lunes, 21 de julio de 2008

La chicharra, las hormigas y la máquina

La chicharra se puso muy contenta cuando desde la puerta del camerino una hormiga le gritó ¡está lleno!
Salió a escena entre aplausos y se retiró entre vítores. Se vio obligada a hacer tres encores a capella: O Lola, Vesti la Giubba y Morgen. El auditorio hormiguil la aplaudió de pie.
Y así como vemos en las grandes películas norteamericanas de los años 50, cada mamá hormiga cubrió cariñosamente a sus pequeños y pequeñas con sus abriguitos de cuello de piel y se los llevó pronto a casa, donde el fuego de la chimenea resplandecía que era un goce.
Había toda una organización dedicada a esto. Estaba el portero Hormigordomo, un hormigón severo y algo demacrado. Estaba el cochero Hormigor, de bigote blanco y cuerpo obeso por pasar tanto sentado. Estaba madame Hormigoeux, que satisfacía los instintos de las hormigas y hormigos depravados que escapaban del galpón subterráneo por las noches. Estaba Mr. Hermit, el hormigo capitalista dueño del planeta Hormiga. Estaba Herr Hormiguéinstein, el científico que los hacía avanzar. Y estaba el hormigador que los proveía de leña. Y estaba la masa compuesta por millones y millones de hormigas, para qué nombrar una por una.
Y estaba la chicharra, para alegrarles sus momentos de ocio, que eran pocos.
La chicharra vivía del aplauso, pero no tenía qué comer. De pequeña había desarrollado un complejo de inferioridad, el mismo que ridiculizaba su rostro con menjunjes y la hacía ir de pueblo en pueblo, cantando. Era a rabiar admirada, pero sólo encima de las tablas. Las veces que se la vio por la calle con los bolsillos rotos despertó cierta simpatía; en otras ocasiones simplemente no se la reconoció y cuando un día anunciaron que se cancelaba la función por ausencia del tenor el planeta Hormiga pronto encontró a su reemplazante: una máquina eléctrica inventada por Herr Hormiguéinstein que hizo las delicias de grandes y chicos.

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