jueves, 20 de marzo de 2008

El camaleón y la mano

Inquieto el camaleón por no encontrar el tono exacto reposaba en la rama antes de cazar su insecto.
-Muy verde -decía.
-Ahora muy ocre.
-¡¿Es que no hay un tono que me venga?!
Era egocéntrico, más que vanidoso. Hablaba solo. Se desesperaba a ratos. Vivía pensando en el tono, como si el tono fuese la razón de vivir. Para él lo era, porque al nacer lo habían bautizado con agua bendita del lago de la perfección.
-¡Cuál es mi color! ¡Cuál es mi color!
Acertó a instalarse bajo el árbol un mendigo de mano deforme. Pedía por su mano. El camaleón lo consideró una persona digna de estudio.
-¿Cómo has hecho para tener esa mano?
-Me fue creciendo sin parar. Es demasiado el pesar que le debo.
-Es bastante imperfecta.
-No sólo es imperfecta, señor Camaleón. También duele.
-Pero vives gracias a ella.
-¿Es esto vivir? Vivo de la compasión. Nadie ha vuelto al pasado ni anulado su dolor por la piedad humana. Usted dispone de un arcoiris de colores para cubrir su piel. Su desesperación cotidiana consiste en elegir. Yo no puedo hacerlo. Ya me quisiera esa vida.
Los autos se detenían en la esquina. Unos le echaban una moneda en la palma, otros no. Todos le miraban la mano. El camaleón se entristeció, al constatar que el mundo era injusto con el mendigo enfermo.
-Creo que para esta mañana me conviene el gris perla -se dijo.
-Sí, le viene -acotó el mendigo.
Pero ya no podía ser el mismo de antes.
Por la noche, angustiado, rompió las reglas en las que había vivido encarcelado, perfecto. Se desprendió de su piel y la echó al viento. Sabía que ese gesto le costaría la vida. Cada escama cayó en un mortal y lo tiño de un color diferente. Antes de morir exclamó, gozoso:
-Gracias, mi Dios, por estar viendo esto que veo.

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