domingo, 26 de abril de 2009

El perro Armando se hace ermitaño

Agobiado de la metrópoli, de los relámpagos de angustia que emitía, del ruido eterno que disparaban las moradas y también del que hacía rugir las calles, del ulular de las sirenas, de las noches de fin de semana que no lo dejaban dormir, del maltrato a que era sometido por sus amos, de las máscaras más ridículas que utilizaban los diversos animales para poder sobrevivir, máscaras a las que se rindió poniéndose una de perro responsable cuando nunca lo fue; harto y cansado hasta el tuétano de los huesos de esa vida que el destino le estaba haciendo vivir, en circunstancias de que él no era como los gatos; es decir, disponía sólo de una, el perro Armando abandonó un día la ciudad y se marchó a la autopista.
Había allí aire sano. Se instaló debajo de un puente y se entregó a una existencia de ermitaño. ¡Esta es vida!, repetíase continuamente, como para convencerse de que había tomado una inteligente decisión. Pero a las pocas semanas se dio cuenta de que la autopista era como otra ciudad, sin las ventajas de la ciudad y con todos sus defectos. Los animales corrían veloces sobre el pavimento y no se saludaban. Parecían ir muy apurados, apuradísimos, siempre atrasados y ansiosos de llegar a sus destinos. Solo bajo el puente, la misantropía del perro Armando le impedía entender y amar a la selva en movimiento. Para colmo, su propio destino había derivado hacia la mala suerte de soportar la basura que le caía sobre el lomo, de modo que al día siguiente de tan penosa reflexión subió a la autopista y se marchó hacia el sur.
Tras varios días de peregrinaje dio con una vía lateral. Era éste un camino de tierra que le hizo recordar tiempos salvajes, de cuando sus antepasados eran lobos, corrían en manadas y se alimentaban de sangre. Le gustó el camino y enfiló por él hasta llegar al pie de un monte. Ahí se quedó, sin amos que lo esclavizaran a un collar ni basuras que le dieran en el lomo.
No habían transcurrido ni tres meses cuando se declaró insatisfecho. El suyo era un camino olvidado y polvoriento, pero aun así sabía del paso de los animales. Y cuando pasaban, fueran perdices, vacas, zorros y hasta gatos, fijo que le buscaban conversación. El perro Armando dejó su rincón una mañana y se internó en los bosques, con la idea fija de dar con el espacio al que animal alguno jamás hubiese mancillado con sus patas.
Lo halló sobre los bosques, en los hielos eternos de unos ventisqueros más altos que el nido del cóndor. Aunque tiritaba de frío, se sintió orgulloso de su logro y desde allí, mirando al mundo hacia abajo, proclamó su destino.
¡Este es mi lugar!, le hizo exclamar su vanidad.
Errante y cándido fue siempre el perro Armando: arribó a su propio espejismo; del otro lado lo filmaban, pero murió ignorándolo.

lunes, 20 de abril de 2009

Las tortugas envejecen complacidas

Las tortugas idearon un mundo propio, ajeno a la ley natural que gobernaba la selva. Convendría decir que no por más viejas eran más inteligentes; pero sí, en su favor, que la vejez les había proporcionado una perspectiva previsora de la que los demás animales carecían. Y así, mientras las tortugas envejecieron, la selva inconsciente permaneció siempre joven.
Tanta riqueza nacida del miedo debía materializarse, por lógica. En el claro más hermoso fue edificado un palacio al que ni siquiera el león pudo acceder. Sólo a las tortugas les era dado disfrutar de sus manjares y sus fuentes de mármol.
Intrigado y envidioso, el león designó a un espía para que obtuviera información. Eligió al mono por sus dotes atléticas. Al día siguiente el mono sorteó los elevados muros del palacio y grabó todo lo que vio, tal como se le había encomendado. Por consejo de su madre no le llevó personalmente la cinta al león sino que se la mandó a dejar con la jirafa, lo que no gustó nada al rey, pues ya lo había incluido en el menú previo a la película.
Las imágenes, de baja definición, mostraban al grupo de tortugas ancianas pasando la velada echadas en sus canapés, hablando de una y otra cosa, pero principalmente de la edad y la salud. Entre plato y plato de lechugas aparecían galenos que las sometían a complejos exámenes, de los cuales salían como rejuvenecidas. El mono tuvo el acierto de enfocar sus rostros en primer plano. Exudaban satisfacción y apego a la vida, pero detrás de los ojos semicerrados y las bocas amables que coronaban sus gigantescas papadas se percibía un ligero desasosiego. Todo esto causó grotesca impresión al león; le tomó semanas recuperarse.
Las tortugas habían restringido los nacimientos. La codicia, el egoísmo y sobre todo la multitud de ancianas que vivían más y más las llevó a eso; se percibía claramente en las imágenes grabadas por el mono.
El león citó a la selva, comunicó la noticia y llamó a plebiscito. La papeleta decía simplemente: "Seguimos como estamos o no". A la hora de votar, los animales hicieron fila ante la urna. Por la noche el recuento de votos arrojó el siguiente resultado. Por el "Sí", 53 por ciento. Por el "No", 44 por ciento. Blancos, 1,2 por ciento. Nulos 1,8 por ciento.

viernes, 17 de abril de 2009

Los renacuajos y los bichos del pantano

Antes de ascender al escalafón oficial de ranas, los renacuajos inconscientes se pasaban el día entero jugando entre las piedras. Los mayores iban de vez en cuando a ver a sus hijitos y como el juego gustó decidieron sacarle partido, difundiéndolo gratuitamente. Improvisaron un anfiteatro en torno a ellos e invitaron a los más diversos bichos del pantano a ocupar sus aposentadurías. El circo se llenó en minutos.
¿Qué ganaban los mayores? Fama y poder, lo que ya es mucho decir, pues fama y poder llevan siempre al dinero, no se sabe por qué oscuros senderos, pero llevan. De hecho, en este caso la familia anfibia creció tanto que hubo quienes aseguran haber visto un almacén de contenedores repletos de zancudos y moscas de exportación, tan rentable resultó ser el show gratuito.
Era vano y trivial el espectáculo, daban ganas de llorar, no de bostezar, pero los bichos permanecían en sus asientos, como hipnotizados. Cuando no las hacían de respetable público llenaban las horas vacías comentando los enredos en las vidas de los renacuajos. Les divertían sobremanera aquellos episodios que se desarrollaban debajo de las piedras, tratáranse de reyertas canibalescas o arrestos de apareamientos que sólo intuian desde sus mezquinas perspectivas por furiosos movimientos de colas negras resbalosas y resplandecientes.
Con el tiempo los renacuajos tomaron el lugar de sus mayores y se vistieron de ranas, con sombrero y polainas. Perdieron la alegría, lamentaron su suerte y el anfiteatro murió de muerte natural. Los bichos continuaron su peregrinaje en busca de otro ungüento que les curara las heridas del alma, pues era eso lo que más dolía, no otra cosa.

jueves, 16 de abril de 2009

El gato Manuel y el perro Lucho

Nunca se dijo que las siete vidas del gato fueran sanas, pero como tampoco se argumenta lo contrario, el gato Manuel pensó que cuando le llegara el turno a la última echaría la casa por la ventana. Mas sucedió al revés: la casa lo echó a él por la ventana; cayó de una cornisa en el cuarto piso y con el pencazo quedó paralítico.
Su eterno enemigo el perro Lucho se compadeció de su suerte y desde ese día agregó a su rutina un par de acciones de caridad, como sacarlo a la calle en la mañana y por la tarde, entrarlo a la casa. El gato Manuel veía pasar la vida sentado en una silla de mimbre que el perro Lucho le instalaba en la vereda, con una mantita en las piernas. Por la noche le hacía comer Cat chow ocean mix a cucharadas, ya que el gato se olvidó de los ratones desde que ese producto salió al mercado y su paladar rehusaba otro alimento.
-¿Te sientes bien?
-Sí.
-¿Qué viste hoy?
-Puros animales de allá pacá y de acá pallá.
-¿Te da envidia?
-Sí.
-¿No estás mejor como estás?
-No.
-¿Qué quieres hacer?
-No sé. Moverme.
-¿Para qué?
-No sé. Porque sí.
Y así se lo pasaron. El perro Lucho en la casa, dormitando y lanzando patadas al aire durante el sueño y el gato Manuel sentado ante la puerta de calle, mirando la vida con una mantita en las piernas.

lunes, 13 de abril de 2009

El perro blanco, el gatito, la gallina y sus pollitos

El perro blanco que se escondía detrás de un tronco de árbol quedó colgando de las nubes. El gatito descansaba sobre la mesa.
"El perro está en las nubes; bajaré al perro".
El perro blanco y el tronco de árbol bajaron de las nubes y fueron a dar a la base de la tierra.
"No le dolió".
La gallina y sus pollitos subieron hasta quedar al lado de las nubes.
"La gallina está volando; los pollitos se van a caer y se van a matar".
La casa quedó al lado del perro blanco, pero en vez de techo ahora tenía una gallina con pollitos.
"La casa tiene techo malo".
El gatito se levantó de la mesa y de pronto quedó al lado del perro blanco.
"El perro se lo puede comer al gatito".
El gatito salió volando y cayó de nuevo a la mesa. La gallina voló también con sus pollitos, pero ahora quedó bien puesta junto al perro blanco.
"Los pollitos no le tienen miedo al perro".
El sol, que estaba a la derecha de la casa, ahora quedó a la izquierda, junto a las nubes.
"Ahora el sol está bien, porque antes estaba apretado".
El gatito encajó finalmente en el rompecabezas y quedó bien lejos del perro.
"El perro no se lo puede comer".

viernes, 10 de abril de 2009

Los gorriones

Era domingo y la plaza estaba llena de gorriones. Había también decenas de palomas, pero éstas no bajaban del campanario. Es que en la plaza no había humanos que las alimentaran. Tal detalle convenía a los gorriones, pues los humanos representaban el peligro para ellos, más que los gatos. Además, nunca habían sido alimentados ex profeso por humanos. Los gorriones lo que hacían ese domingo era festinar en el césped, en las ramas de los árboles ornamentales, sobre los tablones de los escaños, en las veredas de cemento. Parecía que jugaran, pero no estaban jugando. Estaban haciendo su vida. Su cuchicheo se oía desde lejos. No nos referimos al campanario aquel de las palomas, porque a éstas les llegaba fácilmente. Queremos decir más lejos, mucho más lejos, exactamente desde ese lugar indeterminado en que se armaba la tormenta.
Los gorriones apenas se percataron del vientecillo que hacía volar las hojas. De pronto las nubes oscurecieron la plaza, nubes bajas y azuladas que sembraron una atmósfera de desacuerdo e inquietud. Los gorriones se miraban unos a otros sin hallar qué hacer. Las puertas de las viviendas humanas que daban a la plaza estaban cerradas con tranca. Si la plaza era entera para ellos, ¿para qué abandonarla? Pero la repentina oscuridad... y esas gotas de lluvia que comenzaban a caer sin orden ni amenaza... ¿querrían decir algo?
Desde el campanario, mamá paloma y su hijita vieron pasar una cesta de mimbre que el huracán traía consigo y que se hizo mil pedazos al chocar contra el piso. De la cesta saltó un gato negro que se empezó a comer a los gorriones, de a dos y hasta de a tres con zarpazos brutales. En apenas cinco minutos ya no quedaba ni uno y el gato, que gozó de un triunfo efímero, desaparecía arrastrado por el vendaval. La plaza quedó vacía.
-Cuídate siempre, hijita -le dijo mamá paloma a su retoño.
-Sí mamá.

miércoles, 8 de abril de 2009

El loro y el caballo

El loro llegó al sicoanalista. Era éste último un reputado caballo de la plaza. En vez de anteojeras usaba lentes con marco de carey y como no podía tomar apuntes con las pezuñas, al estilo de los houyhnhnms, lo hacía de memoria. Se cruzaba de piernas con toda elegancia y de entrada demostró su sabiduría, pues antes de que el loro hablara lo hizo callar. Le dijo que los sicoanalistas extraen sus verdades del lenguaje interno de los animales, y como el loro carecía de este estadio del alma, más le valía consultar a otro especialista. El loro quiso llevarle la contra y le replicó que no por carecer de ese "estadio del alma", subrayó esa frase con cierta ironía, iba a dejar de tener problemas. El caballo le respondió que justamente su gran problema era ése y le propuso un ejercicio gratis, para ver si mejoraba. El loro aceptó de muy buen grado y se echó sobre el diván, no sin antes declarar que su hacienda estaba mermando producto de la crisis, y que si la situación continuaba se vería obligado a estudiar opciones de sanación que implicaran ausencia de costo monetario. El caballo lo hizo callar de nuevo y le explicó que el ejercicio consistía en quedarse en silencio lo más que aguantara. El loro obedeció a regañadientes.
No habían pasado 15 segundos cuando el loro preguntó hasta qué hora duraría el ejercicio. El caballo aprovechó la interrupción para preguntarle a boca de jarro qué veía en el jarrón con flores encima de la mesa. El loro dijo jarrón con flores jarrón con flores. El caballo dio por terminada la sesión y a la salida le mencionó el nombre del especialista que se le vino a la mente. El loro le agradeció, formuló un par de reflexiones y se fue silbando.