domingo, 1 de diciembre de 2019

La flor, ¿quién la recogerá?

Había una flor chiquita. Era una humilde violeta, nacida hacía poco en las tierras de un campo sin dueño. El campo en realidad era de Pedro Galaz, pero Pedro Galaz estaba ocupado de otras cosas y si hemos de transformar este relato en un mero chismorreo, tendremos que acotar en voz bajita que a Pedro Galaz lo que le gustaba era jugar en el casino, de modo que descuidaba sus tierras por apostar su fortuna en la ruleta. Y así fue como el campo destinado a sembradío se transformó en comida para vacas. Y allí, entre medio, nació la flor.
Ay, decía todo el tiempo, quién me recogerá, y se olía ella misma su perfume, que era delicioso.
Las noches a la intemperie la angustiaban. Quedaba paralizada de terror cuando escuchaba a las alimañas arrastrar sus patas cerca de ella, pisándola a veces y otras veces olfateándola para comérsela.
Ay, pensaba, quién me recogerá.
Apareció un día una abeja que succionó su néctar, pero a la flor no le gustó el procedimiento empleado por el insecto y se lo hizo ver con su delicadeza de flor. Pero como las abejas son insistentes, ésta del cuento volaba y volaba hacia ella hasta que un día la violeta cerró sus pétalos y la abeja tuvo que irse, pero quedó rondando, porque le había gustado el néctar.
Ay, pensaba, quién me recogerá.
Al finalizar el verano el viento le trajo una noticia especial. Un hombre de edad había entrado en tratativas con Pedro Galaz para comprarle el campo y el negocio ya estaba a punto de cerrarse cuando el hombre, que se llamaba Ambrosio, decidió echarle una ojeada a las tierras. Hundió en el prado sus gruesas botas, llegó hasta el borde del acantilado -ya que las tierras limitaban con el mar, y eran tierras de clima inclemente, de vientos fríos que traspasaban los huesos- y le comentó a Galaz: “¡Vaya qué alto!”, mientras Galaz lo tomaba del brazo y lo adentraba en sus dominios, porque a él le interesaba vender.
Antes de comprar se fijó en la violeta. Se agachó, la tomó sin arrancarla del suelo y puso su nariz en los pétalos.
-¡Qué flor más hermosa!
-Es sólo una violeta. Firme.
Y Ambrosio firmó. Y se fue, porque tenía otros negocios importantes que resolver.
Ay, quién me recogerá, pensaba la chiquita.
El nuevo dueño volvió al día siguiente y al siguiente y al siguiente. Primero con herramientas, luego con animales y finalmente con otros hombres que se pusieron a trabajar la tierra. Y cada vez que pasaba ante la violeta le decía: ¡Vaya, chiquita, todavía estás aquí!
De tanto verla se encariñó con ella. La bautizó Dudú. Ordenó a su gente que no se sembrara en ese sector y de pronto se sorprendió fabricando un cerco de 30 por 30 centímetros, hecho de ramitas y alambres de púas sobrantes.
-Es para que nadie te dañe, mi chiquita -le dijo.
Pero la violeta no quería eso, porque las tierras ya la estaban hastiando. Lo que ella quería era que alguien la recogiera; tampoco cualquiera, sino alguien especial. Y tal parece que sus sueños Ambrosio no los entendía.
Por esos días hubo en el mundo un cataclismo que obligó a miles de personas a arrojarse a los mares, porque salía fuego de la tierra y era imposible seguir viviendo en esas condiciones. Algunos pudieron izar velas y buscar nuevos continentes, que surgían aquí y allá, como islotes, pero la mayoría se ahogó, lo que no hizo otra cosa que engordar a los monstruos que habitan en las profundidades.
Las tierras de Ambrosio se habían salvado de la hecatombe, pero un día ocurrió lo inevitable: los monstruos salían del mar a buscar más carne humana y en el caso del campo de Ambrosio, un monstruo enorme subió no se cómo por el acantilado hasta posar sus garras en el prado. Justo ese día Ambrosio había puesto a cuatro niñas a cuidar el cerco (¡a cuidarlo de nada, a lo más de insectos y animales!) y las niñas jugaban a la ronda alrededor de la chiquita cuando apareció el monstruo.
-¡Ay, gritaron los peones! -volvió Vicente Loco.
Ellos lo conocían por lo que habían escuchado de sus abuelas y ahora lo conocían por sus propios ojos. Vicente Loco tenía cuerpo de iguana y cara de velatorio, medía unos doce metros y arrastraba la panza mientras echaba un aliento fétido por sus fauces, siempre abiertas. Miraba aquí y allá, buscando víctimas.
-¡Ay, qué será de nosotros! -se lamentaban los peones, que huían.
Pero las niñas, que eran inocentes, seguían cuidando a la flor.
A la dúlce ronda, que caé del cielo, y formáun anillo, moradá sortija, sortijá violeta, queun aníllo forma, y al cieló se va... ronda quéra dulce, violetá que vuela, ronda qué se va, cantaban las niñas, que eran cuatro, y tenían frío.
Vicente Loco se las iba comiendo una por una, sin gritos, sin lamentos, mientras las demás unían sus manos en círculos cada vez más pequeños hasta que una sola, la última, fabricó un anillo en torno a la chiquita, que suspiraba desde el prado:
¡Ay, quién me recogerá!
Y hasta aquí llega el cuento porque sabrán, amigos lectores, que no todos los cuentos tienen final. Algunos sí, otros no. Me han contado de cuentos que tuvieron tres finales. ¡Una vez un cuento tuvo cuatro finales! Me aseguran que en ocasiones los finales mejoran cuando el autor los conversa con el lector. ¿Han conocido alguna vez a un escritor de cuentos? Yo sí conocí una vez a uno y les diré que si puedo generalizar a partir del que conocí, los escritores de cuentos no tienen nada de particular. Y por eso mismo tampoco hay que lamentar que el autor de este cuento no haya escrito final. Después de todo, los mejores finales son los que uno mismo se imagina, ¡y nada es más insoportable que a uno le maten a la heroína o que se la den al que no ha hecho mérito!, que es la moda de los cuentos actuales. Y si el problema que les quita el sueño es saber si Vicente Loco fue quien finalmente se quedó con esa florcita tan hermosa, bueno, yo me comprometo a preguntarle al autor, pero no les aseguro que tenga la respuesta e incluso, se me ocurre ahora, tal vez sea una humilde violeta de campo la que escriba por primera vez en la historia el final de un cuento, al verse acorralada...

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