lunes, 5 de mayo de 2008

El sapo misionero y las cigüeñas disipadas

El sapo misionero llegó de noche al país de las cigüeñas. Se despojó de su abrigo, clavó un cartel en el tronco de la encina y se fue a acostar.
Al otro día las cigüeñas llegaron puntualmente al lugar de la cita. El cartel decía: "Mañana, sermón a las 8 AM. El sapo misionero".
El sapo misionero se había quedado dormido. Cuando se levantó, lo hizo con cargo de conciencia. Sacó el cuello del charco y miró hacia el claro en el bosque: ya estaban todas las cigüeñas, no faltaba ninguna y algunas consultaban sus relojes.
Apareció el sapo vestido de abrigo. Se paró en el púlpito, se sacó el abrigo, lo dobló cuidadosamente y regaló su sermón. Pero en la vida hay regalos que mejor no prometer. Fue una prédica débil, improvisada, dicha a tropezones, que no enterneció ni remeció a las cigüeñas. Éstas solamente le prestaron atención un par de minutos y luego, como si hubiesen puesto en una balanza sus palabras, continuaron con sus vidas disipadas. El sapo misionero, sin desearlo, las había reforzado en su vicio.
Años después el sapo se calentaba las manos ante el brasero y su nieto le consultó una vez más por ese fracaso. Le encantaba escuchar la historia, sobre todo por la forma en que se la contaba su abuelito. El sapo habló y terminó con esta sentencia: "Y ese fue el cuento, sin ponerle ni quitarle, querido renacuajo. Cuando vi a tanta cigüeña junta me miré en menos y me chupé. Se me entró la voz, me dieron ganas de torcerles el cogote y les tiré una mueca de desdén, así como ésta. Después pesqué el abrigo y me fui".
El renacuajo le preguntó cuál era la enseñanza que dejaba el cuento. El sapo contestó: "No basta creerse bueno haciendo cosas, querido renacuajo. Las cualidades del alma también se deben demostrar con palabras".

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