viernes, 22 de mayo de 2009

El vampiro y el flamenco

El vampiro iba muy atrasado a su castillo; era un vampiro de castillo, como los de antes. Ya estaba por amanecer y el exceso de sangre en su barriga lo tenía fofo, fuera de forma. La subida se le hacía eterna. Por ahorrar unos pesos en fardos había dejado el vehículo en la cochera y los negros corceles en las caballerizas. Qué diablos, se decía, ya voy a llegar. Soñaba con su almohadilla de seda y su sarcófago forrado en terciopelo.
A las puertas del castillo lo esperaba el cartero en bicicleta. Era éste un flamenco larguirucho de gorro azul y delantal.
-Carta para usted.
-Déjela en el buzón, estoy medio apurado.
-No puedo, es certificada.
(Tras la montaña se disparó hacia el cielo un rayo de sol).
-Rápido, dónde hay que firmar.
-Aquí.
-No tengo lápiz.
-Yo le presto.
-¡Le digo que estoy apurado!
-Además me debe tres meses. Son dos mil pesos.
-No ando con efectivo. Le pago a la próxima.
-Suba a buscar. Yo espero.
-¡Le dije que estoy apurado!
-Ustedes los ricos siempre dicen lo mismo.
-¡Por favor!, no se trata de eso, ¿acaso no divisa el fulgor en la montaña?
El vampiro miró a los ojos al flamenco, buscando comprensión, pero éste dibujaba en su rostro una mueca que le despertó inefables recuerdos. Le había llegado la hora final, a los pies del castillo. Desfalleciente, incapaz ya de suplicar, la sangre se le derramó por los poros y se fue cortado. El cartero siguió esperando un buen rato los dos mil pesos, con una pata en el pedal y la otra en el suelo.

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