miércoles, 11 de enero de 2012

Las abejas y las chaquetas amarillas

Vivían relativamente felices las abejas, haciendo las cosas dulces y pacíficas que saben hacer, cuando una mañana la abeja vigía dio la voz de alerta: del otro lado del monte había aparecido una pequeña nube; al parecer un destacamento de langostas. Cundió el susto, un miedo hasta por ahí no más, porque otros años les habían dado batalla y no habían perdido. Era impresionante la unidad que brotaba entre los animales de la selva cuando llegaban las langostas. Uno para todos y todos para uno y así las vencían, aunque a duras penas.
Partió un verdadero regimiento a hacerles frente. Los elefantes con sus trompas, los monos -haciendo alarde de inteligencia- con viejas redes que sacaron de una cueva y ataron a los troncos; las gallinas y patos con sus picos abiertos, para qué seguir, habría que enumerar la misión que el general le encomendó a cada uno. El general era el águila.
Al rato volvieron decepcionados por no contar con enemigo. Se trataba de una avanzada de primas desconocidas de las avispas, nunca antes vistas, que los monos bautizaron con simpatía como chaquetas amarillas. Se instalaron en la selva y empezaron a vivir.
No habían pasado tres semanas cuando las abejas enflaquecieron notoriamente, a tal grado que la doctora Codorniz del Valle pensó en una epidemia de cáncer melífero. Tras los exámenes descubrió que su diagnóstico original no andaba ni por las tapas. Estaban enclenques.
-Qué les pasa.
-Nos invadieron el campo.
-¿Y la reina?
-Está flaquiiita.
La doctora les recetó una pila de remedios, pero no hubo caso; se fueron muriendo de a poco y se transformaron en pasto de colibríes. Mientras, las chaquetas amarillas se multiplicaban como ratones.
A esta hora se hace innecesario ofrecer la causa del fenómeno que estaba liquidando a las abejas; la enunciaremos por darle gusto a nuestra manía de no dejar a ningún lector con dudas, a ni uno solo.
Las chaquetas amarillas habían conquistado a dentelladas el territorio que felizmente ocupaban las abejas.
El caso llegó a la Comisión Intersilvícola de Derechos Animales. Reuniéronse los ancianos miembros liderados por el búho y escucharon el clamor de las abejas querellantes. "Vivíamos de lo más bien, hasta que llegaron las chaquetas amarillas y arrasaron con nosotras. Ahora exigimos al Estado Natural que se encarcele a las autoras y las abejas seamos tratadas como lo que somos. Víctimas".
Los veteranos no demoraron ni quince minutos en tomar su decisión.
-Muéranse todas -dictaminó el búho, con  voz de viejo chuñusco.
Las querellantes salieron con el aguijón entre las patas, llorando de impotencia, a comunicarles el fallo a sus hermanas. Volaron al panal, reunieron a las pocas abejas que quedaban y derramaron su frustración con estas palabras:
-Dijo el búho tal por cual que en la selva no existen los derechos animales. Ahora sálvese quién pueda, pero antes hagan una colecta para pagar las costas.