lo haría más longevo que las demás especies. Acudió al adivino, un búho de capa y capirote. Éste, que era sabio de verdad, no bien entró el sapo ya tenía la respuesta, pero se la guardó. Escuchó pacientemente las angustias del sapo y luego habló.
Esto dijo:
Hubo en el reino de los hombres un escritor que intentó crear el cuento que nunca pasa de moda, ni en ideas ni en estilo. Trataba el cuento de un renacuajo que mutaba con el exclusivo propósito de conseguir longevidad, pero ya a las pocas líneas el renacuajo mutaba a sapo consumido por el vicio que viajaba a una lejana isla a raptar a una doncella que lo había mutado a príncipe, mas en el camino el príncipe conoció tanta maldad e injusticia que cuando llegó a su destino pudo más la compasión y se volcó a la lucha contra el sufrimiento humano. En medio del combate, acorralado por los siete vicios del hambre, la soberbia, la codicia y la crueldad, ingresó a una academia donde entre legajos y papiros mutó a doctor y se volcó a investigar el mecanismo del cuento que mutaba, descubriendo que el cuento que muta, sin moverse ni un solo milímetro, ni a izquierda ni a derecha, provoca la mutación de quien lo lee y así se hace eterno. Disponíase a escribir tan maravilloso cuento, pero ante la hoja en blanco no se halló capaz, lo que a la postre determinó otra penosa mutación: hacia el final de su vida el primitivo renacuajo entró a un monasterio para meditar sobre las razones infinitas del cuento que mutaba. Allí, vestido de harapos, lo sorprendió la muerte.
Preguntóle el sapo al búho si eso quería decir que la mudanza daba vida. La respuesta es una paradoja, respondióle el búho, ya que si mudas de piel es que ya no eres exactamente lo que eras. Pero entonces, si las letras y las palabras de ese cuento no se desplazaron ni un milímetro, quedando todas ellas en los mismos renglones de por vida, cómo consiguió mutar el cuento, rebatió el sapo mutante. El búho cantó una canción; a los pocos segundos el sapo se subía a la melodía y de esa forma se llegó al ansiado canon.
-En un lejano bosque cantaba el cucú.
-En un lejano bosque cantaba el cucú.
-Oculto en el follaje al búho contestó.
-Oculto en el follaje el búho contestó.
-Cucú lo llamó, cucú lo llamó, cucú, cucú cucú...
-Cucú le llamó, cucú le llamo, cucú, curú cucú...

jueves, 6 de noviembre de 2008

El pato y el gallo

Pataleaba el pato en la laguna, luego se hundía. Luego emergía, luego se hundía nuevamente. Así pasó la tarde entera, hasta que comenzó a oscurecer. Las copas de los árboles se iban blanqueando con la nieve, cambiaba el tiempo, venía una tormenta. Nadó el pato hasta los juncos, donde lo esperaban los demás palmípedos, bastante preocupados.
Habló el jefe:
-Ya se acerca la hora -dijo.
Los demás bajaron la vista, y hubo uno que lloró.
El que lloró intentó usar la palabra:
-No quiero irme -rogó.
Los demás callaron, incómodos; se hizo un silencio que le devolvió su poderío al bosque, más grande que nunca.
El jefe dictaminó:
-Emigramos mañana, con el canto del gallo.
El pato llorón entró esa noche para callado al gallinero, le abrió el pico al gallo y le metió un somnífero. Volvió a los juncos y se durmió como un bebé.
Antes de clarear el alba, el galló cantó con exactitud suiza.
-Arribano surano, arribanos son los del sur -exclamó el jefe; todos despertaron y se echaron a volar.
El cielo era una capa de nieve y nubes de una belleza infinita, ciega e invisible. Los aleteos de la bandada semejaban palmetazos serenos; nadie hablaba.
El pato llorón cerraba el grupo. Ya no se sentía tan triste; es más, le costaba disimular la alegría que le proporcionaba el batido de sus alas dentro del blanco velo majestuoso.
Antes de arrojar las pastillas al valle miró la fecha del remedio:
¡El frasco estaba vencido!
Moraleja: la Hora no se puede adelantar ni se puede atrasar.

miércoles, 29 de octubre de 2008

El cernícalo y la musaraña

El cernícalo, ave solitaria, acechaba a su posible presa desde lo alto de un roble. De un escondite de la tierra surgió la musaraña, ávida de insectos. Voló presta el ave de rapiña y de un zarpazo la agarró.
A las puertas de la muerte, la musaraña planteó un discurso de corte disuasivo.
Escúchame -le dijo en tono indiferente-, te prevengo que mi cuerpo huele mal. Si me devoras, resultaré un plato muy desagradable que descompondrá tu estómago. No te pido que me perdones la vida. En cierto sentido te advierto acerca de la tuya.
El cernícalo contestó:
Mil maneras tiene el animal de defenderse cuando se asoma a las orillas de la laguna Estigia. Las dos que has usado no sirven. No poseo buen olfato y mi estómago es muy firme. Soy ave vieja y no hago caso a los consejos que provienen de una urgencia diferente que la mía.
De manera que me vas a comer, habló la musaraña.
Así es, contestó el cernícalo.
Y qué esperas, no me hagas sufrir de sobra.
Es que no tengo hambre. Te estoy comiendo por costumbre.
Entonces no me comas.
Tienes razón. Buen momento para cambiar de costumbres.
Y la dejó ir. La musaraña se volcó a su labor y el cernícalo se durmió en la rama de su roble.
Al otro día la vio salir de su escondite y se la engulló en un dos por tres.
Moraleja: tal como los animales, los hombres se van construyendo de acuerdo con su naturaleza. El cambio de vida es un espejismo que dura pocos días.

sábado, 25 de octubre de 2008

La ostra y la morsa

Bajó la morsa al fondo del mar y halló a una ostra. La ostra no alcanzó a esconderse. A la morsa se le despertó el apetito.
Por qué te has venido a este lugar tan apartado, preguntó la morsa.
La ostra respondió que prefería filtrar a los seres marinos desde el fondo del mar y que si se recluía era porque temía que los demás le hicieran daño.
Qué daño te vamos a hacer, si aquí en el fondo del mar somos todos iguales, dijo la morsa.
No es lo que me parece, ni aún en el fondo del mar, dijo la ostra, que era cautelosa. Entonces le contó su historia. Yo me guardo porque no veo a nadie como yo. Yo me doy sólo a los críos, porque en la sinceridad de la infancia los críos son como yo y yo soy como ellos. Cuando crecen veo que ellos se guardan y yo me guardo nuevamente.
La morsa replicó: Tal vez todo el mundo piensa igual.
La ostra dijo: Ojalá fuese así, pero no lo demuestran.

viernes, 24 de octubre de 2008

El elefante y el can severo

El elefante llegaba al fin de su vida y como sus hermanos de raza, cuando lo intuyó se encaminó al cementerio. Los animales de la selva lo vieron pasar con lástima, pero enseguida retomaron sus tácticas de caza, de defensa y sus cortejos.
Llegó al atardecer al cementerio. Lo recibió el guardián, un can severo y opulento.
-Lo esperábamos. Adelante -le ladró.
El elefante ingresó a un galpón repleto de marfil. Perros chicos a las órdenes del can entraban y salían conduciendo carretillas. Al entrar venían vacías; al salir, cubiertas de marfil. El can había llegado a la selva a traficar y mal no le iba.
-Bueno. Muérete de una vez -le dijo.
-Antes me gustaría que alguien me explicara algunas cosas que me han quedado dando vueltas.
-Di. Para esto estoy acá.
-Por ejemplo, las cosas y los personajes que nombra la Biblia sucedieron de verdad o son inventos. Los cohetes que van al espacio por qué no pueden ir más lejos. Hay otra forma de manejar la economía. Es posible que el elefante viva mil años. Se inventará alguna vez un remedio contra el cáncer de amígdalas.
El can rió como las hienas. De hecho, atrajo sin querer a algunas de ellas al cementerio de elefantes. Pero al ver sólo huesos éstas se marcharon, desilusionadas.
-¡Jajajajajajajajajajá! ¡Juajuajuajuajuajuajuá! -reía el can.
-Pa qué te ríes.
-¡Paquidermo!
-No te rías.
-¡Juajuajuajuá! ¡No sabes nada, tontón paquidermo! ¡Juajuajuajuá! ¡Nadie sabe nada! ¡Jaajajajá! ¡Eres el elefante más ingenuo de los que ha llegado al cementerio! Oye, socio, acá se viene a morir, ¿quién quiere saber a estas alturas? Acá nadie viene a hacer preguntas. Tus hermanos sí que son sabios. Entran, se recuestan de lado, cierran los ojos y expiran. ¿Sabes acaso para qué quiero el marfil? ¿Lo sé yo? ¡Yo hago las cosas por hacer y si salen bien salen bien y si salen mal salen mal! ¡Juajuajuajuá!
El crudo mensaje lo hizo palidecer como a un niño. Su muerte estaba presupuestada para las 21.15, el deshuesado comenzaría al amanecer. Había pedidos de Portugal y California, los perros chicos trabajaban como enanos.
"Vaya, vaya, conque así eran las cosas, según este animal. Y yo que lo tomaba todo tan en serio. Si lo hubiera sabido antes", alcanzó a reflexionar.

lunes, 20 de octubre de 2008

El Hombre y los animales

Todos los domingos los animales acudían a la iglesia, antes de almorzar. El reverendo Mantis les predicaba sobre el temor al Hombre. La prédica surtía efecto porque los animales salían asustados. Más que ensueños piadosos sus sermones parecían consejos militares. Cómo guardarse de Él, cómo hacerle el quite, cómo darle el paso, cómo evitar su ira, cómo aplaudir sus breves estados de felicidad. Las gallinas, los toros y los chanchos habían llegado a cultivar una especie de adoración por la figura humana, a la que rendían pleitesía. Las gallinas le regalaban sus huevos y sus pollos; las vacas sacrificaban su leche y sus novillos; los cerdos se entregaban por enteros. Cada día legiones completas eran conducidas, sin cánticos, al altar de sacrificios para la satisfacción de su dios. Llamaba el Hombre matadero a dicho altar. Así estaba escrito.
Mas un día el Hombre tornóse bueno y complaciente; los animales dudaron. Mermaban los sacrificios, veíase al Hombre comiendo vegetales. El pequeño bípedo acariciaba; formáronse asociaciones de protección. La raza entera de las bestias fue elevada a un pedestal. Los tiempos de adviento vaciaron la iglesia, Mantis adelgazó hasta los huesos.
Citó el león a una asamblea. Único punto de análisis fue el nuevo estado de las cosas. Los animales abandonaron la sala entre gritos de euforia: ¡por fin eran libres para hacer lo que quisieran!
Se vivían tiempos de alegría. Llegó la Navidad.
Tres reyes magos, un oso pardo, un oso polar y un oso panda, montados en sendos camellos, anunciaron el místico suceso. Seguían un misil disparado a la distancia por el Hombre. En humilde charco, rodeada de arañas de agua, langostas y libélulas, la rana dio a luz un renacuajo.
El libro sagrado, titulado Nuevo Firmamento, cuenta que el anfibio se hizo sapo y por predicar el temor al Hombre fue crucificado, muerto y sepultado. Su cuerpo fue robado del sepulcro y arrojado a los buitres. En ese momento el Hombre despertó de su sueño y los animales volvieron a su mundo de inconsciencia.
De allí en adelante, todos los domingos la descendencia de Mantis les recordó la historia.

jueves, 16 de octubre de 2008

El camello y las estrellas

El viejo camello se sentía inmensamente dichoso de su pobreza, pero infeliz porque los que siempre sufrían, sufrirían aún más. La sequía llegaba a la selva; escaseaba el agua y el verdor. Los árboles no daban frutos ni semillas: era la época de la retención en la tierra. Los hambrientos morirían de hambre. Los miedosos agrandarían sus úlceras, los avaros reducirían sus arcas. Los más fieros terminarían comiéndose entre ellos mismos. Habría revueltas; cada fiera se disputaría el mínimo mendrugo.
Las aves emigraban, las primeras, sólo para llegar a desconocidas tierras infértiles. Los peces bajaban a las profundidades, sólo para ser devorados por luminosos monstruos marinos. El león comía cebras raquíticas que no saciaban su hambre. Hienas y buitres se quedaban en los huesos, sin carroña, pues hasta el más humilde resto de comida era apetecido.
En su felicidad, el camello veía todo esto. Le bastaba un par de hojas para pasar el día. Tenía la tarde entera, la noche entera, para sentir el mundo que lo rodeaba. Miraba las estrellas y era feliz porque las estrellas le hablaban. Decíanle de lejos que ellas estaban vivas como él, decíanle que habían visto tantas cosas nuevas en el sinfin del universo, tantas explosiones, tantos cuadros de desgracia, tantos huracanes solares, tantas lluvias de meteoritos. El camello bajaba la cabeza, incapaz de sentir tanto.
Vendrían de nuevo tiempos mejores en el mundo, lo sabía; despertarían los vicios y él no estaría allí.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El loro y su discurso

Sentóse ante su escritorio el loro. El bosque estaba afuera, esperando su palabra. Esperando es un decir; la verdad es que saliera o no el loro a parlotear, el bosque seguiría con lo suyo. Un batallón del ejército de hormigas subiría por las ramas, el otro marcharía bajo la hojarasca; el león bostezaría, la lagartija buscaría el rayo de sol, el halcón acecharía, el conejo saltaría entre la hierba; en fin, para qué hablar de más.
Bosquejó el loro cuatro opciones de discurso.
Hoy hablaré de las reuniones de carácter social, de cómo quien actúa en ellas debe desprenderse de su yo y asumir una función en el conjunto del programa. Pero eso a quién le importa. A las reuniones sociales se va a comer y a beber. Si dos animales amigos se encuentran hablarán en un rincón de sus problemas. Si no es así, existe un libreto que saca del apuro.
No, mejor hablo de lo que hoy destaca, lo que hace cambiar al mundo. ¿Qué hacía antes cambiar al mundo? Los libros de los grandes autores. ¿Dónde están hoy esos libros? En las librerías especializadas. ¿Llegan a ellos los que cambian el mundo? No, porque los que cambian el mundo corren hoy por la selva en buzo y zapatillas. ¿De modo que saco algo con escribir un discurso? Nada más que aclarar mi cabeza de loro.
Entonces, lo que debo hacer es preparar un discurso sobre el problema que aqueja hoy a la selva, de cómo la selva se ha desorganizado, producto de decisiones mal tomadas, y lo que olía a abundancia hoy huele a miseria. El problema de la selva no reside en cada uno de sus animales, sino en las grandes decisiones que toma el conjunto de leones que se reparten su dominio. Lástima que esas decisiones nunca las sabrá un loro como yo ni una hormiga como las que veo subir por las ramas de este árbol, ya que ni ellas ni yo tenemos acceso a cueva de león alguno. Dicen que los que entran no vuelven a salir, así que mejor no intentarlo.
El loro llenaba páginas de páginas. Sintió un olor dulzón de una araucaria. Los piñones reventaban en las ramas filudas. El loro se largó a volar, directo a las semillas. La primavera pudo más que su afán pedagógico. Bañó sus alas el sol, la brisa fresca le peinó la frente, el músculo se maravilló de movimiento.

viernes, 10 de octubre de 2008

La letra Ele, el lagarto siquiatra y la palabra esquiva

Cuando la letra Ele entró en razón se sintió deprimida y fue al siquiatra, un lagarto doctorado en Viena y de cuidada barba; es que la Ele no reparaba en gastos. A media luz en la consulta se produjo esta conversación:
-De modo que se siente deprimida.
-Sí, doctor.
-No es necesario que me hable de su infancia, pero si desea hacerlo, hágalo. Recuerde, sin embargo, que disponemos de una hora médica y como ya le habrá advertido mi secretaria, las horas médicas duran 15 minutos.
-Mi infancia fue bastante feliz, doctor. No tengo motivos de queja y no encuentro en ella nada que me haya llevado a la situación en la que he desembocado hoy.
-Noto que se expresa bastante bien.
-Ha de saber, doctor, que soy una letra hecha y derecha. No es de autoestima ni de ignorancia el problema que me ha traído a su consulta.
-Quedan 13 minutos...
-Lo que quiero decirle es que desde que entré en razón comprendí mi drama y ahora no hay nada que consuele mi espíritu.
-En una palabra, ¿cuál es su drama?
-El que usted ha enunciado de refilón, doctor.
-¿Se trata de un juego de palabras?
-No. De una sola palabra: Amor.
-Y su drama sería... quedan seis minutos.
-Mi drama, doctor, es que por más vueltas que le doy a mi esencia no puedo conformar esa palabra. Puedo ayudar con Lealtad, Lírica, Loa, tantas otras, pero ni cerca con Amor.
-Recuerde que usted es una Ele.
-¡Si tan sólo hubiese nacido en Inglaterra! ¡Ay, Love, Love, Love!
-Asúmase como Ele chilena nomás y déjese de andar tonteando.
-A veces pienso si no sería mejor abrir las llaves del gas, doctor.
-Ni Gas ni Pistola ni Cuerda le van a su ser. Yo le aconsejaría Lamer, Ligar, Lucirse. Hay algunas letras tan interesantonas... Ahí tiene la Ere, la Efe, ¡la Ge de gato! ¡Páselo bien de una vez, Ele por Dios!
-¿Cree usted?
-Sí.
-¿Y el amor?
-El amor... ya cumplió su tiempo.

martes, 7 de octubre de 2008

La tortuga longeva y su epitafio

Moría la tortuga; la fueron a visitar. La selva entera se reunió en su morada y mientras dos cigüeñas le prestaban atención los animales parloteaban. Recordó el ratón las bondades del reptil, su linaje de caballero español. Agregó a sus bondades la lechuza su conservador estilo; la cucaracha subrayó su don de gente; el ornitorrinco, lo generoso de sus actos; el cisne, su decencia; la almeja, su humildad; el ganso, su mesura; el lobo, su pacifista espíritu. Faltaban loas para prestigiar al moribundo.
Los tortugos sirvieron el almuerzo sin fijarse en gastos, según lo dispuesto y enseñado por su padre: a todo el que acuda a mi casa, désele de comer y de beber.
La tortuga no moría, pasaban las horas. Entrada la noche mamíferos, insectos, anfibios, peces y aves contenían la respiración ante su choza. Cada uno sabía de sobra que estaba descuidando su negocio; aun así nadie se marchaba: esperaban el deceso, sentíanse traidores de querer moverse un metro. De pronto las enfermeras histéricas salieron de la humilde habitación: "¡Se muere!", graznaron.
No se supo cómo, pero todos entraron a la pieza. Desde el costado del lecho alumbraba su arrugado rostro una vela escuálida. Competía el hilo de la luz con el hilo de la vida.
-Voy a morir -susurró de la voz de la tortuga longeva. Un murmullo de desaprobación llenó el recinto.
-Sé que ustedes han venido a despedirme, algo de eso han comentado mis nietos por la tarde, pero déjenme decirles algo...
La selva entera quiso hablar. La tortuga los hizo guardar silencio poniendo una pata en su mandíbula.
-No me interrumpan, por favor, que me faltan las fuerzas.
La sala enmudeció. Dijo entonces la tortuga:
-Muero sin haber aprendido a amar. Lo intenté, hice lo imposible, estuve a punto. Fue sólo una pata, a veces la punta de la cola la que me afirmó a la arena, mas no quise despegar. El amor era desde el comienzo la última prueba de mi vida; su fracaso invalida lo que ustedes entienden como logros. No tuve coraje y así me despido del mundo, rodeado de...
-¡Ha muerto!, aulló la hiena y se largó a llorar.
Hubo grandes funerales. Fue sepultado su cuerpo en un camposanto que mira al mar desde lo alto. Es un bello cementerio; más hermosa aún su tumba en la que a modo de moraleja ordenó que se inscribiera el siguiente epitafio:
"Si tu egoísmo no te deja amar, siente compasión de ti mismo".

martes, 30 de septiembre de 2008

El león, su reino y Leviatán

Enfermó el león y su corte llamó a un galeno. El médico resultó ser un alce viejo y encorvado que sólo aceptó examinar de oídas, o de lejos, que es lo mismo, temeroso de caer en sus fauces ansiosas de comida incluso en la dolencia. Según los síntomas descritos dictaminó un problema de esófago. Recetó dieta y reposo.
Comenzó entonces el desfile de animales a su reino. El león estaba débil y según su estado de ánimo contaba una u otra versión de sus achaques. No por otra razón sino por ésa, de la habitación del enfermo las cebras salían confiadas, las ranas vigilantes y los halcones, asesinos. La hiena aconsejóle entonces que mejor grabase un solo mensaje para ser escuchado por todo aquel que prestara oídos a su desgracia. Así lo hizo el león.
Hubiese sido mejor que el rey hablase por sí mismo. El mensaje fue tan mal redactado que se prestó para todo tipo de interpretaciones. Los más lo creyeron moribundo y se rebelaron desde los márgenes del reino. Los menos quisieron reanimarlo a punta de tónicos, pero el león desfallecía furioso entre la mediocridad. Sin rey visible, reorganizóse el reino a su laya; vino época de hambruna.
En los lechos abisales dormía Leviatán. El monstruo exiliado despertó ante el llamado de los peces. Había esperado años para su segundo periodo, ¡tenía un apetito!
Cuando su figura de serpiente emergió en la superficie sonaron trompetas y fue conducido a tierra en una barca de oro. No más ingresar a la bahía dispuso el nuevo orden de las cosas: número uno, muerte al león; número dos, reparto igualitario de los bienes de acuerdo al tamaño de cada animal y su cantidad de cargas familiares; número tres, fin de las guerras en el reino.
Mandó al león a morir al bosque, pero en lo más profundo de la selva el búfalo se apiadó de él y llegó de vuelta con un corazón de cordero.
La selva le hizo bien a su salud. Al poco tiempo el rey volvió a su hogar sobrante de ambición y fue aclamado. Leviatán le opuso escasa resistencia: ya era demasiado viejo.
Moraleja: mientras persista una chispa en el deforme espíritu del individuo, éste seguirá siendo el rey de las cosas, aunque le pese, y Dios vigilará a la distancia.

jueves, 25 de septiembre de 2008

El gato arruinado y los ratones miedosos

Vivían los ratones temiendo al gato en la comarca. Si uno de ellos intentaba traspasar la frontera, de un zarpazo el tirano lo mandaba de vuelta. A veces surgía un bocón que les prometía independencia, pero el gato lo miraba de lejos con sus ojos de gato, sin que se diera cuenta, y se reía de él con su malévola risa de colmillos.
Pudieron haber tomado las de Villadiego cuando la residencia del felino se arruinó. Tanto lujo le pasó la cuenta y empezó a hundirse como la casa de Usher. Luego, por cuidarla tanto descuidó a su reino, que le proveía de vituallas, le pagaba impuestos y lo hacía mantener la ensoñación, pues los gatos, aunque sean animales de fuste, también viven en estado hipnótico.
¿Por qué no lo hicieron? Porque en la asamblea primó la voz de la cordura. Un ratón, de apellido Pérez, detuvo el masivo intento de fuga con estas palabras:
"No huyáis del tirano pobre, hermanos. Más allá está el reino del perro. Quienes han ingresado a sus dominios no han retornado jamás. Insto a que me prueben lo contrario".
Si hubiéranle exigido documento de respaldo a su discurso habríalo inventado, pues no disponía ni siquiera de un papel apócrifo, pero fue tal el miedo que infundió su advertencia que los ratones prefirieron continuar con su diablo conocido. Y el gato, en vez de agradecer, se comió a unos cuantos roedores apenas saneó su hacienda.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Las ovejas bucólicas y el león enfurecido

Hubo en la selva un grupo de ovejas bucólicas que se organizaron con tal maestría para no depender de nadie, ni de pastor, ni de ovejero alemán, ni de una líder natural, que fueron mandadas a llamar por el león. Acudieron éstas de mala gana, pues no querían ser citadas como ejemplo ni menos salir en las revistas. El león les habló sin anestesia. Exigióles que dieran a conocer su secreto para ser aplicado al reino entero. Las ovejas respondieron a coro:
-Nuestro secreto consiste en cantar una canción tras otra mientras arrancamos el pasto de la tierra. Todas las noches una de nosotras reparte la lista del día siguiente. Al amanecer ya estamos cantando.
-Nunca nadie las ha oído cantar -rebatió el león. Las ovejas respondieron:
-Es que cantamos mentalmente, sin emitir nota alguna.
El león analizaba si la fórmula podía ser aplicada al reino.
-No entiendo qué tiene que ver una cosa con otra -les decía. Las ovejas respondieron:
-Usted nos llamó, nosotras vinimos. Usted nos preguntó, nosotras respondimos.
El león estaba inquieto.
-Me están provocando -amenazaba- ¡Canten!
Las ovejas cantaron. Verlas era un prodigio, todas ellas con la cerviz inclinada buscando algo que comer, muy bien organizadas, creando el universo en un paño de terreno menor que una hectárea. El león adivinó que la fórmula era imposible de aplicar a otros animales que no fueran ésos. Llamó a sus hijos y les ofreció un regalo:
-Son todas suyas -les dijo.
Moraleja: Dígase lo que se diga, el cristianismo se encuentra en retirada.

viernes, 12 de septiembre de 2008

El chorlito, el faisán y el león

Un chorlito acomplejado juntó un dinero y acudió a Faisán el Mago. En la consulta fue directo al grano.
-Muy buenas tardes, Don Faisán -lo saludó-. Vengo a verlo porque me han dicho que usted es muy buen mago.
-¿Y por qué no recurriste a Dios o le hiciste manda a un santo? -lo provocó el ave de colores.
-Es que todos saben que Dios no hace milagros -le respondió, con lo que el mago ya intuyó por dónde iba la cosa. Adivinó de inmediato que el chorlito no era de gran entendimiento y que le iba a pedir un milagro.
-Mi consulta vale 20 mil pesos -le advirtió.
-Aquí están.
-Pues, dime entonces.
El chorlito le expuso la vergüenza que sentía cuando los animales de la selva lo llamaban "cabeza de chorlito" y le pidió que le agrandara la cabeza. El mago hizo tres pases y lo mandó a casa a descansar.
-En una semana tendrás la cabeza del porte de una pelota oficial de la Fifa, le prometió.
Voló muy contento el chorlito a su nido. Dos días después la cabeza le crecía a pasos agigantados y junto a ella el cerebro. Al principio se asustó, pero luego le tomó el gustito al cambio. El dolor de las vértebras del cuello no era nada comparado con lo que pasaba dentro del mate. Comenzó a asociar hechos y desarrollar pensamientos nunca antes imaginados. Vio con otros ojos a sus amigos y enemigos aéreos, a los que reptaban, a los zorros cazadores, al furioso elefante, a la tímida jirafa. Su lenguaje se desarrolló a la velocidad del rayo. Grandes ideas maduraron en su progresiva testa. Descubrió en un instante las falencias de la selva y sus posibles remedios. Su capacidad, antes miserable, alcanzó alturas que hicieron nacer la envidia del león. Se ganó enemigos muy poderosos, pero los liquidó con cierta facilidad, merced al ejército de animales ciegos que ahora seguía sus órdenes. Y si antes despertaba burla, desprecio y compasión, hoy su solo nombre era símil de poder, inteligencia, autoridad y atractivo sexual. En fin, elaboró proyectos en todo orden de cosas y se puede decir que en esos pocos días contribuyó más al progreso y la destrucción de la selva que en mil vidas que pudiese haber vivido.
Al término de la semana se hallaba exhausto. Su cabeza era una máquina imparable de pensamientos. No dormía. Comenzó a delirar y en las horas de insomnio veía remolinos grises. Descendía por el espiral hasta llegar al fondo: allí estaban los ojos de Dios. Entonces le pedía clemencia, pero Dios no emitía sonido alguno y el remolino invertía su giro para llevarlo de nuevo a la superficie.
Desde su trono, ubicado en el palacio alhajado de un frondoso roble, mandó llamar al mago. Éste acudió con recelo, porque adivinaba lo que le iban a pedir. Y en efecto, así fue. El chorlito, en su comprensión majestuosa, le ordenó que le volviera la cabeza a su tamaño. El mago contestó:
-No hago milagros, no tengo ese poder.
Desesperado, el chorlito dio orden de matarlo. Dos hienas que le servían como esbirros cumplieron de inmediato la orden y el cuerpo de Faisán el Mago fue colgado de una rama. La cabeza del chorlito, en tanto, parecía una catarata de pensamientos. Cada onda que surgía era reemplazada por una nueva idea. Su cerebro las guardaba todas y no se llenaba nunca, era un depósito infinito.
El chorlito voló a los pies del león.
-Vuelve todo a su lugar- le imploró, llorando a mares.
El rey afilaba los colmillos, no muy convencido. Miró primero a todos lados. Luego, sin pensarlo más, se lo comió.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Padre Mantis, el zorro y el escapulario del bufalito

Dicen que los búfalos nunca usaron escapulario. Certifico que eso es cierto, pero sólo en lo que corresponde a los mayores, pues con mis propios ojos vi a un bufalito luciéndolo en época de catecismo. Y como la fortuna ha dispuesto que en este mismo momento disfrute de una hora de libertad, la aprovecharé para contarles la fábula.
Sucedió que por aquella época de la que les hablo, principios de los años 60, el obispado me mandó a la pradera a iniciar en los misterios religiosos a los inocentes animales. Llegué a la iglesia, toqué la campana y todos corrieron hacia mí. Lagartos y lagartijas, sapos y ranas, perros y gatos, corderos y culebras, un par de zorros desconfiados, un cernícalo, varios tordos, una nube de golondrinas, un gallinero entero con su gallo viril de cresta roja, montones de gusanos y hormigas, un enjambre de abejas y una plaga de moscas, sin contar algunas especies raras que nunca había visto y una pareja de búfalos. La iglesia se llenó en un minuto. Subí al púlpito y les hablé en nombre de Dios. Díjeles:
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Respondiéronme en coro, arrodillados ante la cruz:
-Amén.
Díjeles:
-Pueden tomar asiento.
Lo hicieron, mirándose unos a otros, respetándose como nunca lo hicieron ni lo volvieron a hacer. Sólo en el templo fueron iguales a los ojos de Dios.
Díjeles:
-Los he reunido, amados hijos, para anunciarles que la época del catecismo ha llegado. Comunicad la buena nueva a vuestros hijos y enviadlos a la Iglesia desde mañana mismo. Serán instruidos durante tres meses. Al entrar el verano harán la primera comunión. Y ahora, podéis iros en paz.
Los animales abandonaron la iglesia con gran alboroto. No a la salida, sino unos doscientos metros más allá, en plena pradera, pude contemplar cómo la zorra le echaba el ojo a una gallina que se quedaba atrás y las golondrinas se hacían un festín con las moscas.
Al día siguiente llegaron todos los hijos de los animales, puntualmente, sin faltar uno solo. Desde ese momento y hasta principios del verano les enseñé las puertas del cielo y nociones básicas de la omnipresencia de Dios, eso sí con otras palabras; les preparé contra el pecado, les mostré los mil caminos para lograr la salvación eterna, les grafiqué con ejemplos en el pizarrón algunas diabluras del Diablo que atribuían hasta ese momento a causas naturales. En fin, los dejé casi convertidos en santos. Incluso, el día antes de hacer la primera comunión los obligué a ayunar. Luego de que recibieron la hostia en presencia de sus mayores, todos vestidos de blanco, les ordené hacer una fila y entonces les repartí escapularios. Luego se les sirvió a cada uno una taza de chocolate humeante y un bizcocho. ¡Qué felicidad, la de esos animales, cuando se retiraron a sus casas llevando al cuello el cordón con la imagen de San Francisco! Nunca volví a ver algo así en mis 30 años de misiones. El gusanito se lo echaba en la espalda para no mancharlo, la golondrinita se lo abrochaba con un clip para que no se le despegara en su vuelo rasante, la gallinita lo exhibía, cocoroca, y el bufalito, el bufalito... estaba triste bajo el espino.
-Qué te sucede, hijo mío.
-No me entra, Padre Mantis -respondió, avergonzado.
-Qué lástima -lo consolé- no tuve en cuenta tu bestial cogote. Se me hace que Dios no ha dispuesto solución para tu caso.
El bufalito se echó a llorar. Metros más allá, sus padres veían la escena, sin hallar qué hacer. El zorro, más astuto, citó a Padre Mantis al galpón y le indicó una cuerda que colgaba entre los aparejos.
-Úsela, padrecito, nadie se va a enterar. Yo mismo si quiere me atribuyo el hurto, usted queda bien puesto y el bufalito se va con Dios.
Así se hizo. Cerré las puertas de la iglesia, volví a la ciudad, confesé mi pecado y sólo eché al agua al zorro ante la insistencia de mi confesor.
Me contaron que dos días después el zorro amaneció crucificado en la cima del monte. Primero se acercó el tiuque y le picoteó los ojos, luego llegaron los perros a hincar el diente en la carne; los buitres bajaron de los últimos y le arrancaron las tripas. El bufalito le lamía las plantas de los pies, porque la sangre sabía dulzona. Finalmente los gusanos lo dejaron limpiecito, reluciente su esqueleto.
Esta fábula finaliza con una ingrata noticia para mí. Ya estaba viejo y daba el cielo por ganado cuando una primavera el perfume de una hembra me enloqueció y por una vez abandoné mi castidad. Era mucho más grande que yo y reposaba en una rama. Me monté sobre ella y la disfruté durante horas, pero de improviso me tomó en sus brazos y de un mordisco me decapitó. Entonces le inyecté mi esperma y acto seguido me fui al infierno.

viernes, 29 de agosto de 2008

El colibrí, el murciélago y el búho

El colibrí libaba néctar de las flores; el murciélago dormía colgado en una rama sombría. Llegó el atardecer. El colibrí, extenuado, se recogió en su nido. A esa hora el murciélago despertaba para iniciar una nueva jornada. Se encontraron por casualidad y se hablaron sin reservas, a sabiendas de que nunca se disputarían el alimento y jamás se harían daño. Eran aliados en sus vidas paralelas.
Díjole el colibrí: hola. Respondióle el murciélago: ¿qué tal, cómo estuvo el día? El colibrí le comentó que sentía que había aleteado demasiado por tan poco néctar. Le dijo que envidiaba al león pero sobre todo a la culebra, que come de una sola vez por 20 días.
-Tú mismo aprovechas el vuelo para tragar zancudos y polillas y eso no cuesta mucho; Dios pudo darme alas más lerdas, pero me tentó con éstas y vaya que les saco el jugo -remató.
El murciélago no disponía de tiempo para consolarlo, de modo que le comentó que si así había sido hecho, conforme a eso debía actuar. El colibrí dijo que eso lo sabía y le confesó que, siendo franco y en honor a la vieja amistad entre los dos, hablaba por hablar, de cansado y satisfecho que estaba. El murciélago se sintió burlado y eso le bastó para llenarse de envidia, porque comprendió que lo que decía el colibrí era verdad: él ya había vivido su día, en tanto que el murciélago comenzaba recién el desafío del suyo. Se preguntó entonces a qué le temía, por qué sentirse así, en circunstancias de que la vida en sí misma consistía en un desafío. Antes de echarse a volar se vio en la necesidad de acudir a la consulta del búho para confesarle su temor. El sabio contestó:
-Tu problema tiene que ver con los adjetivos. Si pensaras sólo en sustantivo verías la vida con otros ojos.
El murciélago siguió su consejo y desde ese día se le aclaró la vista. Se convirtió en ave diurna, cambió sus hábitos alimenticios y descubrió tantas cosas nuevas que sintió algo tremendo en su estómago, como un vértigo. Si fue devorado por el halcón, hizo carrera o volvió a sus viejas costumbres dejémoslo al criterio de cada cual. Después de todo, las fábulas se inventaron para que la gente meditara y decidiera.

martes, 26 de agosto de 2008

El sapo mirón se hace vegetariano

Posado en un nenúfar el sapo mirón pasó la vida. Si el nenúfar declinaba en su energía, saltaba a otro nenúfar. De noche croaba como todos, de día dormía debajo del nenúfar, protegido de la ronda mortal del águila rapaz e insolente. De noche su cuerpecito verde tentaba a búhos y lechuzas. De día se hizo viejo y fue devorado: un amanecer se transpuso y no alcanzó a meterse a la charca; lo apresaron unas garras filudas y se lo comieron.
Cuántas cosas vio en su vida el sapo mirón. Las registraba en su cabeza como una máquina fotográfica. Buenos ojos, los del sapo, qué buenos ojos tenía. Si le abren la cabeza le sacan varios rollos fotográficos.
Le gustaban las polillas porque eran de una talla S muy sustanciosa. Las moscas y los zancudos eran menos que un tentempié. Para un Dieciocho fue al supermercado y se compró un matapiojos. Lo asó en la parrilla para él solo, pero al comérselo se atragantó: el matapiojos se le cruzó en la garganta y no había forma de sacárselo. Lo llevaron de urgencia a la posta para practicarle una traqueotomía y de no ser por la habilidad del cirujano el sapo habría expirado. Se salvó por minutos. Desde ese día se hizo vegetariano, pero croaba por el hoyito que le dejó el doctor. Pasaron varios meses antes de que éste se cerrara. Entonces volvió a ser el mismo de siempre, con la excepción de que mantuvo su costumbre vegetariana.
La naturaleza lo colmó de bendiciones, pero bien miradas no eran tantas. Posarse y mirar. Registrar en la memoria. La indiferencia. La apatía. Frialdad de trato. Cazador de presas menores. Voluntad para sacarse el vicio de los matapiojos (aunque allí pudo primar el miedo que experimentó al atragantarse, lo que hace pensar que tal vez la voluntad se alimenta del miedo, he aquí la moraleja escondida en esta fábula).
Se cuenta que durante las primaveras nocturnas el sapo mirón se pasaba los tres meses con los ojos abiertos. Una de esas noches vio pasar al ejército de langostas que ese verano liquidó el paisaje. No le dijo a nadie. Se guardó la visión para sus adentros. De chico fue un sapo deshumanizado.

jueves, 7 de agosto de 2008

Doctor Gato, conferencista, y las gatas parlanchinas

En la sala arrendada para la ocasión no cabía un alfiler. Un gato mestizo de traje gris subió al escenario para anunciar el ingreso de Don Gato y las gatas lanzaron maullidos. Se apagó el intenso eco del murmullo; Don Gato entró desde el fondo, alumbrado por un foco, y recorrió el pasillo alfombrado de rojo agradeciendo a diestra y siniestra, como si fuera candidato presidencial. Antes de instalarse en el estrado se retiró la capa de seda, descubriendo sus seductores bigotes. Recién entonces hizo uso de la palabra.
La fama de Don Gato se fundaba en su título académico de Doctor, en el rancio abolengo de su raza abisinia, pero sobre todo en que no leía discursos preparados y la intervención de esa noche no fue la excepción. Don Gato improvisaba. Así llenaba los teatros, acudiera donde acudiera, con entrada gratis o pagada. Ésta era pagada, de modo que las gatas naturalmente vestían pieles, joyas y zapatos de charol. Y lucían muy rubias y maquilladas.
La conferencia se titulaba "¿Por qué las gatas hablan más que los gatos?". La venía ofreciendo desde hace un año de Arica a Magallanes y de mar a cordillera, con notable éxito de crítica y de público, como el autor de esta fábula ya lo insinuó en líneas anteriores. Durante las dos horas de la charla no voló ni una mosca. Si las gatas ya habían acudido previamente hechizadas, las palabras del notable académico sólo aumentaron el embrujo.
Don Gato cultivaba la siguiente rutina: primero hacía reír, luego hacía pensar, luego hacía llorar y finalmente volvía a hacer reír. El aplauso que recibía en todos los teatros era apoteósico y el de esa noche no fue la excepción.
A la salida recibió numerosas invitaciones a cenar, pero prefirió retirarse al hotel con su agente. En la pieza se dedicaron a contar el dinero, se dieron las buenas noches y cada uno se acostó en su cama. Al día siguiente les esperaba una fatigosa jornada en el pueblo de más allá, con charlas de matiné, vermouth y noche.
En cuanto a las gatas... las gatas... qué decir. Habían estado tan calladitas, obedientes y concentradas que a la salida estallaron. Llenaron cafés y restaurantes para comentar el espectáculo de Don Gato. Lo analizaron de pies a cabeza y cada una hizo una observación más original que la otra. Que su vestuario, que sus bigotes, que su modo de hablar, que el tono de su voz, que hasta sus zapatos sucios, se fijaron dos siamesas. Los mozos volvían a llenar las tazas de chocolate humeante y reponían las paneras con tostadas, bizcochos, mermeladas e hígado fresco, mientras la conversación pasaba al obligado tema de los hijos y los nietos y luego al tema central, consagrado a los tratamientos de belleza y rejuvenecimiento tanto a través del bisturí como de las cremas y el gimnasio. Con la bandeja de licores en la mesa, la charla derivó en voz baja y pudorosa al asunto de los amantes. Allí se subrayó lo fastidiosos que resultan, siendo la conclusión la misma de siempre, a esa altura con voces encendidas: los gatos no valen nada. El epílogo les fue dedicado a los esposos y a los jeeps. Todas las gatas de esta fábula conducían jeeps de acuerdo con la regla establecida: sólo debían hacerlo con las gafas de sol puestas, aunque estuviese lloviendo.
Quiere regalarnos el autor la siguiente moraleja: aunque el machismo se encuentre en retirada, acorralado por los tiempos, las gatas seguirán hablando más que los gatos, a pesar de que éstos continúan siendo los dueños de la palabra.

jueves, 31 de julio de 2008

El perro exitoso y el perro fracasado

Por la misma calle caminan dos perros sin amo. Los separan apenas cuatro cuadras de distancia. Rumia su imaginario fracaso el primero, escupiendo al suelo. Es un quiltro de buena estampa, casi pasa por animal de raza. Echa espuma por el hocico y de vez en cuando enseña los colmillos. Los demás cuadrúpedos lo evitan, prefieren arriesgar sus vidas cruzando la calzada a mitad de cuadra antes que toparse frente a frente con su aura de perro malaspulgas. El segundo no le sigue los pasos, aunque va en su misma dirección. Ejemplar de mayor tamaño, producto de singular cruza callejera, parece no tener apuro. No se trata de que ande saludando a medio mundo, no es ésa la prueba de su éxito, sino más bien la capa de pelo de camello que lo cubre la que habla a las claras de su posición en el canino mundo.
El dios de los perros los vigila desde el cielo. La diosa de los perros también los ha visto mientras come terrones de azúcar, echada en un canapé. El dios de los perros dictamina: ese, fracasado; aquél, exitoso. La diosa se extraña de su gesto tan severo indicando con el índice.
-Ya estás juzgando -se ríe.
-¿Cuál te gusta más para que te haga compañía? -la provoca. Ella los mira y contesta:
-Ese.
El dios de los perros ríe a carcajadas de las tentaciones de su esposa.
-¡Ese! ¡El fracasado! -no para de reír. Ella se engulle otro terrón y le responde:
-¿Y qué?

lunes, 21 de julio de 2008

La chicharra, las hormigas y la máquina

La chicharra se puso muy contenta cuando desde la puerta del camerino una hormiga le gritó ¡está lleno!
Salió a escena entre aplausos y se retiró entre vítores. Se vio obligada a hacer tres encores a capella: O Lola, Vesti la Giubba y Morgen. El auditorio hormiguil la aplaudió de pie.
Y así como vemos en las grandes películas norteamericanas de los años 50, cada mamá hormiga cubrió cariñosamente a sus pequeños y pequeñas con sus abriguitos de cuello de piel y se los llevó pronto a casa, donde el fuego de la chimenea resplandecía que era un goce.
Había toda una organización dedicada a esto. Estaba el portero Hormigordomo, un hormigón severo y algo demacrado. Estaba el cochero Hormigor, de bigote blanco y cuerpo obeso por pasar tanto sentado. Estaba madame Hormigoeux, que satisfacía los instintos de las hormigas y hormigos depravados que escapaban del galpón subterráneo por las noches. Estaba Mr. Hermit, el hormigo capitalista dueño del planeta Hormiga. Estaba Herr Hormiguéinstein, el científico que los hacía avanzar. Y estaba el hormigador que los proveía de leña. Y estaba la masa compuesta por millones y millones de hormigas, para qué nombrar una por una.
Y estaba la chicharra, para alegrarles sus momentos de ocio, que eran pocos.
La chicharra vivía del aplauso, pero no tenía qué comer. De pequeña había desarrollado un complejo de inferioridad, el mismo que ridiculizaba su rostro con menjunjes y la hacía ir de pueblo en pueblo, cantando. Era a rabiar admirada, pero sólo encima de las tablas. Las veces que se la vio por la calle con los bolsillos rotos despertó cierta simpatía; en otras ocasiones simplemente no se la reconoció y cuando un día anunciaron que se cancelaba la función por ausencia del tenor el planeta Hormiga pronto encontró a su reemplazante: una máquina eléctrica inventada por Herr Hormiguéinstein que hizo las delicias de grandes y chicos.

sábado, 19 de julio de 2008

Los ratoncitos y las teclas del piano

Siete ratoncitos machos recién nacidos duermen debajo de las teclas de un piano. Allí los tuvo su mamá y allí los dejó. Pronto serán mayores y deberán ingeniárselas por sí solos. Mientras tanto duermen y maman de la teta de mamá ratona.
El pianista es un admirador del arte de Ligeti. Se sienta todas las tardes ante su instrumento y toca esas piezas tan condensadas, conmovedoras. Desde hace un par de días cada tecla le arranca un chillido agudo al ratoncito de turno; el pianista últimamente no logra comprender el efecto que la composición forma en sus oídos.
Para los ratoncitos, en cambio, la práctica vespertina del pianista es la demostración de que la vida no es sólo tomar papa y disfrutar del calor que desprende la piel de la mamá: habrá momentos duros que tendrán que soportar como hombres. Y así, lo que verdaderamente está consiguiendo la presión de las teclas no es otra cosa que esconder sus llantos.

lunes, 14 de julio de 2008

Las cuatro cucarachas, sus cuatro novios y la luciernaguita

La noche no duerme, pero el bosque sí. Cualquier ruido parece meterse en un parlante, porque sale disparado, multiplicado por tres y resonando entre la hierba.
Ya hemos descrito el ambiente, presentemos ahora la escena.
Sucede todo en la cueva de las cucarachas. Tres de las cuatro cucarachas corren animosas y se acicalan para esperar a sus novios; una cuarta dormita, apática.
Los novios llegan a la guarida sin ganas de cortejar. No es que no estén de humor, más bien les sobra instinto. Pero las cucarachas disponen de tretas. No van a regalar sus encantos por nada. Al menos podrían recibir bombones, ya que los cumplidos escasean.
-Bombones no.
-Queremos bombones.
-No.
-Sí.
-No todavía.
Una luciernaguita extraviada entra por error a la cueva. Ve a las cucarachas montadas unas sobre otras. Una medio adormilada está agazapada en el rincón, devorando una caja de bombones. El descuido de la luciernaguita le juega en contra porque un par de antenas la captan; son de un macho que se desentiende de su hembra para lanzarse a su caza. La luciernaguita alcanza la salida y vuela. El macho, exasperado, retoma su apetito original con rabia.
La luciernaguita es hallada por su madre en lo más oscuro del bosque. A ésta le cuenta lo que ha visto. La madre la lleva a la cama y la hace dormir, pero a la luciernaguita le cuesta conciliar el sueño. Le ha venido una fiebre atroz. Más tarde sueña horribles pesadillas.
-Fue un sueño, hijita, duerme tranquila, la consuela la mamá.
Bien entrada la mañana se acerca a despertarla pero descubre que está muerta.

viernes, 11 de julio de 2008

El alacrán y la araña

Vaga el alacrán de piedra en piedra, inyectando su veneno. Asómase la araña de su nido y lo captura. Jamás se vio batalla igual en la superficie de la tierra; los monstruos hubieron de meterse a un túnel de algodón para expresar sus fuerzas.
Abraza la araña al alacrán, éste se retuerce y le clava el aguijón. Se estremece la araña, quiere apretar, morder y beber y no es posible; el alacrán canta victoria. Ninguno piensa, ninguno habla. La araña está atontada. El alacrán, obnubilado. No le apetece devorar, envenena y nada más, es su tarea. La araña lo mira intensamente, pero no entiende, no logra entender nada; el alacrán no quiere irse. No todos los días se triunfa ante una araña así.
Han estado secos los tiempos en el bosque. Los animales de bien rezan plegarias. Las nubes no traen agua, sólo sombras calidosas. Arde la tierra en segundos, se lo lleva todo el fuego hacia la altura. Se lleva lamentos y huevos de culebra, hojas recién nacidas, ovejas que dan a luz; ni los nidos de araña se salvan de las llamas.

jueves, 10 de julio de 2008

Óscar el gallo y Bernardo el chancho

Óscar el gallo cantó con voz destemplada. Ahora sí que clareaba el alba. Bernardo el chancho sacó la cabeza del corral y lo hizo callar de un gruñido. El gallo se reía, satisfecho de su obra.
-Qué culpa tengo yo, Bernardo. No puedes impedir que la tierra siga girando. ¡Vamos, puerquito, despierta ya! y vive cada amanecer como si fuera el último de tu vida.
Bernardo pataleó en el barro y se movió de un lado a otro en el corral. Hubiese preferido seguir durmiendo; la luz de la mañana le hacía siempre mal. Jamás en su vida se había acostumbrado a ese momento. Tuvo que transcurrir, como cada día, más de media hora para que el genio le cambiara. Desayunó cáscaras de sandía, echó unos excrementos en el rincón más oscuro, abrió la puerta y salió a dar un paseo al campo. ¡Qué bien se sintió entonces, alejado de su hogar por un rato!
Era sábado. Bernardo el chancho ignoraba que al día siguiente se celebraría una gran fiesta en la granja. Se extrañó de ver correr de un lado a otro a la mujer y a las hijas del granjero. Las ollas humeaban y sobre el mesón se llenaban bandejas con las más frescas verduras. Cosas de Don Hilario y su familia; a mí, maní, se dijo.
A la altura del bajo que conduce al estero dio vuelta la cabeza y vio que Pedro el capataz lo señalaba con el dedo a la familia del granjero. Óscar el gallo cantó tres veces.
-Kikirikí... kikirikí... kikirikí...
El plumífero no se cansa de alardear, pensó.
Al volver de su paseo, Bernardo notó una visita dentro del corral. Don Hilario lo miraba con ojos tristes, apoyado en la baranda. En una de sus manos tenía un puñal; en la otra, un martillo.

jueves, 3 de julio de 2008

El microbio y la ameba

Una ameba pegajosa se arrastraba por el intestino de maese Pedro cuando a lo lejos vio venir un sabroso microbio, suculento manjar para un día de perros. La ameba estaba en los huesos, límite en que la astucia que nace del hambre ya pierde su efecto y da paso a la resignación. Dicho de otra forma, su poder de cazadora venía a menos.
El microbio pasó delante de ella, como burlándose. También la había divisado de lejos. Era un microbio robusto, de buen aspecto, en pleno desarrollo. Un microbio musculoso. Todo un microbio. Pero tenía un grave defecto: con el tiempo su curiosidad lo había hecho desarrollar cierta tendencia hacia la depravación. De modo que voluntariamente se dejó cazar, "para probar qué se siente".
La ameba estiró sus seudópodos y lo atrapó. A los pocos segundos se llenó de nutrientes y creció a tranco de ogro de siete leguas, pero interiormente su organismo comenzó a experimentar severos cambios, al tiempo que su mente divagaba sobre raros asuntos. Qué me pasa, pensaba maese Pedro en la fragua, el calor me está haciendo mal, o habrá sido el caldo que tomé por la mañana.

lunes, 23 de junio de 2008

El vellocino de oro y las habichuelas mágicas

Un carnero fue desprendido de su vellón en la estación del estío. La lana fue depositada en un granero, sin sospechar el ovejero que esa mañana su hijo había lanzado allí mismo unas habichuelas mágicas. Al día siguiente el vellocino se había convertido en oro. El ovejero se maravilló del hallazgo y decidió guardar el oro en un saco y esconderlo en las profundidades de la noria. Por la noche le confesó el secreto a su mujer, quien lo obligó a levantarse y recuperar el tesoro. El niño miraba por la ventana el paseo que daban sus padres por el patio, iluminados con una linterna. Vio bajar al pozo a su papá, atado a una cuerda. Desde arriba su mamá le exigía que hallara pronto el saco, pero el hombre no decía nada. Cuando salió, con las manos vacías, el niño alcanzó a escuchar que en el fondo de la noria había un arpa encantada por una bruja mala que tenía la cabeza llena de serpientes. El ovejero tiritaba de miedo, pero su mujer, aguijoneada por la ambición, tomó la cuerda y bajó al pozo. Al tocar el agua encendió la linterna y el agua reflejó su rostro. El espanto la devolvió de un salto a los brazos de su marido, al cual le comentó:
-Teníai razón.

lunes, 16 de junio de 2008

El camello jubilado y el elefante sacerdote

Jubiló el camello oficinista y le hicieron una linda fiesta. Recordaron los camaradas sus andanzas y se despidieron de él en una esquina entre abrazos, al clarear el alba. En su desierto natal, lejos del mundanal ruido, los primeros días se sintió serenamente feliz. Luego empezó a cundirle la ansiedad. Descubrió que necesitaba un confidente, pues las amenidades de su diario vivir, si no las contaba pasaban a ser letra muerta. Jamás había sentido el más mínimo apego por su trabajo de rumiador de carpetas, pero nunca pensó que le hiciera tanta falta. Picado por una insana curiosidad, un día viajó expresamente a la oficina para averiguar quién lo había sustituido. Se arrimó a la ventana y al ver a un camello parecido a él, pero más joven, sintió una rabiosa envidia y ganas de llorar. Volvió a su pueblo en el último bus de la tarde.
En el paradero nadie lo esperaba. Llegó caminando a su casa, encendió el televisor y se sentó a disfrutar lo que le ofreciera la fortuna. Dispuso ésta que antes de proyectarse la película de medianoche irrumpiera en la pantalla un elefante cuya abundante papada apenas dejaba ver sus hábitos de sacerdote. Tomó la palabra y lo miró a los ojos: ¡Hijo, a ti te hablo! Otros debaten sobre el precio del petróleo, la marcha estudiantil, el partido de fútbol, la canción de moda. Tú eres de los que se miran el ombligo, vanidad de vanidades. Yo le hablo a Dios y Dios me escucha JA JA JA pero a ti nadie te escucha JA JA JA morirás canalla JA JA JA desagradecido.
El camello experimentó intensa sudoración al oír estas violentas palabras y despertó del mal sueño provocado por la fiesta de despedida. Consideró, sin embargo, la pesadilla como un mensaje digno de ser tomado en cuenta y esa misma mañana acudió a la placita del desierto con una bolsa de migas para las palomas.

viernes, 6 de junio de 2008

El perro cirujano y su paciente el gato

El gato Osmán se sentía enfermo; le dolía el esófago y acudió al doctor. Casi se cae de espanto cuando un perro le abrió la puerta. Era el doctor Can Severo, de especialidad cirujano. Al gato se le quitaron de inmediato los dolores, pero ya que estaba ahí, y con la cuenta pagada de antemano, entró a la consulta, castañeteando los dientes. El doctor Severo lucía unos buenos colmillos y tanta academia tal vez no hubiese sepultado del todo a su naturaleza, temía el gato. Sin embargo, pronto descubrió que estaba en buenas manos. Del perro original nacido a los pies de un arbusto no quedaban casi recuerdos en el médico. Éste lo atendió amablemente, lo que provocó en el gato el instantáneo renacer de sus dolores. Me duele aquí, debajo de la garganta, le explicó. El doctor Severo examinó y palpó unos minutos en silencio; luego dictaminó con la certeza de un galeno: hay que operar.
En el pabellón, entre tijeras, algodones y bisturíes, Can Severo no dejaba de silbar, no de placer sino de sorpresa. Con la sapiencia del maestro instruía a sus ayudantes: miren aquí, ¿creerían antes de ver esto que se trataba de un gato? Y acá, ¿esperaban hallar un músculo así? Y estos anillos, ¡ni se sospechaban por fuera, pero cuán importantes son para este animal!
El gato se mejoró y a los 15 días ya correteaba en los tejados. Les perdió el miedo a ciertos perros, pero años más tarde eso le costó caro, ya que un can bellaco que se las daba de banquero lo dejó en la ruina. El doctor Severo continuó con su noble misión de velar por la salud de los enfermos y acrecentó su fama. En cuanto a los ayudantes, éstos extrajeron una valiosa lección, a saber: que no hay que formarse una idea de los gatos viéndolos por fuera, es preciso conocer su anatomía por completo antes de emitir un juicio decente.

miércoles, 28 de mayo de 2008

La hoja, el río y el sol

En plena primavera hubo un torbellino que arrancó las hojas recién nacidas de los árboles. Cayeron al río; era todo un espectáculo verlas navegar por las aguas cristalinas. El sol las admiraba que daba gusto desde el cielo.
Entre las hojas viajaba una llamada Perla. Durante el trayecto había escuchado que confluirían sin excepción en la cascada, de modo que su peregrinaje consistía en prepararse para el gran momento.
Una curva del río las dispuso a todas en ordenada fila; a lo lejos resonaba el rumor de la catarata, pavoroso. Perla vio como iban cayendo una a una al abismo y aquella escena que hacía crecer su emoción se le antojó un mero adorno de su show, pues, siendo una hoja de poco entendimiento, siempre imaginó aquel momento estelar como un show en el que las hojas -la comparsa- desempeñarían el papel de cuerpos graves en tanto ella -la star- sería cuerpo leve, sensaciones, recuerdos, pensamientos, alma y vida. Su caída habría de ser tan sublime que no podría darse sin una fanfarria de trompetas.
Cuando le llegó su hora miró al sol y... cayó. Mientras se mezclaba con la espuma furiosa alcanzó a ver a otras hojas iniciando su descenso.
El sol no disfrutó la caída de Perla. Ni siquiera se dio cuenta; era una más de tantas. El sol disfrutaba el conjunto.

lunes, 26 de mayo de 2008

El gusano y el zorzal

Un zorzal de alegre apetito torció el cuello en el prado, para escuchar el desplazamiento del gusano. Éste apenas avanzaba debajo de la tierra, y se lamentaba de ello.
-Qué vida de sacrificio y oscuridad, la que vivo; ojalá viniera una lluvia y me llevara a conocer el mundo de mis hermanos alados -pensaba.
En eso sintió un trueno terrible que lo sacó de la tierra y lo depositó en un santiamén en el pico del zorzal. Al segundo siguiente descendía al estómago del ave. Apenas alcanzó a ver la luz del sol cuando ya estaba de nuevo sumergido en las tinieblas.
-No es como me habían contado -pensó antes de ser disuelto por los ácidos-, en verdad prefiero mil veces mi hogar.

jueves, 22 de mayo de 2008

La memoria de papá elefante

Papá elefante recibió a sus hijos en su casa al pie de la montaña. Habían viajado de muy lejos para verlo y venían acompañados de sus mujeres y de sus propios retoños, los nietos y nietas de papá elefante. Se celebraba el día del padre y en todas las cuevas, guaridas, nidos de la selva se repetían reuniones similares.
Sentados a la mesa afloraron cálidos recuerdos. Se brindó por los ausentes y a papá elefante se le pasó un poco la mano con el vino. Durmió la siesta entre gritos y correrías de los elefantitos. Los más grandes de la familia hacían sobremesa y las elefantas lavaban la loza.
Al atardecer cada descendiente emprendió el regreso con los suyos. Papá elefante les echó monedas en los bolsillos a los pequeños, les regaló ricas tortas a las elefantas y les repartió discretamente sendos cheques a los hijos. A todos los salió a despedir a la puerta. Luego se recogió en su hogar a ver las noticias.
El hijo mayor había comprado a duras penas un Fiat 600 y en él retornaba a casa con su propia familia. Los tres elefantitos ocupaban los asientos traseros. Adelante, su mujer le metía conversación.
-¿Lo notaste más viejito? -le decía.
-Sí, un poco.
-Se ve acabado tu papá.
-Algo me fijé.
-Se le olvidan las cosas, cambia los recuerdos... ¡y esa historia de cuando se paraba en dos patas en el circo!... ¡ya me tiene aburrida!
-Me di cuenta.
Los diálogos en los demás autos no eran muy diferentes, de modo que no nos detendremos a desmenuzarlos. Lo importante es lo que sucedió en la casa de papá elefante.
Éste, luego de ver las noticias apagó el televisor y se sentó a reposar en su berger. Trataba de recordar y, en efecto, se le iban los recuerdos, se le mezclaban las imágenes. Su vida anterior le pareció de pronto fantástica, inventada o al menos, escindida de la actual. No puedo ser el mismo que de niño corría tras un volantín en las praderas del África, el mismo que de joven vivía al tres y al cuatro en una pensión de Ciudad del Cabo, el mismo que recorrió el mundo y le dio su vida al circo. Ésos eran otros siglos, otros elefantes, no era yo. He vivido demasiado y al menos cuatro o cinco de esas vidas fueron de sobra. Mi vida es ésta, mi única vida es ésta. Mis seres queridos se han ido y yo vivo solo, rodeado de comodidades, sin ganas de disfrutar nada de lo que tengo. Lo único que me atrae es ver las noticias y mi único deseo es morir lo más viejo que sea posible y sin dolor.
Así pensaba y así sentía.

martes, 20 de mayo de 2008

El murciélago y la mariposa

La mariposa entró a la escuela y lo primero que el profesor murciélago le enseñó fue que su vida anterior había sido muy entretenida. Al finalizar la clase le dio una tarea para la casa: dibuje sus estados.
Al día siguiente la mariposa llegó con un dibujo de sus cuatro estados: larva, oruga, crisálida y mariposa. El maestro le puso un siete y le dio una nueva tarea, más difícil: por qué la mariposa cambia de estados.
Al día siguiente la mariposa llegó con una composición que decía más o menos así: "Mi papá me dijo que todas las cosas cambian en el mundo, hasta las cosas muertas. Los cambios se producen por la necesidad de adaptación a la vida. Los hombres, de los que Dios nos aleje, cambian además las empresas que acometen y sus estructuras sociales por mero hastío, aburrimiento. Hacen bien una cosa pero cuando mejor le va a la cosa la cambian, la perfeccionan, sea un automóvil, una ley, una forma de educación, un programa de televisión, una sinfonía. Así, siempre da la impresión de que ellos mismos y las cosas que tenían antes eran equivocaciones y que cada día avanzan más y más por el camino de la perfección, que es interminable. Sin embargo, como los hombres también son nostálgicos crearon el sentimiento de lo clásico. Se regalan de vez en cuando unos momentos para soñar con el mundo perfecto y perdido. Mi papá me dijo". El profesor le puso un cinco coma cinco y le dio una nueva tarea: de qué se alimentan las mariposas y qué animales se alimentan de mariposas.
Al día siguiente la mariposa faltó a clases. El maestro salía a cada rato a la puerta a mirar si venía, con una servilleta alrededor del cuello. Se le hacía agua la boca y le sonaban las tripas.
Ha dispuesto el autor cuatro grandes moralejas para esta fábula:
Si la fortuna ha llegado a tu puerta, no la hagas esperar.
No confíes en aquellos que gustan de hacerse llamar maestros.
El buen padre se antepone a los riesgos que puedan correr sus hijos.
La insatisfacción humana nace de su sed de conocimiento.

jueves, 15 de mayo de 2008

El lobo estudioso y los tres chanchitos

Un lobo estudioso y viejo se halló de pronto ante tres chanchitos desobedientes, a los cuales se quiso comer. Conocía perfectamente el cuento infantil, de modo que se olvidó de los famosos soplidos y se concentró en el estudio de la casa sólida que los protegía de sus fauces. Disponía además de dos antecedentes previos. El primero, que eran desobedientes. El segundo, que uno de los tres era desconfiado y práctico: a ése había que apuntar.
Los planos le demostraron que se trataba de una morada indestructible: por ese camino iba mal. Las fotos le demostraron que los tres eran iguales. ¿Cómo descubrir al práctico?
Se desesperaba.
Un día tocó a la puerta vestido de cartero.
-Eche la carta por debajo de la puerta.
Un día fue a ofrecerles un seguro de vida que a la vez servía de cuenta de ahorro.
-Ya tenemos.
Disfrazado de mujer les ofreció placer a bajo costo.
-No eres nuestro tipo.
El práctico era un dictador. Pero los dos chanchos no protestaban porque eran bien alimentados y estaban a resguardo. ¿Qué hacer?
El lobo recurrió a su biblioteca; de pronto saltó de alegría. Había hallado la solución.
Al día siguiente amaneció frente a la casa de los tres chanchitos un lobo gigante con cuatro ruedas en las patas. Sobre su lomo, un cartel: "Homenaje del lobo del bosque a la victoria de los tres chanchitos". Práctico miró a todos los lados y les pidió a sus hermanos que entraran el trofeo y lo depositaran en el patio. Discurrió que de él se obtendría buena leña para la chimenea, piel para entibiar el piso y cubrir las camas y ruedas para jugar a los autitos. Dio inicio inmediato a la tarea. Al retirar la madera del vientre bajó de allí el lobo de verdad y se los comió.
Moraleja: más vale ser instruido que ser práctico.

martes, 13 de mayo de 2008

El búho y su hijito

La fábula que se narra a continuación no se parece a la que en su tiempo relató La Fontaine con maestría, y que no está de más recordar, para los que no la hayan leído. En síntesis, mamá búho le rogó al águila que no se comiera a sus hijitos y ésta aceptó, por un favor que le debía. Al pedirle que describiera a sus retoños, para frenar la tentación si los divisaba en el nido, mamá búho confeccionó un retrato lleno de virtudes y remató afirmando que eran "los animales más bellos de la selva, sin duda alguna". Pues bien, esa misma tarde el águila sobrevoló el nido y se los comió.
Ninguna madre he conocido que hable mal de sus hijos; antes bien, los llenan de inmerecidas alabanzas. El orden natural es que las cosas sean así para que las especies proliferen al cuidado de quienes corresponda. Mas también hay en esta fábula una consideración no menos importante, que nace de la espontánea risa que nos provoca la descripción de mamá búho acerca de sus monstruitos. Ella es: ¿quién determina lo que es bello y lo que es feo, quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Quién fija el canon? O en otras palabras, ¿son la inteligencia, las líneas que se dicen armónicas, el poder, el dinero o la simple mayoría las reglas absolutas que dictaminan qué animal es mejor que otro?
Pero nos hemos desviado de la fábula, que de seguir en análisis como éstos desembocaría bien pronto en Sócrates, Platón y Aristóteles, me temo.
Esta historia es bastante más sencilla. Trata del búho y su hijito, quien consideraba sabio a su padre y como él, ser quería.
Papá, tú que sabes tanto dime cómo aprendiste. Y el papá le cambiaba el tema. Papá, quiero ser sabio como tú. Y el papá reía. Papá, ¿seré sabio cuando sea grande? Entonces papá búho le habló:
-Hijo, tú quieres ser sabio. A mí me gustaría ser niño.
-¿Por qué, papá?
-Para ser sabio.
-Pero sabio viene de saber, papá.
-No, hijo. Sabio viene de no saber.
-¿Entonces yo soy sabio?
-Sí, hijo, pero no lo sabes.
-¿Y tú no eres sabio entonces?
-No, hijo. Yo soy ignorante, y lo sé.
-¡Pero yo sé menos que tú!
-Así es.
-Entonces yo quiero ser ignorante, para no saber tanto como tú no sabes.
-¿Y por qué te interesa no saber aún más, si con lo que no sabes ya eres sabio?
-Papá, basta, tú no entiendes. Lo que yo quiero es ser campeón, porque es rico...
-Hijo. Has dado el primer paso hacia la ignorancia...
No se desprenda de esta fábula una moraleja de corte oriental o hinduista. El verdadero sentido es demostrar que los niños a menudo piensan como adultos, y nos cuesta aceptarlo.

miércoles, 7 de mayo de 2008

El cordero y la gallina

El corderito vivía feliz hasta el día en que lo trasquilaron. Él no sabía lo que era eso y cuando el capataz abrió las tijeras se asustó. Luego pasó el susto, porque no dolía, pero le dio un poco de frío. Al salir del corral se dio cuenta de que estaba completamente pelado. Sintió vergüenza de que lo vieran así y trató de ocultarse, pero ya era tarde, porque en el gallinero el cacareo era atroz.
Entre las que más cacareaban destacaba una gallina histérica que no podía parar. No se sabía si era llanto o risa lo que salía de su pico, mas el corderito de una cosa estaba seguro: el infernal cacareo lo tenía por destinatario.
Llegó el otoño y se volvió a cubrir de lana. Lucía magnífico.
Un día domingo vio a la dueña de casa entrar al gallinero. La mujer perseguía a las aves al azar hasta que agarró a una del cogote: justo a la gallina histérica, que pataleó en vano para zafarse de su ama. Ésta le ahorró mayores sufrimientos pues no más entró con ella a la cocina le estiró el cogote. La candidez del corderito lo llevó a mirar por la ventana, pero mejor no lo hubiese hecho, porque el shock fue tremendo. Sobre un plato de la cocina a leña había una olla de agua hirviendo. La gallina histérica yacía en la mesa, decapitada y completamente desnuda. Del sector anatómico en que una vez estuvo su cogote brotaba un hilo de sangre y más allá, asomados a una cacerola, sus ojos sin párpados lo miraban intensamente. En el basurero reconoció las plumas, mezcladas con cáscaras de papas y cebollas. Ruborizado hasta el último rizo se retiró de las inmediaciones de la casa, rumbo a la pradera. Allí se prometió dos cosas: guardar prudencia en sus actos futuros y no comentar con nadie lo que había visto.
Por más que la busco, a esta fábula no le consigo hallar la moraleja.

lunes, 5 de mayo de 2008

El sapo misionero y las cigüeñas disipadas

El sapo misionero llegó de noche al país de las cigüeñas. Se despojó de su abrigo, clavó un cartel en el tronco de la encina y se fue a acostar.
Al otro día las cigüeñas llegaron puntualmente al lugar de la cita. El cartel decía: "Mañana, sermón a las 8 AM. El sapo misionero".
El sapo misionero se había quedado dormido. Cuando se levantó, lo hizo con cargo de conciencia. Sacó el cuello del charco y miró hacia el claro en el bosque: ya estaban todas las cigüeñas, no faltaba ninguna y algunas consultaban sus relojes.
Apareció el sapo vestido de abrigo. Se paró en el púlpito, se sacó el abrigo, lo dobló cuidadosamente y regaló su sermón. Pero en la vida hay regalos que mejor no prometer. Fue una prédica débil, improvisada, dicha a tropezones, que no enterneció ni remeció a las cigüeñas. Éstas solamente le prestaron atención un par de minutos y luego, como si hubiesen puesto en una balanza sus palabras, continuaron con sus vidas disipadas. El sapo misionero, sin desearlo, las había reforzado en su vicio.
Años después el sapo se calentaba las manos ante el brasero y su nieto le consultó una vez más por ese fracaso. Le encantaba escuchar la historia, sobre todo por la forma en que se la contaba su abuelito. El sapo habló y terminó con esta sentencia: "Y ese fue el cuento, sin ponerle ni quitarle, querido renacuajo. Cuando vi a tanta cigüeña junta me miré en menos y me chupé. Se me entró la voz, me dieron ganas de torcerles el cogote y les tiré una mueca de desdén, así como ésta. Después pesqué el abrigo y me fui".
El renacuajo le preguntó cuál era la enseñanza que dejaba el cuento. El sapo contestó: "No basta creerse bueno haciendo cosas, querido renacuajo. Las cualidades del alma también se deben demostrar con palabras".

viernes, 18 de abril de 2008

Los peces y las flechas gigantes

Hubo un gran accidente marino. Naufragó a la cuadra de Chañaral un barco que transportaba toneladas de fierro macizo destinadas a armaduras de hormigón. El barco se dio vuelta de campana y los fierros, que permanecían al aire libre en la cubierta, descendieron a la fosa abisal antes que la nave. Por efecto de la presión fueron tomando el sentido vertical, de manera que al llegar al fondo quedaron clavados como estacas y el barco los remachó, cual martillo.
Tan extraño paisaje repentino sorprendió a los monstruosos peces que habitan esas profundidades. El rey llamó a asamblea y ofreció la palabra. El pez linterna sostuvo que se estaba haciendo dificultoso salir a procurarse el alimento, con tanto fierro levantado desde la arena, aunque concedió que la visita a los restos del mercante sacaba de la rutina los fines de semana. El pez ciego dijo que según lo que le habían contado sus abuelos, los fierros parecían "árboles de bosque". No supo explicar qué quería decir aquello. El pez luciérnaga agradeció la llegada de estas "lanzas de advertencia" y prometió desde ya rezar todas las noches. El pez bazofia apuntó que su cuerpo al pasar entre los fierros se estaba acostumbrando a nadar al estilo del dribling de los futbolistas, según había visto en alguna parte o le habían contado. El rey puso fin a la asamblea y no se llegó a ninguna conclusión.
Cuarenta años después nadie recordaba el origen de esas hilachas que bailaban en el agua, a punto de desintegrarse por efecto de la corrosión. Todos los testigos de la lluvia de flechas gigantes ya habían muerto y sus descendientes repetían un mito según el cual el Eterno Pez sin Branquias les envió un día catedrales góticas para que sus vidas tuvieran sentido. Durante ese tiempo, en efecto, y aparte de otras consideraciones, los peces se acostumbraron a transitar entre agujas elevadas y fueron grandemente espirituales. Pero ahora las costumbres cedían, junto con el material de construcción.

jueves, 17 de abril de 2008

La zorra velada y la gallina ansiosa

Iba por el mundo con su velo la zorra Erudita cuando se cruzó con la gallina Fina.
-¿Sabrá usted dónde venden pollos de grano? ¡Tengo un hambre!
La gallina Fina no razonó bien, debido a una ansiedad que padecía casi de nacimiento, y le dio una dirección que resultó ser falsa. La zorra Erudita volvió a los pocos minutos, no a cobrarle su falta sino a solicitar una rectificación. La gallina había tenido tiempo para pensar y le dio ahora la dirección verdadera.
-Es que soy tan ansiosa, señora por Dios -se justificó.
La zorra, que comenzaba a experimentar simpatía por el ave nativa, le respondió:
-No os preocupéis, querida amiga. Así como me veis yo tampoco soy.
Marchose y tras corto caminar dio con la dirección correcta. Compró una docena de pollos de grano, que picoteaban maíz ante sus ojos. Los eligió y se los comió ahí mismo, con pimienta y mostaza Dijon, receta francesa. Volvió a agradecerle el dato a la gallina, a la que ya intuia. Cuando estuvo ante ella se sacó el velo y le dijo:
-Muchas gracias, gallina Fina. Me ha caído usted tan bien que me voy a sincerar. Yo de chica me cubro ante los demás, pero cuando entro en confianza me quito el velo. Son manías de extranjera, pero ya que estamos hablando, ¿es realmente feliz en estas tierras?
La gallina, liberada de su ansiedad ante el trato familiar que le dispensaba la zorra, le empezó a relatar su vida.
-Vivo pensando en no desagradar a los demás animales y por eso a menudo me equivoco, señora Zorra. Como si no bastara, con esta forma de ser no me toman en cuenta cuando hablo, porque hablo siempre apresurada, sin darme mi tiempo. O sea, me quiero harto poco.
La zorra Erudita se enterneció y quiso abrazarla. La gallina Fina se sintió indigna del abrazo y se asustó, pero sus ansias de cariño pudieron más y aceptó el regalo. Así fue como se inició una larga y desinteresada amistad entre ambas.
Moraleja: el manto del recelo nos hace extraños en tierra propia; la verdadera amistad nos libera y nos iguala.

martes, 15 de abril de 2008

La pulga, la mosca y el ratón en la cápsula espacial

Una pulga, una mosca y un ratón subieron de polizones a un cohete con tres astronautas, destinado a la luna. La mosca se metió para callado en un pliegue del traje de Mark Joness, con dos eses; la pulga ingresó de zapato Armani y sombrero Montecristi junto a los astronautas, de lo más chic. Las imágenes no la captaron porque -transmitidas desde abajo- sólo consiguieron registrar el saludo de los héroes. En cuanto al ratón, se las ingenió para escalar hasta el borde de la cápsula y apenas se abrió la puerta, o compuerta, entró y se ubicó en un rincón oscuro.
Partió la nave y vino la primera desgracia: el ratón tenía la cola tan larga que una parte le quedó afuera y se fulminó en segundos, de modo que de la pura vergüenza pasó todo el viaje escondido en su rincón y no pudo levitar, que era lo que él quería. Y aunque hubiese querido, no habría podido hacerlo, porque la cola restante estaba atrapada en la puerta, o compuerta.
La mosca pasó el vuelo entero con dolor de cabeza, por problemas de presión. Cuando la cápsula bajó a la luna, salió volando y depositó miles de huevos en una roca lunar. Segundos después expiró, recocida. Quiso el destino que la roca fuese recolectada por Wilfrid Stigler en su famoso paseo lunar. De allí que este autor sea el único que esté en condiciones de afirmar que el descubrimiento de vida en la luna es falso, pues los huevos corresponden al malogrado díptero terrícola. Una ampliación de la imagen de la caminata muestra un puntito negro brillante que se posa en la roca, que los científicos han confundido con polvo lunar arrastrado por los pequeños vientos artificiales originados por los gases emitidos desde las toberas de la cápsula. Lamentablemente el cuerpo de Stigler tapa un humito que se desprende del lugar donde fallece la mosca, pero una voluta se podría apreciar, otorgando el beneficio de la duda, en la sección ubicada a la altura de su rodilla derecha.
La pulga fue la más afortunada de los tres. No salió de la cápsula y volvió a la tierra con una figura Rubeniana, rebosante de salud. Cuando sus amigas le preguntaron por el viaje se hizo de rogar y luego se mandó las partes, pero la verdad fue que apenas pudo ver la luna por la ventana.
A los astronautas también les hicieron preguntas de rigor. Ferdinand Volwutt dijo a la prensa:
-Como que de repente sentía que me picaba una pulga.
-¡Yo también! -agregó Stigler, riendo.
¿Cómo lo hizo nuestra amiga sifonáptera para meterse en los trajes? He allí un misterio más para la ciencia.

viernes, 28 de marzo de 2008

La mariposa, la luciérnaga y el concierto de los animales

El día en que la mariposa y la luciérnaga pusieron sus pies, por así decirlo, en la faz de la tierra, el hombre, que era el más sabio de todos los animales, pues no existía otro que supiera leer, citó a una asamblea con carácter de urgente. Primera citación, dos de la tarde; segunda citación, dos y cuarto de la tarde.
Apareció puntualmente a la primera citación el concierto de animales que por esos tiempos poblaba la selva, de modo que no fue necesario esperar la segunda citación para dar comienzo a la asamblea. El hombre bajó del árbol, dio a conocer la noticia y luego ofreció la palabra a la concurrencia. En la selva no cabía un alfiler.
Dijo el león:
-Si están con nosotros es para ser admiradas. La admiración hace nacer el deseo de posesión y quien posee es simplemente el más poderoso. Por lo tanto ambas son mías pues me pertenecen por el poder que ostento. No se habla más del asunto.
Dijo la lechuza:
-Al menos la luciérnaga debiese quedar para mí, ya que veo que por las noches sobrevuela mi espacio con aires coquetos. Estoy prendada de su lucecilla.
Dijo el mono:
-No soy tan poderoso como tú, temido y respetado león; ni tan sabio como usted, bienamado presidente, mas no por eso he de renunciar a mi derecho: proclamo que utilizaré todos mis medios para conquistar a ambas bellezas.
Dijo el cocodrilo:
-Desde abajo se disfrutan más los encantos que nos ofrecen estas dos pinturitas y si alguna de ellas pasa por mi lado no puedo prometeros que mis fauces no se abran.
Dijo el hipopótamo, mirando fijamente a las dos, que eran exhibidas a los demás en el claro de la selva:
-Soy feo y lerdo, lo admito, pero quiero que sepan que poseo algunos ahorros en el banco. Con gusto sacrificaré parte de ellos por el placer de disfrutaros.
Torpe y penoso resultaría resumir cada una de las intervenciones. En suma, todas las bestias alegaron su derecho a deleitarse con el atractivo de la luciérnaga y los encantos de la mariposa, con sólidas razones o ingeniosos sofismas. Antes de disponer que les fueran regaladas ambas al león, el hombre les concedió la palabra.
Dijo la luciérnaga:
-Si he de brillar intensamente, pues entonces que mi luz sea para el más poderoso. Gustosa me voy donde el señor león, pues me han contado... aunque de vez en cuando no me haría mal una velada con el respetable hipopótamo.
Dijo la mariposa:
-Si he de elegir, deseo volar para siempre ante un paisaje cuyo horizonte sea un espejo. Necesito verme a cada momento, toda otra acción me insatisface.
El hombre dio la orden y la sesión se levantó entre el generalizado desánimo. Cada animal debió contentarse con su igual, salvo el león, que siguió tomando lo que quiso.
Ha llegado el momento de la moraleja. De las numerosas que se desprenden de esta fábula elijo ésta: la belleza femenina es tan potente que enceguece a quien alardea de ella y enloquece a quienes la contemplan. No existe símbolo de armonía y perfección que proporcione más ansiedad y desdicha para aquélla que lo encarna en la superficie de su cuerpo que éste.

lunes, 24 de marzo de 2008

La mancha de tinta, el niño y el secante

En los tiempos en que los educandos usaban lapicera, una de ellas defraudó a su dueño y expulsó una voluminosa gota de tinta en el cuaderno donde anotaba la materia que dictaba el profesor.
Cayó la gota desde unos 8 centímetros de altura, pues lo hizo en el instante en que el niño descansaba la mano, apoyando el brazo en el borde de la mesa. La gota, de un azul oscuro, casi negro, se expandió cual ameba sobre la superficie lisa de la hoja. El niño tembló; menos que la mancha: ¡a no más de 20 centímetros de donde ella nadaba a sus anchas la espiaba un papel secante, con la lengua afuera!
La mancha le habló al dueño de sus horas:
-Niño, comprendo que me he salido de madre y ya no cumplo la función para la que fui destinada, que es la de aportar conocimiento a tu cerebro de esponja, pero si te pido humildemente que no me seques, ¿lo harás?
El niño entró en la duda. Era la primera vez que una mancha de tinta le hablaba, pero fuera de eso era poco lo que podía sacar en limpio. Al mirar hacia el fondo del azul no lograba más que ver su propia imagen y nada de la gota en sí misma.
-Shhh, espera que termine la clase -le respondió.
-Está bien, pero no cierres el cuaderno -le advirtió la gota.
El niño le hizo caso y siguió escribiendo, con todo cuidado. Alrededor de la mancha de tinta la página en blanco se iba poniendo azul. La mancha estaba a minutos de quedar inmortalizada para siempre en la hoja. Pero el secante se iba acercando a la página:
-¡Me ha entrado una sed! -le decía al niño, con voz quebradiza.
Los niños, aunque aparentemente malvados, tienden a la credulidad y el de esta fábula no era la excepción.
-¿Quieres agua? -le dijo.
-Preferiría algo más... fuerte. Si me pudieras dar un poco de esa tinta que mancha la hoja.
El niño le dio de beber y el secante se chupó casi toda la mancha. Sobre la hoja quedó un rastro celeste, casi transparente, que terminaba en puntas que asemejaban llantos de dolor.
Por muy penosa que parezca, la moraleja es la siguiente: nunca deposites tu confianza en un niño; éste tenderá a obedecer la última orden recibida.

jueves, 20 de marzo de 2008

El Gato de Campo y el Gato de Chalet

Esta fábula se parece bastante a aquella que nos legó La Fontaine y que relata el encuentro de un ratón de campo con un ratón de ciudad, mas esta vez la enseñanza se amoldará naturalmente a las características de la nacionalidad y la raza que nos ocupan, de lo que se desprende que no estamos ante una mera copia, sino ante una variante chilena de la historia.
El Gato de Campo llegó un día a la ciudad, atraído por sus luces. Al mediodía pasó frente a un chalet ubicado en el barrio residencial. Dormitaba en el balcón el Gato de Chalet. El Gato de Campo no tenía buenos modales; la necesidad lo había criado así. Sin el menor sentido de la prudencia, el respeto y la subordinación a los que su estatura social lo obligaban, despertó al oligarca con una sencilla frase:
-¡Eh, amigo, despierte! ¿Me dirá usted qué camino agarro para llegar al centro?
El Gato de Chalet abrió un ojo y contempló asombrado lo que éste le mostró: a uno de su misma especie, pero famélico y optimista.
-¿No sabe con quién habla? -le preguntó con un timbre de curiosidad y desprecio en la voz.
-No, amigo. En el campo no hay gatos así.
-¿Osa llamarme gato, a secas? (Tomó una bolita de carne y se la echó al hocico).
-Disculpe usted, amigo. Me llamo Gato de Campo. ¿Usted cómo se llama?
-Hummm... Gato... Gato de Chalet.
-Mucho gusto. ¿Me dirá usted qué camino agarro para llegar al centro?
El Gato de Chalet le dio unas coordenadas y volvió a dormitar. El Gato de Campo siguió su camino y se perdió al doblar la esquina.
Ha llegado la hora de conocer la moraleja, y ésta es la siguiente, válida no sólo para gatos: el poderoso, pasada la sorpresa que le causa el hecho de toparse cara a cara con el débil, tiende a ayudarlo e incluso a tomarle simpatía, siempre y cuando éste se presente en forma individual, vaya hacia otro lado y no amenace en forma alguna sus intereses.

Las tres lauchas y el gato hambriento

Eran tres lauchas, las de esta fábula. Dos de ellas andaban siempre juntas; la tercera vivía a mucha distancia. Y habría acabado aquí la historia, pues más argumento que ese no hay, de no mediar las andanzas del gato Maula, que rondaba por tejados y rincones buscando el alimento que les diera sentido a sus tripas.
No es que el felino no comiera. Al contrario, el gato Maula se alimentaba muy bien. Diariamente amanecía en su pocillo un concentrado de harina de soya, gluten, subproductos de pollo, grasa animal estabilizada, harina de pescado y suplementos minerales y vitamínicos con saborizantes. Una delicia, en apariencia. Y digo en apariencia porque lo que su paladar ansiaba realmente era la carne sucia, carne de rata gorda peluda de cola larga, carne que chillara entre sus fauces y le untara los bigotes de sangre caliente.
Desde la pandereta veía de tiempo en tiempo a las dos lauchas cuando jugueteaban en el patio, pero no les prestaba mayor atención. Con la tercera se le hacía agua la boca, ¡pero estaba tan lejos! Para verla tendría que haber tomado un vapor y eso significaba océano, tormenta, montañas de líquido salado cubriéndole el pelaje.
A una de las dos lauchas se le había metido el gato Maula entre ceja y ceja. Poco a poco iba convenciendo a su amiga para que el trío se conociera bien en la penumbra. ¡Es tan viril su estampa de gato!, le decía, olvidando que su frase apaciguaba la pasión ratonil de su compañera, en vez de encenderla. Y es que ésta última siempre se había inclinado más por el perfil sinuoso que brinda una linda pata de laucha que por la bruta conformación de la pata de un macho.
Una noche de luna se juntaron por fin, los tres. Y no es necesario darle más hilo a la cañuela de la historia: sabido es que los gatos comen lauchas y que las lauchas, al ser devoradas por su enemigo natural, gozan el placer supremo de estar cumpliendo con el designio divino.

El estetosaurio extinguido

Cuéntase que en tiempos anteriores a Esopo y Homero vivió en nuestro planeta un animal llamado estetosaurio. Perteneció a la raza de los dinosaurios y fue de los primeros que se extinguieron, mucho antes del episodio del meteorito. No hay huellas físicas de su paso por la tierra, de modo que su historia se basa en hipótesis y leyendas.
Desde luego, su fuerte no habría sido el ataque sino la defensa, aunque si se extinguió antes que los demás debe presumirse que se trataba de una defensa un tanto débil.
Heródoto lo define como un ser falto de seso y sustancia, "carencias que suplía admirablemente con cursilería y vulgaridad, dotes impensables de reunir en una sola bestia pero que en el estetosaurio se daban naturalmente" (Los nueve libros de la historia. Libro I -a la musa Clío-, capítulo referido a la conquista de Asiria). Como el historiador no contaba con registros de ningún tipo, lo imagina pequeño, tímido y burlón.

El cervatillo en el palacio de cristal

Maravillado ante el espectáculo que presenciaban sus ojos, el cervatillo fue corriendo a contar lo visto a los demás animales del bosque:
-¡Me encontré un palacio de cristal! ¡Abrí la puerta y lo vi entero! ¡No hay cosa igual en el mundo! ¡Vengan conmigo, acompáñenme, yo les mostraré!
Las bestias siguieron haciendo cada una lo suyo. La lechuza reclamó con voz ininteligible, porque le interrumpían su merecido descanso. El ratón paró la oreja y al instante siguió royendo una pera podrida, cerca del arroyo. La trucha saltó a cazar un mosquito y se hundió de nuevo con la presa pataleando entre sus dientecillos, el oso lo miró con ojos de sueño y bostezó; en fin, cada animal estaba preocupado de sus propios negocios. El cervatillo cayó en el desánimo.
Sólo fue escuchado por el viejo y pequeño orangután, a quien todos tenían por versado, prudente y hábil (su oficio era su orgullo y su razón de vivir). El mono lo llamó a su bufete y le previno:
-Pequeño ciervo, hijo mío, tú no tienes por qué saberlo, pero ese palacio de cristal que has descubierto es un patrimonio del bosque. Existe desde antes de que tus abuelos nacieran y aquí todos lo han visto y revisto. Si deseas contarnos algo verdaderamente nuevo, ve por el mundo y regresa entrada la madurez. Tal vez entonces te prestemos atención.
El cervatillo bajó la vista y volvió al palacio. Estuvo allí toda la tarde. Por la noche regresó y le narró la experiencia vivida a su padre, con lujo de detalles. El ciervo se enterneció al recordar a través de sus inocentes imágenes las bellezas olvidadas de la arquitectura de cristal. Le dio las buenas noches con un beso y el cervatillo se durmió.
Hay quienes se precian de conocerlo todo. Ésos merecen que los muelan a palos, pero son de temer.

La gallina de los huevos de oro

En un caserío ubicado cerca de Coltauco, presumiblemente debido a la aplicación en árboles frutales de un desinfectante prohibido, una gallina letrada comenzó a poner huevos de oro, nunca se supo si por culpa de ella o del gallo o de ambos. Al darse cuenta de su desgracia se llenó de miedo y redobló su discreción, que ya entonces era ejemplar, tanto así que en aquella vivienda y sus alrededores era conocida como Ernestina, la muda. Lo que hizo fue esconder los huevos en un rincón del gallinero, bajo un montón de paja. Por las noches le rogaba a San Francisco que la sanara, pero en la mañana al poner el huevo le volvía a salir de oro. El gallo se la pisaba con los ojos inyectados en sangre; la tenía de casera por alguna razón desconocida para la ciencia, no así para el instinto de la bestia de cresta colorada.
Ernestina se sabía la antigua fábula, que terminaba con una lección para el amo, no para la gallina. No era el destino trágico del plumífero lo que aquella vez le interesó destacar al autor, sino la codicia de su dueño. Como era muda, pero no tonta, dedujo que si continuaba escondiendo los huevos hasta que se mejorara tendría más posibilidades de vida que su antepasada mártir.
Una mañana entró la dueña de casa y le dijo, con estas mismas palabras:
-Ernestina. Ya no servís pa na.
Por la tarde llegó el marido de la siembra, cansado, hambriento. La mujer pelaba la gallina en agua hirviendo y al momento de limpiarle las tripas soltó un grito:
-¡Mira, Raúl, ven a mirarle la guata a la muda!
El hombre miró los huevos que aún permanecían adentro y exclamó, asombrado:
-¡Vieja, mataste la gallina de los huevos de oro!
Raúl y su mujer se fueron de hacha al gallinero y lo dieron vuelta hasta encontrar los huevos. Eran 25, de 24 kilates y excelente tamaño, más los que se alojaban en el vientre. En esos días el precio del oro estaba por las nubes. Fueron a la ciudad y los vendieron a magnífico precio. Con el dinero adquirieron tierras y obtuvieron ventajosos créditos para comprar maquinaria, animales y semillas. En menos de un año se transformaron en los agricultores más pudientes de la región.
Cada vez que los nuevos amigos le preguntaban a Raúl por el origen de su prosperidad les contestaba que su mujer había matado la gallina de los huevos de oro y se echaba a reír.
Moraleja: por angas o por mangas, la gallina de los huevos de oro sale perdiendo.

Carrusel de los animales

Una cebra transitaba confiadamente por la llanura sin dirección fija, pastando en los últimos restos de hierba que quedaban antes de que comenzara la época de la sequía. Había una dificultad intrínseca en su modo de vivir, pero ella no se daba cuenta. Cuando el verde mutara a amarillo y luego a ocre la cebra entraría en la desesperación provocada por el hambre y se internaría en zonas riesgosas, pero actualmente ni idea tenía de aquello.
Sin aviso alguno se le abalanzó una leona y le rasgó el lomo con las garras. Otras bestias que la acompañaban se le fueron directo a los genitales y así se consumió su vida, en segundos.
-¡Ay, que me matan! -alcanzó a gemir, dentro de un dolor insoportable del cual, sin embargo, no tenía conciencia alguna, de modo que podía soportarse con bastante resignación, valga la paradoja.
Los leones devoraron lo bueno; entonces aparecieron las hienas y se hicieron cargo de lo restante.
-Bastante tuvieron ya -murmuraban con el hocico lleno unas con otras, con indisimulada envidia por sus hermanos mayores, los reyes de la selva, quienes sin mirar atrás emprendían satisfecha retirada.
Pero faltaba el turno de los buitres. Éstos aparecieron cuando el aire los llamó para darles sentido a los restos, que se pudrían. De las hienas ya no quedaba noticia a esas alturas. Los buitres hundieron sus picos en lo más profundo de las vergüenzas de la cebra y de allí no salieron hasta un buen rato. No hablaban entre ellos. Los buitres son animales callados, dúdase de que posean siquiera capacidad de reflexión. Sólo actúan, conociéndose la contribución que con ello hacen a la ecología, pero jamás se ha podido comprobar qué fines únicos, personales existen en su manera de ser, tan sombría.
El carrusel de animales se completó cuando apareció otra cebra, esta vez una hembra, la cual miró a su caído compañero con completa indiferencia, ignorante de que alguna vez habían procreado a la cebra bebé que iba detrás de ella protegiéndose de los leones, que ya se empezaban a ver a la distancia.
Si una moraleja pudiese desprenderse de esta fábula, sin duda ella sería que el pensamiento del hombre es como una carrera de postas o un carrusel que contacta, pero a la vez incomunica a un animal de otro, de tal forma que todo pensamiento está unido al anterior por un hilo microscópico que se rompe al menor contacto, pero que a la vez no les permite huir, desbandarse, ya que cada cierto tiempo -pueden ser segundos, días o años- los animales vuelven a ocupar su puesto para ser desplazados al instante.
Así vivimos.