jueves, 5 de noviembre de 2009

La mariposa Panchita

Una mariposa rojinegra ha salido, seguramente, de un patio interior de alguna casona de la calle San Borja, en las cercanías de la Estación Central. Es de las comunes, de aquellas que la gente no se vuelve a mirar. Pero es la única que en este momento revolotea en el semáforo y la única que lo puede hacer de esa forma, porque un millón como ella podrán existir, pero ninguna más surcará ese espacio en ese tiempo. Ha de haber costado un triunfo para que volara del árbol del patio de la casa donde jugueteaba entre las flores, han debido de producirse tantas coincidencias para que hoy sobrevuele la Alameda, que realmente es un prodigio que lo esté haciendo.
Mi amiguita, pues le he tomado cariño y el trato se hace familiar, busca vanamente flores entre ruidos, manchas de colores y movimientos. ¡Cómo guiarla entre el asfalto y orientarla hacia la dirección correcta! Habría que atraparla, encerrarla en una malla y luego soltarla en un prado. Habría que comprar una malla; tal vez fabricarla uno mismo con hilo de coser o de pescar. Luego estirar el brazo e intentar cazarla.
Un camión con acoplado se acerca. Miles de obreros se requirieron para que esta maravilla de la ingeniería humana saliera de una planta levantada al otro lado del océano y tras un largo viaje a bordo de un pesado barco pisara nuestro suelo. Tal como los caballos o los bueyes, soporta sobre sus espaldas el peso de la necesidad humana, siempre ambiciosa, crecientemente inconforme.
Panchita (ya la he bautizado) posa sus patas en el asfalto caliente, cansada de aletear sin recompensa, y las patitas se le quedan pegadas. Ahora son dos tirantes rectos que se alargan vanamente más un cuerpecillo juvenil y una desesperación por volar hacia otros mundos con un ancla en la tierra.
Doblan las ruedas del camión hacia San Borja, pasa el acoplado y Panchita ahora es un dibujo en el asfalto, una mancha grisácea, el recuerdo de algo que se eleva hacia el cielo en forma de vapor.

No hay comentarios: