martes, 28 de septiembre de 2010

La laucha en la catedral

En un rincón de la catedral vivía una laucha. Amaba el silencio del recinto, que sin decirle nada la sobrecogía. Miraba los ángeles pintados en los cielos y alguna vez intentó trepar hasta allí, pero cuando iba generalmente en el cuarto metro de la columna elegida se aterraba al mirar hacia abajo y bajaba en un dos por tres.
Curioso que en la catedral no hubiese gato. Más bien había y bien gordo, pero moraba en los patios y sobre todo en los tejados, a la sombra de los naranjos. Se llamaba gato Emilio y en la época en que se desarrolló esta fábula ya se había convertido en un viejo culón, de modo que la laucha corría por las naves de la catedral como Pedro por su casa.
Por las noches subía al sagrario y se comía las hostias, que el sacristán no tenía el resguardo de dejar con llave.
De la escasez de hostias el cura vivía echándoles la culpa a las monjitas pero qué me dicen, nunca se atrevió a encararlas. Al menos en este caso las monjitas eran inocentes como una paloma. Y el cura también.
Como a eso de las nueve y media de la mañana la despertaba la música de una radio a pilas que encendía el sacristán. Era un hombre sacador de vuelta. Un día la laucha escuchó que el curita le ordenaba: pase el plumero por los capiteles. El sacristán sabía lo que eran los capiteles, pero se hizo el leso y no les pasó el plumero.
Cierta tarde, poco antes de la misa de las siete, la laucha dormitaba bajo el cojín del confesionario cuando fue aplastada por las rodillas de una señora que le decía cosas pecaminosas al sacerdote. Este escuchaba sus pecados con tedio hasta que llegaron los pecados buenos; entonces le echó una mirada de reojo para reconocerla en la misa. La laucha se salvó aquella vez gracias a su esqueleto cartilaginoso. Tuvo la suerte de que la rodilla se encajara justo en el tercer tercio de la columna, sin comprometer cabeza, corazón ni pulmones. Anduvo renqueando un tiempo hasta que se le pasó el malestar.
Una mañana entró gritando una feligresa. El sacerdote le abrió malhumorado las puertas de la catedral.
Qué pasa, mujer.
¡Murió el gato padre!
¿Murió el gato Emilio? Entiérrelo pues.
¿No le puede hacer una misa?
Cómo se le ocurre.
¿Me empresta una pala?
Pídale al sacristán.
¿Lo pongo al lado del rosal padre?
Entiérrelo donde quiera.
La feligresa le encargó al sacristán que enterrara al gato Emilio al lado del rosal. El sacristán le dijo que bueno, pero más tarde. Cuando oscureció metió al gato en una bolsa y lo echó al tarro de la basura. Después movió un poco de tierra y clavó una crucecita a los pies del rosal.
Al día siguiente amaneció un gato chico dentro de la iglesia y de inmediato le echó el ojo a la laucha. La laucha se salvó por milímetros, gracias a la inexperiencia del infantil felino. Mas la lección no fue en vano y la roedora optó por iniciar un retiro bajo el piso de tabla. El retiro duró tres meses. Salió flaca, medio intoxicada por el olor del encerado, decidida a darle una orientación superior a su vida. Una tarde entró al confesionario metida en el moño de una vieja que no sabía ni cómo se llamaba, aunque la sobrina que la acompañaba le decía tía Josefina. Ayudada por un altavoz, la laucha se confesó a la maleta.
He pecado padre.
Dime tus pecados Josefina.
Le mandé un gato chico a la iglesia.
Ya lo he visto Josefina gracias.
Pero el gato es re meón y se le mea en el altar padre.
Ah...
El curita la absolvió. La vieja abandonó el templo del brazo de su sobrina. Le noté la voz como resfriada tía Josefina. Apúrate niña que va a llegar el Gastón. El tío Gastón murió hace tiempo tía.
El martes que siguió a dicho suceso el sacerdote encabezó la catequesis semanal. A la salida llamó a la feligresa y cuando estaban a solas, bien oscuros, le pidió que devolviera el gato nuevo a la casa de la Josefina. Por qué padre, tan bonito que está, le llega a brillar el pelaje. No me contradigas.
La laucha lo escuchó todo y entonó en silencio un himno de alabanza. Imaginó que un coro de arcángeles la elevaba a los altares y se sintió apetecida por el lado bueno del silencio.

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