jueves, 16 de octubre de 2008

El camello y las estrellas

El viejo camello se sentía inmensamente dichoso de su pobreza, pero infeliz porque los que siempre sufrían, sufrirían aún más. La sequía llegaba a la selva; escaseaba el agua y el verdor. Los árboles no daban frutos ni semillas: era la época de la retención en la tierra. Los hambrientos morirían de hambre. Los miedosos agrandarían sus úlceras, los avaros reducirían sus arcas. Los más fieros terminarían comiéndose entre ellos mismos. Habría revueltas; cada fiera se disputaría el mínimo mendrugo.
Las aves emigraban, las primeras, sólo para llegar a desconocidas tierras infértiles. Los peces bajaban a las profundidades, sólo para ser devorados por luminosos monstruos marinos. El león comía cebras raquíticas que no saciaban su hambre. Hienas y buitres se quedaban en los huesos, sin carroña, pues hasta el más humilde resto de comida era apetecido.
En su felicidad, el camello veía todo esto. Le bastaba un par de hojas para pasar el día. Tenía la tarde entera, la noche entera, para sentir el mundo que lo rodeaba. Miraba las estrellas y era feliz porque las estrellas le hablaban. Decíanle de lejos que ellas estaban vivas como él, decíanle que habían visto tantas cosas nuevas en el sinfin del universo, tantas explosiones, tantos cuadros de desgracia, tantos huracanes solares, tantas lluvias de meteoritos. El camello bajaba la cabeza, incapaz de sentir tanto.
Vendrían de nuevo tiempos mejores en el mundo, lo sabía; despertarían los vicios y él no estaría allí.

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