jueves, 20 de marzo de 2008

El zángano y las abejas

No todos los zánganos son indolentes. Este zángano se esforzaba en hacer lo mismo que las abejas, pero no le resultaba de buena manera. Iba y venía entre ellas, las husmeaba, intentaba caerles en gracia, a veces fabricaba celdillas irregulares o cargaba polen de una flor a otra, pero el polen se le iba a la tierra e inevitablemente el zángano acababa el día echado en una hoja cualquiera.
Es que no le veía asunto a tanto afán. Su razonamiento era el siguiente: sí, se levantan y lo hacen. Lo hacen para vivir, pero terminan viviendo para hacerlo.
Las abejas no se permitían preguntas. Eran hacendosas. Un botón de muestra: el primer mandamiento, instalado dentro de una pequeña tabla ubicada sobre el velador del dormitorio de toda abeja, de modo que es lo primero que ve al despertar, dice así: Hay que hacer. El segundo dice Debe hacerse. El tercero, Primero trabajarás, luego gozarás. El cuarto, Amarás al grupo como a ti misma. Y así hasta llegar al décimo: Al final del día dormirás como un lirón.
El asunto fue que una noche el zángano les preparó una función que a las abejas divirtió mucho. La Reina aplaudía a rabiar. Su espectáculo se basó en la triste historia de un artista que descubre que él y los de su raza son simplemente seres incapacitados para vivir, porque el humilde oficio que desempeñan es contar la vida que otros viven y que ellos solamente son capaces de intuir. El monólogo concluía con los siguientes versos: “Vivan pues, hermanas abejas, que yo contaré al mundo vuestra historia”.
A la salida de la función las abejas se acercaron al zángano y le fueron preguntando para callado, una a una, si las podría incluir en futuros shows con nombre y apellido. Dándose cierta importancia, el zángano les negaba la posibilidad, con una sonrisa deprimida. Pero cuando la Reina lo mandó a llamar no pudo evitar hacerle la promesa.
Al día siguiente nadie se acordaba de nada y todo volvió a ser como siempre.

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