Y así, todas las mañanas de un año, de cinco años, de veinte años, una por una, sin falta.
-¿Soy yo?
-Sí, eres tú, no has cambiado nada.
-Es verdad, te tengo ante mi vista.
-Tranquilízate, todo anda bien, disfruta, brilla, brilla, ¡brilla!
Una mañana pasó algo extraño. La luz no se prendió; el espejo entró en un mar de dudas.
-De seguro sigo siendo yo, no puedo haber cambiado, pero cómo saberlo, ¿por qué no estoy? ¿Dónde me he ido?
Aunque abrumado por la ansiedad, no se entregó a su suerte e ideó contar los días, basándose en los amaneceres que se colaban por una rendija de la pieza. No había forma de anotar, pero confiaba en su memoria. Cuando por fin se abrió la puerta calculó que habían pasado exactamente sesenta y tres años y 124 días desde la última vez que estuvo frente a sí mismo.
Al encenderse la luz, la imagen de dientes postizos enfundada en un grueso abrigo, sonriente, lo estremeció. A través de los anteojos posados frente a él se vio viejo, sucio, trizado, irreconocible.
-Estaba escrito -admitió-, se ha cumplido el oráculo...