miércoles, 29 de octubre de 2008

El cernícalo y la musaraña

El cernícalo, ave solitaria, acechaba a su posible presa desde lo alto de un roble. De un escondite de la tierra surgió la musaraña, ávida de insectos. Voló presta el ave de rapiña y de un zarpazo la agarró.
A las puertas de la muerte, la musaraña planteó un discurso de corte disuasivo.
Escúchame -le dijo en tono indiferente-, te prevengo que mi cuerpo huele mal. Si me devoras, resultaré un plato muy desagradable que descompondrá tu estómago. No te pido que me perdones la vida. En cierto sentido te advierto acerca de la tuya.
El cernícalo contestó:
Mil maneras tiene el animal de defenderse cuando se asoma a las orillas de la laguna Estigia. Las dos que has usado no sirven. No poseo buen olfato y mi estómago es muy firme. Soy ave vieja y no hago caso a los consejos que provienen de una urgencia diferente que la mía.
De manera que me vas a comer, habló la musaraña.
Así es, contestó el cernícalo.
Y qué esperas, no me hagas sufrir de sobra.
Es que no tengo hambre. Te estoy comiendo por costumbre.
Entonces no me comas.
Tienes razón. Buen momento para cambiar de costumbres.
Y la dejó ir. La musaraña se volcó a su labor y el cernícalo se durmió en la rama de su roble.
Al otro día la vio salir de su escondite y se la engulló en un dos por tres.
Moraleja: tal como los animales, los hombres se van construyendo de acuerdo con su naturaleza. El cambio de vida es un espejismo que dura pocos días.

sábado, 25 de octubre de 2008

La ostra y la morsa

Bajó la morsa al fondo del mar y halló a una ostra. La ostra no alcanzó a esconderse. A la morsa se le despertó el apetito.
Por qué te has venido a este lugar tan apartado, preguntó la morsa.
La ostra respondió que prefería filtrar a los seres marinos desde el fondo del mar y que si se recluía era porque temía que los demás le hicieran daño.
Qué daño te vamos a hacer, si aquí en el fondo del mar somos todos iguales, dijo la morsa.
No es lo que me parece, ni aún en el fondo del mar, dijo la ostra, que era cautelosa. Entonces le contó su historia. Yo me guardo porque no veo a nadie como yo. Yo me doy sólo a los críos, porque en la sinceridad de la infancia los críos son como yo y yo soy como ellos. Cuando crecen veo que ellos se guardan y yo me guardo nuevamente.
La morsa replicó: Tal vez todo el mundo piensa igual.
La ostra dijo: Ojalá fuese así, pero no lo demuestran.

viernes, 24 de octubre de 2008

El elefante y el can severo

El elefante llegaba al fin de su vida y como sus hermanos de raza, cuando lo intuyó se encaminó al cementerio. Los animales de la selva lo vieron pasar con lástima, pero enseguida retomaron sus tácticas de caza, de defensa y sus cortejos.
Llegó al atardecer al cementerio. Lo recibió el guardián, un can severo y opulento.
-Lo esperábamos. Adelante -le ladró.
El elefante ingresó a un galpón repleto de marfil. Perros chicos a las órdenes del can entraban y salían conduciendo carretillas. Al entrar venían vacías; al salir, cubiertas de marfil. El can había llegado a la selva a traficar y mal no le iba.
-Bueno. Muérete de una vez -le dijo.
-Antes me gustaría que alguien me explicara algunas cosas que me han quedado dando vueltas.
-Di. Para esto estoy acá.
-Por ejemplo, las cosas y los personajes que nombra la Biblia sucedieron de verdad o son inventos. Los cohetes que van al espacio por qué no pueden ir más lejos. Hay otra forma de manejar la economía. Es posible que el elefante viva mil años. Se inventará alguna vez un remedio contra el cáncer de amígdalas.
El can rió como las hienas. De hecho, atrajo sin querer a algunas de ellas al cementerio de elefantes. Pero al ver sólo huesos éstas se marcharon, desilusionadas.
-¡Jajajajajajajajajajá! ¡Juajuajuajuajuajuajuá! -reía el can.
-Pa qué te ríes.
-¡Paquidermo!
-No te rías.
-¡Juajuajuajuá! ¡No sabes nada, tontón paquidermo! ¡Juajuajuajuá! ¡Nadie sabe nada! ¡Jaajajajá! ¡Eres el elefante más ingenuo de los que ha llegado al cementerio! Oye, socio, acá se viene a morir, ¿quién quiere saber a estas alturas? Acá nadie viene a hacer preguntas. Tus hermanos sí que son sabios. Entran, se recuestan de lado, cierran los ojos y expiran. ¿Sabes acaso para qué quiero el marfil? ¿Lo sé yo? ¡Yo hago las cosas por hacer y si salen bien salen bien y si salen mal salen mal! ¡Juajuajuajuá!
El crudo mensaje lo hizo palidecer como a un niño. Su muerte estaba presupuestada para las 21.15, el deshuesado comenzaría al amanecer. Había pedidos de Portugal y California, los perros chicos trabajaban como enanos.
"Vaya, vaya, conque así eran las cosas, según este animal. Y yo que lo tomaba todo tan en serio. Si lo hubiera sabido antes", alcanzó a reflexionar.

lunes, 20 de octubre de 2008

El Hombre y los animales

Todos los domingos los animales acudían a la iglesia, antes de almorzar. El reverendo Mantis les predicaba sobre el temor al Hombre. La prédica surtía efecto porque los animales salían asustados. Más que ensueños piadosos sus sermones parecían consejos militares. Cómo guardarse de Él, cómo hacerle el quite, cómo darle el paso, cómo evitar su ira, cómo aplaudir sus breves estados de felicidad. Las gallinas, los toros y los chanchos habían llegado a cultivar una especie de adoración por la figura humana, a la que rendían pleitesía. Las gallinas le regalaban sus huevos y sus pollos; las vacas sacrificaban su leche y sus novillos; los cerdos se entregaban por enteros. Cada día legiones completas eran conducidas, sin cánticos, al altar de sacrificios para la satisfacción de su dios. Llamaba el Hombre matadero a dicho altar. Así estaba escrito.
Mas un día el Hombre tornóse bueno y complaciente; los animales dudaron. Mermaban los sacrificios, veíase al Hombre comiendo vegetales. El pequeño bípedo acariciaba; formáronse asociaciones de protección. La raza entera de las bestias fue elevada a un pedestal. Los tiempos de adviento vaciaron la iglesia, Mantis adelgazó hasta los huesos.
Citó el león a una asamblea. Único punto de análisis fue el nuevo estado de las cosas. Los animales abandonaron la sala entre gritos de euforia: ¡por fin eran libres para hacer lo que quisieran!
Se vivían tiempos de alegría. Llegó la Navidad.
Tres reyes magos, un oso pardo, un oso polar y un oso panda, montados en sendos camellos, anunciaron el místico suceso. Seguían un misil disparado a la distancia por el Hombre. En humilde charco, rodeada de arañas de agua, langostas y libélulas, la rana dio a luz un renacuajo.
El libro sagrado, titulado Nuevo Firmamento, cuenta que el anfibio se hizo sapo y por predicar el temor al Hombre fue crucificado, muerto y sepultado. Su cuerpo fue robado del sepulcro y arrojado a los buitres. En ese momento el Hombre despertó de su sueño y los animales volvieron a su mundo de inconsciencia.
De allí en adelante, todos los domingos la descendencia de Mantis les recordó la historia.

jueves, 16 de octubre de 2008

El camello y las estrellas

El viejo camello se sentía inmensamente dichoso de su pobreza, pero infeliz porque los que siempre sufrían, sufrirían aún más. La sequía llegaba a la selva; escaseaba el agua y el verdor. Los árboles no daban frutos ni semillas: era la época de la retención en la tierra. Los hambrientos morirían de hambre. Los miedosos agrandarían sus úlceras, los avaros reducirían sus arcas. Los más fieros terminarían comiéndose entre ellos mismos. Habría revueltas; cada fiera se disputaría el mínimo mendrugo.
Las aves emigraban, las primeras, sólo para llegar a desconocidas tierras infértiles. Los peces bajaban a las profundidades, sólo para ser devorados por luminosos monstruos marinos. El león comía cebras raquíticas que no saciaban su hambre. Hienas y buitres se quedaban en los huesos, sin carroña, pues hasta el más humilde resto de comida era apetecido.
En su felicidad, el camello veía todo esto. Le bastaba un par de hojas para pasar el día. Tenía la tarde entera, la noche entera, para sentir el mundo que lo rodeaba. Miraba las estrellas y era feliz porque las estrellas le hablaban. Decíanle de lejos que ellas estaban vivas como él, decíanle que habían visto tantas cosas nuevas en el sinfin del universo, tantas explosiones, tantos cuadros de desgracia, tantos huracanes solares, tantas lluvias de meteoritos. El camello bajaba la cabeza, incapaz de sentir tanto.
Vendrían de nuevo tiempos mejores en el mundo, lo sabía; despertarían los vicios y él no estaría allí.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El loro y su discurso

Sentóse ante su escritorio el loro. El bosque estaba afuera, esperando su palabra. Esperando es un decir; la verdad es que saliera o no el loro a parlotear, el bosque seguiría con lo suyo. Un batallón del ejército de hormigas subiría por las ramas, el otro marcharía bajo la hojarasca; el león bostezaría, la lagartija buscaría el rayo de sol, el halcón acecharía, el conejo saltaría entre la hierba; en fin, para qué hablar de más.
Bosquejó el loro cuatro opciones de discurso.
Hoy hablaré de las reuniones de carácter social, de cómo quien actúa en ellas debe desprenderse de su yo y asumir una función en el conjunto del programa. Pero eso a quién le importa. A las reuniones sociales se va a comer y a beber. Si dos animales amigos se encuentran hablarán en un rincón de sus problemas. Si no es así, existe un libreto que saca del apuro.
No, mejor hablo de lo que hoy destaca, lo que hace cambiar al mundo. ¿Qué hacía antes cambiar al mundo? Los libros de los grandes autores. ¿Dónde están hoy esos libros? En las librerías especializadas. ¿Llegan a ellos los que cambian el mundo? No, porque los que cambian el mundo corren hoy por la selva en buzo y zapatillas. ¿De modo que saco algo con escribir un discurso? Nada más que aclarar mi cabeza de loro.
Entonces, lo que debo hacer es preparar un discurso sobre el problema que aqueja hoy a la selva, de cómo la selva se ha desorganizado, producto de decisiones mal tomadas, y lo que olía a abundancia hoy huele a miseria. El problema de la selva no reside en cada uno de sus animales, sino en las grandes decisiones que toma el conjunto de leones que se reparten su dominio. Lástima que esas decisiones nunca las sabrá un loro como yo ni una hormiga como las que veo subir por las ramas de este árbol, ya que ni ellas ni yo tenemos acceso a cueva de león alguno. Dicen que los que entran no vuelven a salir, así que mejor no intentarlo.
El loro llenaba páginas de páginas. Sintió un olor dulzón de una araucaria. Los piñones reventaban en las ramas filudas. El loro se largó a volar, directo a las semillas. La primavera pudo más que su afán pedagógico. Bañó sus alas el sol, la brisa fresca le peinó la frente, el músculo se maravilló de movimiento.

viernes, 10 de octubre de 2008

La letra Ele, el lagarto siquiatra y la palabra esquiva

Cuando la letra Ele entró en razón se sintió deprimida y fue al siquiatra, un lagarto doctorado en Viena y de cuidada barba; es que la Ele no reparaba en gastos. A media luz en la consulta se produjo esta conversación:
-De modo que se siente deprimida.
-Sí, doctor.
-No es necesario que me hable de su infancia, pero si desea hacerlo, hágalo. Recuerde, sin embargo, que disponemos de una hora médica y como ya le habrá advertido mi secretaria, las horas médicas duran 15 minutos.
-Mi infancia fue bastante feliz, doctor. No tengo motivos de queja y no encuentro en ella nada que me haya llevado a la situación en la que he desembocado hoy.
-Noto que se expresa bastante bien.
-Ha de saber, doctor, que soy una letra hecha y derecha. No es de autoestima ni de ignorancia el problema que me ha traído a su consulta.
-Quedan 13 minutos...
-Lo que quiero decirle es que desde que entré en razón comprendí mi drama y ahora no hay nada que consuele mi espíritu.
-En una palabra, ¿cuál es su drama?
-El que usted ha enunciado de refilón, doctor.
-¿Se trata de un juego de palabras?
-No. De una sola palabra: Amor.
-Y su drama sería... quedan seis minutos.
-Mi drama, doctor, es que por más vueltas que le doy a mi esencia no puedo conformar esa palabra. Puedo ayudar con Lealtad, Lírica, Loa, tantas otras, pero ni cerca con Amor.
-Recuerde que usted es una Ele.
-¡Si tan sólo hubiese nacido en Inglaterra! ¡Ay, Love, Love, Love!
-Asúmase como Ele chilena nomás y déjese de andar tonteando.
-A veces pienso si no sería mejor abrir las llaves del gas, doctor.
-Ni Gas ni Pistola ni Cuerda le van a su ser. Yo le aconsejaría Lamer, Ligar, Lucirse. Hay algunas letras tan interesantonas... Ahí tiene la Ere, la Efe, ¡la Ge de gato! ¡Páselo bien de una vez, Ele por Dios!
-¿Cree usted?
-Sí.
-¿Y el amor?
-El amor... ya cumplió su tiempo.

martes, 7 de octubre de 2008

La tortuga longeva y su epitafio

Moría la tortuga; la fueron a visitar. La selva entera se reunió en su morada y mientras dos cigüeñas le prestaban atención los animales parloteaban. Recordó el ratón las bondades del reptil, su linaje de caballero español. Agregó a sus bondades la lechuza su conservador estilo; la cucaracha subrayó su don de gente; el ornitorrinco, lo generoso de sus actos; el cisne, su decencia; la almeja, su humildad; el ganso, su mesura; el lobo, su pacifista espíritu. Faltaban loas para prestigiar al moribundo.
Los tortugos sirvieron el almuerzo sin fijarse en gastos, según lo dispuesto y enseñado por su padre: a todo el que acuda a mi casa, désele de comer y de beber.
La tortuga no moría, pasaban las horas. Entrada la noche mamíferos, insectos, anfibios, peces y aves contenían la respiración ante su choza. Cada uno sabía de sobra que estaba descuidando su negocio; aun así nadie se marchaba: esperaban el deceso, sentíanse traidores de querer moverse un metro. De pronto las enfermeras histéricas salieron de la humilde habitación: "¡Se muere!", graznaron.
No se supo cómo, pero todos entraron a la pieza. Desde el costado del lecho alumbraba su arrugado rostro una vela escuálida. Competía el hilo de la luz con el hilo de la vida.
-Voy a morir -susurró de la voz de la tortuga longeva. Un murmullo de desaprobación llenó el recinto.
-Sé que ustedes han venido a despedirme, algo de eso han comentado mis nietos por la tarde, pero déjenme decirles algo...
La selva entera quiso hablar. La tortuga los hizo guardar silencio poniendo una pata en su mandíbula.
-No me interrumpan, por favor, que me faltan las fuerzas.
La sala enmudeció. Dijo entonces la tortuga:
-Muero sin haber aprendido a amar. Lo intenté, hice lo imposible, estuve a punto. Fue sólo una pata, a veces la punta de la cola la que me afirmó a la arena, mas no quise despegar. El amor era desde el comienzo la última prueba de mi vida; su fracaso invalida lo que ustedes entienden como logros. No tuve coraje y así me despido del mundo, rodeado de...
-¡Ha muerto!, aulló la hiena y se largó a llorar.
Hubo grandes funerales. Fue sepultado su cuerpo en un camposanto que mira al mar desde lo alto. Es un bello cementerio; más hermosa aún su tumba en la que a modo de moraleja ordenó que se inscribiera el siguiente epitafio:
"Si tu egoísmo no te deja amar, siente compasión de ti mismo".