sábado, 7 de febrero de 2009

El elefante y el ratón sepulturero

Vivió muchos años el elefante. Y mientras tuvo salud, se mostró. Su vida pasó ante los demás como si fuese él mismo el protagonista de una gran obra de teatro. Por las mañanas, por ejemplo, bañábase en el río a vista y paciencia de la selva entera, salpicando con su trompa a más de un animal curioso que acudía a presenciar el espectáculo. Comía enormes porciones de hierba y dicen que su digestión incluía el lanzamiento de pedos monumentales, llamados con harta razón "pedos de elefante".
Reía y gozaba de su trabajo, que consistía ya en transportar troncos por la selva, destinados al progreso de la civilización humana; ya en hacer piruetas en el circo, destinadas al goce de los humanos, especie de enemigos de su raza y de todas las demás razas, pero que por una extraña razón no terminaban de caerle mal. Al contrario, los humanos le resultaban simpáticos. Después de todo, bien vivió gracias a ellos.
Pero le llegó el día de la enfermedad que vaticina la muerte. No estaba preparado y se derrumbó. ¿Y qué hizo? Pues, lo que hacen todos quienes se derrumban: se escondió.
En su lecho de enfermo filosofó por vez primera. Discurrió, para partir, que se filosofa en la derrota; el goce no da tiempo para cosas desagradables. Filosofar es ejercitar el ocio mirando, para luego pensar. ¿Y qué vio desde su escondite? Transitar a la incansable hormiga, volar a la mosca, cantar a la chicharra, perseguir a la hiena, pastar a las vacas, picar a la pulga, esperar a la araña, devorar a la langosta, sumergirse a la gaviota, cada cual sin otro plan que la eterna búsqueda de su alimento, excepto la chicharra, la más pobre, que con sus notas le proporcionaba el estilo que exigía a esa comedia animal. De él ya pocos se acordaban; la selva lo había olvidado. Llegó a la conclusión, muy ad-hoc, de que su vida había sido un teatro, un circo que como genuina representación apela a la fantasía y esconde el verdadero acontecer.
Su verdadero mundo no estaba dentro de la obra, sino fuera de ella. Es el mismo que los espectadores respiran a todo pulmón apenas abandonan la sala, descubrió, algo tarde.
Cuando inició el camino al cementerio nadie lo vio partir, pues lo hizo antes de que las estrellas dejaran de brillar. Llegó a su postrer destino al momento de aclarar y tocó a la puerta. De mala gana le abrió el ratón sepulturero. El elefante lo miró hacia abajo y cayó allí mismo, fulminado, a las puertas del camposanto.
El ratón fue por una carretilla. Al caer el sol, mientras seguía abriendo la fosa, se le oía decir:
-Por qué no habré muerto cuando guagua...

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