viernes, 29 de agosto de 2008

El colibrí, el murciélago y el búho

El colibrí libaba néctar de las flores; el murciélago dormía colgado en una rama sombría. Llegó el atardecer. El colibrí, extenuado, se recogió en su nido. A esa hora el murciélago despertaba para iniciar una nueva jornada. Se encontraron por casualidad y se hablaron sin reservas, a sabiendas de que nunca se disputarían el alimento y jamás se harían daño. Eran aliados en sus vidas paralelas.
Díjole el colibrí: hola. Respondióle el murciélago: ¿qué tal, cómo estuvo el día? El colibrí le comentó que sentía que había aleteado demasiado por tan poco néctar. Le dijo que envidiaba al león pero sobre todo a la culebra, que come de una sola vez por 20 días.
-Tú mismo aprovechas el vuelo para tragar zancudos y polillas y eso no cuesta mucho; Dios pudo darme alas más lerdas, pero me tentó con éstas y vaya que les saco el jugo -remató.
El murciélago no disponía de tiempo para consolarlo, de modo que le comentó que si así había sido hecho, conforme a eso debía actuar. El colibrí dijo que eso lo sabía y le confesó que, siendo franco y en honor a la vieja amistad entre los dos, hablaba por hablar, de cansado y satisfecho que estaba. El murciélago se sintió burlado y eso le bastó para llenarse de envidia, porque comprendió que lo que decía el colibrí era verdad: él ya había vivido su día, en tanto que el murciélago comenzaba recién el desafío del suyo. Se preguntó entonces a qué le temía, por qué sentirse así, en circunstancias de que la vida en sí misma consistía en un desafío. Antes de echarse a volar se vio en la necesidad de acudir a la consulta del búho para confesarle su temor. El sabio contestó:
-Tu problema tiene que ver con los adjetivos. Si pensaras sólo en sustantivo verías la vida con otros ojos.
El murciélago siguió su consejo y desde ese día se le aclaró la vista. Se convirtió en ave diurna, cambió sus hábitos alimenticios y descubrió tantas cosas nuevas que sintió algo tremendo en su estómago, como un vértigo. Si fue devorado por el halcón, hizo carrera o volvió a sus viejas costumbres dejémoslo al criterio de cada cual. Después de todo, las fábulas se inventaron para que la gente meditara y decidiera.

martes, 26 de agosto de 2008

El sapo mirón se hace vegetariano

Posado en un nenúfar el sapo mirón pasó la vida. Si el nenúfar declinaba en su energía, saltaba a otro nenúfar. De noche croaba como todos, de día dormía debajo del nenúfar, protegido de la ronda mortal del águila rapaz e insolente. De noche su cuerpecito verde tentaba a búhos y lechuzas. De día se hizo viejo y fue devorado: un amanecer se transpuso y no alcanzó a meterse a la charca; lo apresaron unas garras filudas y se lo comieron.
Cuántas cosas vio en su vida el sapo mirón. Las registraba en su cabeza como una máquina fotográfica. Buenos ojos, los del sapo, qué buenos ojos tenía. Si le abren la cabeza le sacan varios rollos fotográficos.
Le gustaban las polillas porque eran de una talla S muy sustanciosa. Las moscas y los zancudos eran menos que un tentempié. Para un Dieciocho fue al supermercado y se compró un matapiojos. Lo asó en la parrilla para él solo, pero al comérselo se atragantó: el matapiojos se le cruzó en la garganta y no había forma de sacárselo. Lo llevaron de urgencia a la posta para practicarle una traqueotomía y de no ser por la habilidad del cirujano el sapo habría expirado. Se salvó por minutos. Desde ese día se hizo vegetariano, pero croaba por el hoyito que le dejó el doctor. Pasaron varios meses antes de que éste se cerrara. Entonces volvió a ser el mismo de siempre, con la excepción de que mantuvo su costumbre vegetariana.
La naturaleza lo colmó de bendiciones, pero bien miradas no eran tantas. Posarse y mirar. Registrar en la memoria. La indiferencia. La apatía. Frialdad de trato. Cazador de presas menores. Voluntad para sacarse el vicio de los matapiojos (aunque allí pudo primar el miedo que experimentó al atragantarse, lo que hace pensar que tal vez la voluntad se alimenta del miedo, he aquí la moraleja escondida en esta fábula).
Se cuenta que durante las primaveras nocturnas el sapo mirón se pasaba los tres meses con los ojos abiertos. Una de esas noches vio pasar al ejército de langostas que ese verano liquidó el paisaje. No le dijo a nadie. Se guardó la visión para sus adentros. De chico fue un sapo deshumanizado.

jueves, 7 de agosto de 2008

Doctor Gato, conferencista, y las gatas parlanchinas

En la sala arrendada para la ocasión no cabía un alfiler. Un gato mestizo de traje gris subió al escenario para anunciar el ingreso de Don Gato y las gatas lanzaron maullidos. Se apagó el intenso eco del murmullo; Don Gato entró desde el fondo, alumbrado por un foco, y recorrió el pasillo alfombrado de rojo agradeciendo a diestra y siniestra, como si fuera candidato presidencial. Antes de instalarse en el estrado se retiró la capa de seda, descubriendo sus seductores bigotes. Recién entonces hizo uso de la palabra.
La fama de Don Gato se fundaba en su título académico de Doctor, en el rancio abolengo de su raza abisinia, pero sobre todo en que no leía discursos preparados y la intervención de esa noche no fue la excepción. Don Gato improvisaba. Así llenaba los teatros, acudiera donde acudiera, con entrada gratis o pagada. Ésta era pagada, de modo que las gatas naturalmente vestían pieles, joyas y zapatos de charol. Y lucían muy rubias y maquilladas.
La conferencia se titulaba "¿Por qué las gatas hablan más que los gatos?". La venía ofreciendo desde hace un año de Arica a Magallanes y de mar a cordillera, con notable éxito de crítica y de público, como el autor de esta fábula ya lo insinuó en líneas anteriores. Durante las dos horas de la charla no voló ni una mosca. Si las gatas ya habían acudido previamente hechizadas, las palabras del notable académico sólo aumentaron el embrujo.
Don Gato cultivaba la siguiente rutina: primero hacía reír, luego hacía pensar, luego hacía llorar y finalmente volvía a hacer reír. El aplauso que recibía en todos los teatros era apoteósico y el de esa noche no fue la excepción.
A la salida recibió numerosas invitaciones a cenar, pero prefirió retirarse al hotel con su agente. En la pieza se dedicaron a contar el dinero, se dieron las buenas noches y cada uno se acostó en su cama. Al día siguiente les esperaba una fatigosa jornada en el pueblo de más allá, con charlas de matiné, vermouth y noche.
En cuanto a las gatas... las gatas... qué decir. Habían estado tan calladitas, obedientes y concentradas que a la salida estallaron. Llenaron cafés y restaurantes para comentar el espectáculo de Don Gato. Lo analizaron de pies a cabeza y cada una hizo una observación más original que la otra. Que su vestuario, que sus bigotes, que su modo de hablar, que el tono de su voz, que hasta sus zapatos sucios, se fijaron dos siamesas. Los mozos volvían a llenar las tazas de chocolate humeante y reponían las paneras con tostadas, bizcochos, mermeladas e hígado fresco, mientras la conversación pasaba al obligado tema de los hijos y los nietos y luego al tema central, consagrado a los tratamientos de belleza y rejuvenecimiento tanto a través del bisturí como de las cremas y el gimnasio. Con la bandeja de licores en la mesa, la charla derivó en voz baja y pudorosa al asunto de los amantes. Allí se subrayó lo fastidiosos que resultan, siendo la conclusión la misma de siempre, a esa altura con voces encendidas: los gatos no valen nada. El epílogo les fue dedicado a los esposos y a los jeeps. Todas las gatas de esta fábula conducían jeeps de acuerdo con la regla establecida: sólo debían hacerlo con las gafas de sol puestas, aunque estuviese lloviendo.
Quiere regalarnos el autor la siguiente moraleja: aunque el machismo se encuentre en retirada, acorralado por los tiempos, las gatas seguirán hablando más que los gatos, a pesar de que éstos continúan siendo los dueños de la palabra.