martes, 23 de junio de 2009

Por qué los animales dejaron de hablar

Tal como lo registran el anónimo sumerio "Epopeya de Gilgamesh" y los primeros filósofos de la historia, como Tales de Mileto, Parménides y Lao Tsé, hubo un tiempo remoto en que los animales hablaban. Sin ir más lejos, se cuenta que Esopo escribió sus fábulas basándose en testimonios de sabios elefantes, los últimos que usaron el lenguaje humano. En los atardeceres de estío, con el suelo aún caliente, Esopo y los elefantes iniciaban charlas que duraban horas. Luego se recogían a dormir, cada uno a su sitio.
Contaban los elefantes a Esopo que en la antigüedad los animales llegaron a ser artífices de una sociedad lógicamente estructurada sobre la base de una serena arquitectura filosófica, artística, científica y moral. Gobernaban los más sabios, que eran aquellos animales de cerebro privilegiado. Eran éstos los chimpancés y orangutanes. Consejeros de la Junta Definitiva eran los delfines. En cuanto a los elefantes, como a su inteligencia sumaban nobleza y una prudencia originada en cierto grado de candor, éstos se habían hecho cargo del ministerio de Asuntos Internos. El león, que no era tan inteligente, pero sí muy fuerte, fue designado Jefe de la Policía, un organismo protocolar de tintes metafóricos, puesto que en la selva el crimen era considerado una rareza. Las hormigas y abejas dominaban, lejos, el mundo de los trabajadores, al que pertenecían también los demás animales, aunque con sutilezas que no es del caso analizar en este momento. Entre las excepciones se contaba el zángano, que desempeñaba el desvergonzado papel de cafiche; y la chicharra, que organizaba en torno a sí el romántico rincón de la bohemia. Había animales diurnos y animales noctámbulos; animales de tierra, de agua y de aire. Todo estaba tan bien organizado que las bestias se apropiaron del mundo.
Pero existía un detalle que provocaba el efecto óptico de alejamiento con cada zancada de la ciencia: era éste el ansia de inmortalidad de los bichos, no importara especie, condición ni tamaño. La obsesión operaba como rompecabezas para esta sociedad animal; cualquier progreso se dirigía hacia ese fin. La medicina llegó a niveles asombrosos, tanto así que en los últimos tiempos los mamíferos ni siquiera debían acudir al consultorio para operarse de la vesícula. Las arañas disponían de patas adicionales y los peces, de aletas renovables. Sin embargo y a pesar de todo, los animales, sin excepción alguna, seguían muriendo.
La Junta Definitiva llamó a asamblea. La presidió el chimpancé. Tras una acalorada discusión que duró 40 días y 40 noches y que planteó finalmente dos cursos de acción, la Junta se quedó con el segundo. A partir de entonces los animales "dejaron de hacer" y se entregaron a su naturaleza. Fue una especie de capitulación, contaban los elefantes, sin el menor sentimiento de tristeza.
Cuando sus oyentes le preguntaban a Esopo las consecuencias de tan drástica decisión, el fabulador sonreía. "Es de una majadería supina relatar paso a paso el deterioro que sufrió la selva y el reacomodo al que se vieron obligadas las especies en el hábitat", les advertía, pero ante la insistencia pasaba a enunciar ejemplos. El abandono de horizontes y proyectos llevó a la pérdida de la esperanza y del lenguaje humano y el dolor se fue haciendo soportable. El hambre arreció y los animales idearon conductas agresivas, pero no perversas, ya que todo rastro moral terminó olvidado entre los muros de las edificaciones oxidadas. El león, que antes era uno más, pasó a ser el rey. A la postre, esas condiciones crearon el perfecto caldo de cultivo para que el hombre comenzara a dar sus primeros pasos en la Tierra.

lunes, 22 de junio de 2009

El caballo volador y su maestro el pequén

El cuerpo del caballo de carrera Catalino, que en el fondo era el cuerpo de cualquier caballo, no se prestaba para volar. Pero Catalino insistió tanto que el directorio del Club de Caballares de la Selva no halló otra salida que autorizarle su locura. Acabada la sesión destinada a debatir su exigencia fue llamado a firmar un documento que eximía de toda responsabilidad tanto al club como a sus socios. El caballo dormitaba en la sala de espera; tras ser informado de la decisión firmó sin entusiasmo. No había ido a eso, no había gastado su tiempo para que un grupo de caballos de linaje le dijeran lo que debía o no debía hacer y, como gran cosa, lo "autorizaran" a intentar algo que él haría de todos modos: volar.
El caballo había ido a pedir ayuda y no se la habían dado.
Volvió al establo, donde lo esperaban ansiosos el jinete Ochoa y el preparador Juan Cavieres. Esa tarde corrió su peor carrera y llegó séptimo, a seis cuerpos del sexto. Su mente estaba en otra parte.
Por la noche reunió a sus amigos y les comunicó su plan. Estos lo animaron y lo ayudaron a escapar. Al amanecer ya se hallaba al pie del monte, pidiendo hora al pequén. Éste se sorprendió gratamente de los sueños del equino y se propuso convertirlo en un eximio caballo-pequén. Las primeras lecciones fueron más bien sencillas. Debía el caballo pararse en las patas traseras y abrir y cerrar las delanteras durante diez minutos. Luego tenía que subir a una roca de un metro de altura y lanzarse al suelo abriendo y cerrando las cuatro patas.
Pasó una semana sin grandes avances, pero ni el caballo ni el pequén se dejaron abatir. Dedujo el pequén que si a Catalino le conseguía alas volaría cual Pegaso, pero ni los cóndores ni los ángeles se manifestaron dispuestos a prestarles las suyas.
Decididos a jugarse el todo por el todo, un buen día escalaron el monte hasta la cima y allí, con el abismo a los pies, el pequén le ordenó a su aprendiz que se subiera a caballo encima de él. "Afírmese Catalino -le advirtió- que vamos a galopar".
El caballo se agarró del pequén y ambos iniciaron el vuelo hacia los cielos mitológicos, pero con el peso cayeron como saco de papas y se sacaron la contumelia. El pequén expiró al instante, reventado. Catalino fue trasladado en ambulancia a la clínica equina, con múltiples fracturas de cráneo, extremidades y costillas, que a la postre también le causaron la muerte.

martes, 16 de junio de 2009

El zorro y la jauría

Desde el punto de vista argumental, ésta es una historia demasiado compleja para ser contada en una fábula; aun así trataremos de hacerlo, pero desde ya anticipamos una probable debacle: la materia, cuando no se encuentra bien asentada, cae por su propio peso.
Fue en los comienzos de la primavera; venía la jauría hacia el monte cuando el zorro la sintió de lejos. ¿Era el zorro el destino de esa infame agrupación de perros? Nadie podía saberlo, pero a él le parecía. Hacía tiempo que venía sufriendo síntomas extraños que le causaban ansiedad. De pronto se le antojaba que toda la selva vivía pendiente de él, en ocasiones notaba que lo espiaban por detrás de las matas, ¡y cuántas veces los recaudadores llegaron a su cueva y le hicieron preguntas sin motivo!
La situación se tornaba asfixiante. Hasta hoy los hechos no habían pasado de sospechas infundadas, pero estos ladridos sonaban terribles y muy reales. A su sentir, el zorro se había convertido en el objetivo de una maquiavélica persecución y no cabía duda de eso, aunque también podía ser cierto que hubiese otros vulpinos en el monte...
No era momento de consultar al afamado doctor Carl Gustav Búho por una galopante paranoia. Las horas estaban copadas con tres meses de anticipación por innumerables animales que deseaban saber más de ellos mismos, de modo que al zorro no le quedó otra que enfrentarse a la verdad. ¿Y cuál fue la verdad? Ya les advertimos que se trataba de una historia compleja.
La jauría llegó efectivamente a su cueva y el perro mayor preguntó por él, pero las razones de la visita distaban harto de las que imaginaba el zorro. Lo que deseaban los perros no era comérselo, sino proponerle una sociedad. Explicáronle que ellos, simples animales de caza, necesitaban una luz que los guiara. Así dichas las cosas, la ecuación resultaba sencilla: los perros trocaban fuerza por inteligencia. La jauría y el zorro comerían bueno. Eso quedaba garantizado.
Dejemos la moraleja para el final y concentrémonos ahora en la tercera y última parte de la historia, que trata sobre los remordimientos del zorro. Tras la firma del contrato éste se vio recompensado de inmediato con un sabroso filete que venía envuelto en una espesa cola y que devoró en menos de lo que le tomaba dar un salto. Por la noche, sin embargo, reparó en que aquella espesa cola había pertenecido a uno de su especie y se preguntó si era bueno lo que estaba haciendo. Por la mañana bajó a parlar con la jauría, cuyos miembros demostraron ser bastante más inteligentes de lo que él pensaba. Los perros lo invitaron a pasar la tarde en la mansión que habitaban, con piscina y 23 recámaras. Bebieron tequila, sentaron lindas hembras en sus rodillas y cuando Venus apareció en el cielo le confesaron entre abrazos que si no existiesen los amigos, la carne escasearía y lo peor, la vida sería imposible de sobrellevar. Lo dijeron tan cariñosa y sinceramente que el zorro volvió al monte zigzagueando, pero feliz. Se durmió con una pata anclada en el suelo, pensando en una solución para mejorar el descrédito que parecía rodear a la jauría, con la que ahora el raposo de espesa cola se sentía comprometido.
Terminó sus días barrigón y satisfecho de sí mismo. Falleció de una apoplejía, por excesivo consumo de carnes grasas.
Moraleja: la desconfianza atemoriza y enloquece, pero en la familiaridad se halla el germen de la corrupción.

martes, 9 de junio de 2009

Las dos babosas

Para hacer pareja con Las dos gotas de agua

Las dos babosas se encontraron en una ventana, una por el lado interno, otra por el lado externo. El farol del poste callejero hacía las veces de luna llena. La del lado interno salió de la rejilla del resumidero ubicado en el baño, se desplazó por el brillante parquet de la sala de estar, dejó su huella pegajosa en la pared y se encaramó por el vidrio. La del lado externo despertó en su lecho de tierra, anduvo por el jardín comiendo hojas y de pronto se desorientó y fue a dar a la ventana de la sala de estar de la casa.
Una vez que se vieron con sus ojitos de trompa trataron de aparearse, ilusas; no les daba el cerebro para darse cuenta de que estaban separadas por un vidrio.
Pasaron así toda la noche hasta que llegó la aurora. Cada una descendió a su elemento y nunca más se volvieron a ver.
Moraleja: así es el amor.

lunes, 8 de junio de 2009

Las dos gotas de agua

Las fábulas no debieran tener un tinte trágico, sino alegre, infantil, porque al tratarse de vidas de animales se asemejan a las revistas de caricaturas. Menudo problema se le presenta entonces al autor para narrar la que sigue, una fábula melancólica que versa del amor sublime y donde incluso no aparecen animales.
Dos gotas de agua se vieron a través del vidrio y se enamoraron perdidamente el uno de la otra, al reconocerse como ellos mismos a través del reflejo. Nahtzir el goto, por así llamarlo, corría bien abajo y le faltaba poco para llegar al marco. Lozi la gotita cayó como un río salvaje y se contuvo cuando alcanzó su nivel, para mirarlo de frente. ¡Ay, tantos besos que se transmitieron, cómo lloraban de amor esos dos, la gotita y el goto!
Lozi vivía acechada del otro lado por un gotón viscoso que no la dejaba nunca en paz; ella no decía nada y Nahtzir no acertaba a comprender, mortificado por los celos. A éste a su vez lo rodeaba una familia de gotitas que lo protegían del viento, y Lozi lo entendía. Pero qué amor era ese, ¿un himno a la traición? ¡No, rufianes descreídos, amor puro, ese que escasea tanto hoy en día! Amor que deshacía sus partículas de hidrógeno y oxígeno para fundirlas en un solo ad aeternum.
Durante un tiempo no hubo más que el amor; luego la inmanejable diferencia de temperatura entre ambos lados del vidrio provocó que fueran resbalando a distinta velocidad, de modo que apenas pudieron distinguirse a la distancia. Las súplicas llegaban disminuidas hasta que dejaron de oírse.
El amor no murió. Lo que hizo fue replegarse en su laguna de niebla. Las dos gotas de agua revivieron por un instante el prodigio de lo ideal, que es una de tantas definiciones que se da a este misterio de la vida.

martes, 2 de junio de 2009

El perro bizco, el gato tuerto y el ratón ciego

El reino de esta fábula se compone sólo de una casa con patio y tres animales: un perro, un gato y un ratón.
El perro adolece de un ligero defecto de nacimiento que por no ser tratado a tiempo se convirtió en mal crónico. Es bizco, cosa menor por lo demás, considerando que un gran filósofo humano del Siglo 20 padeció la misma sintomatología y lo pasó requetebién.
Las del gato ya son palabras mayores. De chico quedó tuerto y no es del caso recordar los hechos que causaron su desgracia. Sólo agregaremos que anda siempre con la cabeza ladeada para ver mejor.
En cuanto al ratón, cáspita, ahí sí que estamos en problemas. Padece de ceguera desde su más tierna infancia, por haber mirado el sol nueve minutos seguidos.
Cómo han logrado vivir los tres juntos en tan poco espacio y logrado sobrevivir los dos últimos de sus enemigos naturales sería un misterio, si es que el autor de esta fábula no tuviese la generosidad de brindarnos la explicación.
Consigna de partida el fabulador que los tres son inmortales, lo que no significa que de pronto no sean capturados, heridos y hasta desollados por sus rivales, pero eso no es lo que importa. La gracia de esta fábula estriba en el eterno juego del trío, que consiste en que el perro bizco persigue al gato tuerto mientras el ratón ciego huye de los dos. Como el perro ve doble, varias veces ha salido disparado por la ventana del dormitorio ubicado en el segundo piso por tratar de cazar al gato. El felino ha desarrollado una bonita manera de evitarlo, consistente en ubicarse de preferencia a contraluz. La cabeza ladeada le sirve para mirar de frente y las veces que ha caído en sus fauces fue porque lo pillaron durmiendo o se confió en la torpeza del can. Si el gato no fuera tuerto hace rato que se habría comido al ratón ciego; cuando lo logra, una vez cada 16 o 17 años, la carne vieja de roedor, casi puro cuero, le sabe tan mal que lo vomita enseguida hecho huiros. Al ratón no le queda más que confiar en su instinto y sus bigotes. Se ha debido mutilar los dedos para que no le crezcan uñas que suenen contra el piso; un día intentó hacer alianza con el perro y le fue malito, digamos que su vida es de las tres la peor, pero como lo mejor es enemigo de lo bueno aquí nadie gana y nadie pierde, es todo una mera ilusión.
La casa consta de tres dormitorios, living-comedor, dos baños uno en suite, cocina, antejardín y patio. Es una casa como Dios manda, aunque se halla deteriorada, ya que el dueño murió hace tiempo y sus herederos la dejaron abandonada, de tal modo que llegaron estos tres, especie de okupas, y se instalaron en sus dependencias. El dueño era un señor Franz Kafka, bien amable pero poco previsor.
Volviendo con el perro, como no tiene quién se lo coma es el más flojo de los tres. Su presunta torpeza es consecuencia de dicha realidad. En vista de tanta burla solapada resolvió colocar a la entrada de su dormitorio un retrato suyo apoyado del siguiente recordatorio: "El más torpe siempre es el más fuerte". Con los siglos se ha deteriorado, pero sigue siendo torpe. Lo que vale es el porte de su cabeza, los colmillos y la fuerza que le emana de su noble corazón; ojo que el noble es el corazón, no el perro. El gato tuerto sabe mucho de esto. Cuando cae en sus fauces sufre lo indecible, más que los mitos griegos, y recién por la tarde ya está recompuesto a medias. Por dentro siente lo mismo que si anduviera con la caña.
La de historias que se podrían recopilar con este trío. La pesadilla más frecuente del ratón tiene que ver con devorarles los ojos al gato y al perro; cuando despierta sigue ciego, es una enorme pesadumbre la que siente. Permanece el día entero en su cuevita, sin ganas de huir. El gato siempre se ha sentido como el jamón del sandwich y es el único de los tres que habla solo en voz alta, dormido o despierto. Dormido suele decir "¡ya, déjate!". Despierto, su típica protesta es "me tratan como al segundo hijo y yo quiero ser el conchito de la familia". El sexo forma parte de sus vidas pero no encuentra un desahogo natural, por razones obvias. Sobre este acápite hay toda una serie de anécdotas que darían para escribir un libro.