sábado, 9 de mayo de 2020

El nimbo y las cuatro nubes

Una nube corría a paso lento; tenía su gracia, pero la verdad es que pasaba inadvertida. A medio andar se separó en cuatro, conservando siempre su tamaño. Las tres nubes que iban detrás de ella no tardaron en igualarla y hasta en superarla, ganándose las cuatro a fuerza de trabajo un discreto sitio en un costado de la bóveda celeste.
Emergió del sur un arquetipo de la raza que se adueñó del cielo. Sus formas majestuosas y cambiantes provocaron admiración y envidia y pronto no hubo nube que no hablara sino de él. El nimbo aterrador y bello probó el néctar de la dulzura que resultó de opacar a todo lo demás; supo lo que se sentía cuando le iban abriendo el firmamento, conoció el éxito emanado de su esencia y gozó la alegría de verter su alma. Tanto bien le robó sus sueños, los mismos que cuidaban con candor las cuatro nubes, que no eran más que eso, una mezcla de vapores y delirios; en un momento el nimbo descargó su furia y durante cuarenta días y cuarenta noches arrojó a la tierra lluvia, truenos, rayos y relámpagos.
Cuando se hizo nada dejó en las demás nubes su recuerdo de tormentas.

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