Cuando llegó al castillo la niña lucía unas trenzas que semejaban hilos de oro y constituían la alegría y el orgullo del reino; antes de que el pueblo la viera huir como una vieja siete meses pasaron. Fue una madrugada en que la neblina afligía el alma, la reina ni caballo poseía, se fugaba por sus propios pies, andrajosa, la peor de las aldeanas con la semilla real en su vientre abultado. Era invierno, no buscó refugio y nadie la acogió. Al atardecer fue presa de los lobos y sus restos quedaron esparcidos en la nieve.
El rey Ramiro, que murió años después, venerado por un pueblo expandido miles de hectáreas hacia el norte gracias a sus guerras de conquista, vivió ese día un día de locura que con nadie compartió. Desde la torre fue testigo de la huida de su mujer, incitada por él mismo. Armado hasta los dientes, no dijo una palabra mientras la reina caminaba sobre el barro a pie pelado, arrastrándose casi con un esfuerzo sobrehumano, acezando, su pecho latiendo con frenesí. Hilachas argentadas le colgaban de la nuca. Todo el tiempo la apuntó con el arco tensado y la flecha entre los dedos, hasta que desapareció en una curva.
Poco antes de morir, el rey Ramiro se reunió a solas con el Papa. Le confesó sus pecados, jamás se supo cuáles, y los purgó donando un barril de monedas de oro a la Iglesia: había limpiado su alma, ahora el Cielo lo esperaba. Cabalgó sin compañía tres jornadas, paró en las mejores posadas siempre anónimo; entró de noche a las inmediaciones de su reino, purificado, una noche de invierno.
Los campesinos hallaron sus restos de casualidad entre unas matas. De sus ojos solo quedaban las cuencas y de su vientre, ni las tripas. Jamás se halló al autor de tal carnicería; los villanos aseguraron haber visto un lobo blanco que rondaba en las cercanías con el hocico sangriento; a falta de mayores pruebas la historia se transformó en leyenda.