viernes, 9 de noviembre de 2018

El abrazo del oso

Las hormigas debatían un problema que las había conducido a un túnel sin salida. Acertó pasar un oso, le llamó la atención la trifulca y las invitó a su mesa. Las hormigas se miraron y guardaron silencio. La capataz le dirigió la palabra:
-Excelentísimo señor animal: antes de aceptar su invitación debemos saber quién es usted.
-Soy un oso; me llamo Embeleco.
-¿No es un oso hormiguero? El oso hormiguero se alimenta de nosotras.
-Yo no soy hormiguero, soy un oso Embeleco. Me alimento de truchas y de la miel de las abejas.
-¿Tendría la bondad de demostrárnoslo?
El oso fue al río y cazó dos truchas; enseguida metió las garras por el hueco de un árbol y sacó una palmada de miel.
Las hormigas se sentaron en su mesa. Conversaron largo rato y el oso las despidió de abrazo, una a una. De qué se habló ese día no se sabe, pero al poco tiempo el bosque entero fue llamado a conferencia. Asistieron los canarios, los puercoespines, los conejos y los gatos, también las cacatúas. Los delfines mandaron a un embajador de traje y humita. No faltaron los gusanos ni las hienas y hasta el león se hizo presente, desganado, en calidad de invitado de honor.
Cuando el bosque estuvo lleno ingresó al tablado la procesión de las hormigas. Hubo un clamor general de turbación: se hallaban en los huesos. Superado el desconcierto, la capataz se dirigió a los presentes y les contó, usando un altavoz, que el oso Embeleco les había echado maldición. "El día que nos entregamos a su sabiduría abrimos las arcas; en dos meses subimos de peso y luego enflaquecimos. Hay una escasez supina de comida en los estantes; si las cosas siguen así no pasamos agosto", dijo.
-¿Y la reina? -preguntó el manatí.
-Se lo come todo, está que revienta de gorda; no la pudimos traer por eso.
Habló el sapo:
-Confabulación. Conjura. Componenda. El oso Embeleco está en las mismas. Lo vi con mis propios ojos hará un par de noches. La cueva llegaba a vibrar con sus ronquidos y pataleaba de satisfacción.
Las hormigas regresaron a su nido y lo tapiaron. Lo que pasó adentro es motivo de otra historia, porque esta llegó a su fin.

domingo, 28 de octubre de 2018

El ratón masoquista y el coro de las luciérnagas

En un bosque descuidado por Dios nació un ratón, uno de tantos de la especie, nada especial. No bien dio su primer agú, mamá ratona y papá ratón lo sacaron en coche por el claro donde se reunían los animales los domingos después de misa, sin un propósito mayor que el de verse las caras. Lo paseaban, desde luego, para que los demás vieran lo lindo que era y cundiera la envidia ante su belleza y sus talentos. Al juicio de imparciales observadores, gran mérito científico no hacía el bebé para justificar dicha certeza, pero mamá ratona y papá ratón se parecían en este capricho a la señora búho, para la cual sus buhitos siempre han sido los más lindos del mundo.
Sabido es que los animales no van a clases, aunque no siempre fue así; ciertas bibliotecas muy antiguas guardan manuscritos que lo prueban. Motivo de otra fábula sería explicar las razones por las que dejaron de asistir, pero en el tiempo de que trata ésta sí iban, baste mi palabra para que lo crean.
De modo que cuando le llegó su momento el ratoncito entró a la escuela, donde demostró ser obediente y estudioso. Esa manera de ser, que lo diferenciaba del resto, activó los resortes de su maestra rata, Juana la solterona, que usaba abrigo y zapatones. La maestra odiaba a las criaturas obedientes y se ensañó con nuestro ratoncito. Durante un recreo lo hizo morder un queso rancio y le pisó la cola; el patio entero estalló en carcajadas mientras Juana la solterona miraba de lejos con ojos de fuego. El ratoncito lloró de humillación, persistió en su llanto y cuando llegó el momento de parar, lo redobló. Desde su oficina, el Director Ratín escuchó los aullidos y se apersonó al patio. Los demás ratoncitos se escabulleron, menos el nuestro, y Juana la rata solterona se deshizo en explicaciones sobre el motivo del llanto, palabras de poca médula que dejaron pensando al Director Ratín.
El ratoncito fue tratado esa mañana como un rey y le gustó. Desde ese día y hasta el día de su muerte decidió ubicarse en esa clasificación inventada por los sabelotodos, aquella que alude a los que gozan con el sufrimiento propio. Con esto doy por terminada la introducción de la fábula; ahora me aboco a hincarle el diente a lo que interesa.
Los años pasaron raudos para el bosque y en vano para el ratón masoquista. Solo él sabía lo que pasaba por su cabeza, y ahora que lo pienso, yo creo que ni él mismo lo sabía muy bien. Su antojo era preocupar al resto evidenciando una sensación de disgusto; así experimentaba un placer frío y agrio que le comía los nervios y le daba un aire de triunfador incompleto. A los demás, sin embargo, no podía afectarles demasiado su postura, ya que debían continuar con sus vidas, de por sí harto pesadas, como todas las vidas. Por muy querido que les fuese, el ratón masoquista era él, no ellos.
Una noche en el bosque, mientras gozaba amargamente uno de sus tantos triunfos, la luz de unas luciérnagas lo hizo levantar la cabeza hacia los árboles.
-Hola, amiguito -lo saludaron- Vamos apuradas.
El ratón masoquista quiso preguntarles adónde iban tan apuradas, pero no le salió la voz. Se quedó mirándolas, mientras las luciérnagas se perdían en el bosque.
De pronto el negro cielo adoptó un tinte azulino debido a un resplandor que entibió el aire, abrió las nubes y dejó al descubierto un enorme volcán, nunca antes visto. Estaba a punto de hacer erupción y era tan alto y vertical que al ratón no le daba opción de huir a sitio alguno, puesto que se hallaba en su base. Dominado por una densa inquietud, observó que el viento soplaba hacia atrás y sintió alivio. Las hojas de los robles fueron perdiendo su brillo azuloso, el cielo volvió a cerrarse, bajó la temperatura y los frondosos árboles retornaron a su oscuridad.

viernes, 12 de octubre de 2018

Gastón la araña

Cuando aún no se había inventado el hilo negro, cuentan los grandes sabios que existió sobre la faz de la tierra un antecesor de las arañas que con el tiempo se extinguió. ¿Por qué desapareció? Nadie lo sabe, pero andan corriendo sospechas sobre el caso, o hipótesis, como gustan de llamar los científicos, que más adelante complementarán la sustancia de esta fábula.
La araña, que era más pequeña que las actuales; tal vez más grande, o sea, de tamaño normal, anidaba en las hendiduras de las ramas frondosas de los árboles, de modo que, salvo unos pocos minutos en el día, su casa gozaba, o sufría, de la más profunda sombra. Su cobijo tenía la ventaja de evitar el calor, que era ardiente en los veranos, y el defecto de padecer el frío que caracterizaba a los inviernos.
Sus patas tejían un hilo tosco, que por lo mismo brillaba y atraía en aquellos raros momentos en que el sol lograba acceder a sus dominios, que por lo demás eran bastante insignificantes; hete aquí entonces la principal sospecha, o hipótesis, acerca de su desaparición.
Desde luego, era una araña muda. A lo más, cuando caía una presa en su red, emitía un chillido similar al de una laucha al nacer, cuando busca desesperadamente la leche de la madre. Un chillido agudo y quebradizo, como de triunfo en la agonía.
Puede que hoy se considere de mal gusto describir la fauna por su apariencia. Arriesgándome a las críticas diré que la araña, que se llamaba Gastón y era la última o penúltima de su especie, a lo más la antepenúltima, lucía un bigotillo recortado, lentes para la presbicia y en sus horas libres acostumbraba a calzar pantuflas y vestir una bata de flores verdes sobre fondo violeta que combinaba con un pañuelo de seda, todo lo cual le concedía un aire lejano a Leo Marini.
Antes de que esta manía, o tendencia, o pertinacia del fabulador que lo induce a irse por las ramas, ensuciando de paso la historia y sumergiéndola en un pozo de ambigüedad, o indefinición, digo que antes de que esta manía arruine la trama, si es que ya no la malhirió, me apresuro a contar que Gastón la araña se enfrascó en un proyecto de tela que dio que hablar en el bosque. Consistió en un tejido gigantesco de múltiples colores, cada hebra del color de una de sus patas, que todas eran diferentes y abarcaban la escala entera del arcoíris. Como las tonalidades se repetían una y otra vez, el resultado se resumía en una tela chabacana y poco práctica. Los insectos la adivinaban de lejos y pasaban cerca de ella, solo para mirarla. La tela competía con las flores, pero con las flores nadie puede ganar una competencia. De modo que llegaban, miraban y se iban, agitando las alas en busca de un mejor panorama para disfrutar la tarde.
No me atrevería a afirmar que ningún ejemplar cayó en la tela porque no sería cierto. Si alguien lo ha interpretado así le ofrezco mis disculpas, pues se equivoca medio a medio. Quiero decir que a medida que pasaba el tiempo unos pocos seres voladores se pegaban a la red, de tal manera que conformaban, vistos de lejos, puntos oscuros repulsivos que agitaban la tela como los locos que se montan en los barrotes de la cárcel o los niños que se suben a las rejas protectoras de las puertas. Los más se desprendían al cabo de un rato; pero los menos, superado el momento del frenesí convulsivo, se quedaban sin oponer gran resistencia, como fumadores de opio. Así, la escena era esta: un bosque espeso, una telaraña multicolor, unos puntitos oscuros parpadeando desde el centro y Gastón la araña en un rincón, emitiendo chillidos de laucha.
La araña no era de comer, y esa es la mejor hipótesis, o sospecha, de su extinción. Era de atrapar, o coleccionar, una de dos, en todo caso lo suyo era poseer, dominar. Una vez que el espíritu atraído caía en su tela, Gastón lo visitaba, lo estudiaba, lo incorporaba a su riguroso catálogo que incluía especie, sexo, edad, religión, nivel cultural, y luego lo dejaba, o la dejaba, allí, agitándose como loco de cárcel o niño de protección de puerta.
Pasó el tiempo. Mientras los demás gozaban, se arriesgaban y hasta se inmolaban por alguna causa injusta, Gastón la araña vivía de su oficio y de la disección metafórica de sus presas.
Al morir dejó un legado de puntos contados con los dedos de siete manos sobre una tela que lo sobrevivió años, tantos que quienes han visitado alguna vez ese bosque aseguran que la tela aún brilla entre la espesura, poblada de puntos oscuros que se han ido multiplicando y que están creando una mezcla muy rara de colores y negruras, parecida a la paleta de un pintor o a la sangre coagulada de un muerto sobre la baldosa.

martes, 10 de julio de 2018

La leyenda del rey Ramiro

Hace ochocientos años hubo un rey llamado Ramiro; textos de la profunda Edad Media lo corroboran. Era dueño de una mujer a la que tomó por esposa cuando ella recién entraba a tierna edad. Transcurrido poco tiempo la joven tornó cana. Los aldeanos atribuyeron el mal a sus tormentos y no parecían tan lejanas dichas presunciones: todo el mundo comentaba que el desprecio de Ramiro hacia la reina crecía a la misma velocidad que blanqueaba su cabello.
Cuando llegó al castillo la niña lucía unas trenzas que semejaban hilos de oro y constituían la alegría y el orgullo del reino; antes de que el pueblo la viera huir como una vieja siete meses pasaron. Fue una madrugada en que la neblina afligía el alma, la reina ni caballo poseía, se fugaba por sus propios pies, andrajosa, la peor de las aldeanas con la semilla real en su vientre abultado. Era invierno, no buscó refugio y nadie la acogió. Al atardecer fue presa de los lobos y sus restos quedaron esparcidos en la nieve.
El rey Ramiro, que murió años después, venerado por un pueblo expandido miles de hectáreas hacia el norte gracias a sus guerras de conquista, vivió ese día un día de locura que con nadie compartió. Desde la torre fue testigo de la huida de su mujer, incitada por él mismo. Armado hasta los dientes, no dijo una palabra mientras la reina caminaba sobre el barro a pie pelado, arrastrándose casi con un esfuerzo sobrehumano, acezando, su pecho latiendo con frenesí. Hilachas argentadas le colgaban de la nuca. Todo el tiempo la apuntó con el arco tensado y la flecha entre los dedos, hasta que desapareció en una curva.
Poco antes de morir, el rey Ramiro se reunió a solas con el Papa. Le confesó sus pecados, jamás se supo cuáles, y los purgó donando un barril de monedas de oro a la Iglesia: había limpiado su alma, ahora el Cielo lo esperaba. Cabalgó sin compañía tres jornadas, paró en las mejores posadas siempre anónimo; entró de noche a las inmediaciones de su reino, purificado, una noche de invierno.
Los campesinos hallaron sus restos de casualidad entre unas matas. De sus ojos solo quedaban las cuencas y de su vientre, ni las tripas. Jamás se halló al autor de tal carnicería; los villanos aseguraron haber visto un lobo blanco que rondaba en las cercanías con el hocico sangriento; a falta de mayores pruebas la historia se transformó en leyenda.