jueves, 20 de marzo de 2008

El león, el búho y los antílopes

Pastaban a placer los resignados antílopes; el león les echaba un vistazo indiferente desde la colina. “Coman nomás -pensaba el rey-. Cuando estén gorditos no podrán correr y saltar con tanta gracia”. Así se lo llevó, durante años, devorando y bostezando, hasta que una ley nacida de la presión de los animales de la selva, llamada “Ley de piedad hacia las bestias”, lo obligó a pegar un ultimátum en el tronco de una acacia cada vez que tuviera el propósito de llenar su estómago.
“Esta noche empezará la caza”, decía el último de ellos. Los antílopes, bien organizados, se fueron temprano y al salir la luna el león se encontró en medio de la sabana vacía, habitada a lo más por sapos y culebras que se reían en secreto de su monumental fracaso.
Hallándose en apuros, el rey pidió hora con el búho, pero tuvo que esperar hasta el martes, porque estaban copadas. Cuando apareció en la consulta estaba ojeroso y flaco. El búho se alarmó.
-Ha esperado mucho tiempo para venir -lo reprendió.
El león le contó entonces su drama. Esto le dijo:
-Quisiera saber desde cuándo y por qué mi poder perdió valor. Mantengo mis garras y colmillos, pero no me dan para comer.
-Su drama es muy sencillo -diagnosticó el búho, en segundos-. Se inició el mismo día en que los animales, verdes de envidia, quisieron ser como el hombre y lo consiguieron. Eso nos trajo montones de ventajas, pero un sinfín de paradojas. El mundo se llenó de antílopes y usted no tiene qué comer, he ahí una de ellas.
-¿Y qué he de hacer? -preguntó el rey.
-Es cosa suya. Usted verá.
-Gracias -dijo el león y se fue.
Esa noche tuvo insomnio.

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