lunes, 19 de julio de 2021

La cosa que comía fuego

Tres académicos de profesión inventaron una máquina orgánica que comía fuego, ocurrencia que les valió la nominación al máximo de los galardones, el Premio Nobel. 
Pero la cosa orgánica crecía y crecía y había que alimentarla de fuego. Doquiera que hubiese fuego, allí estaba el engendro dinámico y detrás de él, los virtuosos eruditos.
Llegó el momento en que el fuego se acabó. La cosa orgánica se fue achicando y pronto ya no fue más que un despojo en el rincón de una plaza. Ni siquiera servía para jugar a la pelota.
Presionados por una pequeña masa enfurecida, los ilustres catedráticos hubieron de ceder sus puestos a la joven guardia, representada por tres doctoras en filosofía. Ocurrióseles a las aprendices de genio emitir un edicto que ordenaba levantar toda piedra que se hallase a la vista en el país. Así ocurrió que sin otro juicio que el de su mandamiento fueron cazados y colgados en la plaza pública una legión de cobardes que sobrevivían escondidos; a saber, acosadores, machistas, perseguidores de negros, homófobos, economistas de la vieja escuela. Todos fueron a dar a una apretada fosa común.
Meses después surgió de la sepultura un abanico de fuegos fatuos que confundió a los tres académicos de profesión, a las tres doctoras en filosofía y a la masa intranquila. Nadie supo decir si había que votar a favor o en contra de ese fenómeno.

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