jueves, 10 de julio de 2008

Óscar el gallo y Bernardo el chancho

Óscar el gallo cantó con voz destemplada. Ahora sí que clareaba el alba. Bernardo el chancho sacó la cabeza del corral y lo hizo callar de un gruñido. El gallo se reía, satisfecho de su obra.
-Qué culpa tengo yo, Bernardo. No puedes impedir que la tierra siga girando. ¡Vamos, puerquito, despierta ya! y vive cada amanecer como si fuera el último de tu vida.
Bernardo pataleó en el barro y se movió de un lado a otro en el corral. Hubiese preferido seguir durmiendo; la luz de la mañana le hacía siempre mal. Jamás en su vida se había acostumbrado a ese momento. Tuvo que transcurrir, como cada día, más de media hora para que el genio le cambiara. Desayunó cáscaras de sandía, echó unos excrementos en el rincón más oscuro, abrió la puerta y salió a dar un paseo al campo. ¡Qué bien se sintió entonces, alejado de su hogar por un rato!
Era sábado. Bernardo el chancho ignoraba que al día siguiente se celebraría una gran fiesta en la granja. Se extrañó de ver correr de un lado a otro a la mujer y a las hijas del granjero. Las ollas humeaban y sobre el mesón se llenaban bandejas con las más frescas verduras. Cosas de Don Hilario y su familia; a mí, maní, se dijo.
A la altura del bajo que conduce al estero dio vuelta la cabeza y vio que Pedro el capataz lo señalaba con el dedo a la familia del granjero. Óscar el gallo cantó tres veces.
-Kikirikí... kikirikí... kikirikí...
El plumífero no se cansa de alardear, pensó.
Al volver de su paseo, Bernardo notó una visita dentro del corral. Don Hilario lo miraba con ojos tristes, apoyado en la baranda. En una de sus manos tenía un puñal; en la otra, un martillo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Triste destino el de algunos.....