miércoles, 3 de septiembre de 2008

Padre Mantis, el zorro y el escapulario del bufalito

Dicen que los búfalos nunca usaron escapulario. Certifico que eso es cierto, pero sólo en lo que corresponde a los mayores, pues con mis propios ojos vi a un bufalito luciéndolo en época de catecismo. Y como la fortuna ha dispuesto que en este mismo momento disfrute de una hora de libertad, la aprovecharé para contarles la fábula.
Sucedió que por aquella época de la que les hablo, principios de los años 60, el obispado me mandó a la pradera a iniciar en los misterios religiosos a los inocentes animales. Llegué a la iglesia, toqué la campana y todos corrieron hacia mí. Lagartos y lagartijas, sapos y ranas, perros y gatos, corderos y culebras, un par de zorros desconfiados, un cernícalo, varios tordos, una nube de golondrinas, un gallinero entero con su gallo viril de cresta roja, montones de gusanos y hormigas, un enjambre de abejas y una plaga de moscas, sin contar algunas especies raras que nunca había visto y una pareja de búfalos. La iglesia se llenó en un minuto. Subí al púlpito y les hablé en nombre de Dios. Díjeles:
-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Respondiéronme en coro, arrodillados ante la cruz:
-Amén.
Díjeles:
-Pueden tomar asiento.
Lo hicieron, mirándose unos a otros, respetándose como nunca lo hicieron ni lo volvieron a hacer. Sólo en el templo fueron iguales a los ojos de Dios.
Díjeles:
-Los he reunido, amados hijos, para anunciarles que la época del catecismo ha llegado. Comunicad la buena nueva a vuestros hijos y enviadlos a la Iglesia desde mañana mismo. Serán instruidos durante tres meses. Al entrar el verano harán la primera comunión. Y ahora, podéis iros en paz.
Los animales abandonaron la iglesia con gran alboroto. No a la salida, sino unos doscientos metros más allá, en plena pradera, pude contemplar cómo la zorra le echaba el ojo a una gallina que se quedaba atrás y las golondrinas se hacían un festín con las moscas.
Al día siguiente llegaron todos los hijos de los animales, puntualmente, sin faltar uno solo. Desde ese momento y hasta principios del verano les enseñé las puertas del cielo y nociones básicas de la omnipresencia de Dios, eso sí con otras palabras; les preparé contra el pecado, les mostré los mil caminos para lograr la salvación eterna, les grafiqué con ejemplos en el pizarrón algunas diabluras del Diablo que atribuían hasta ese momento a causas naturales. En fin, los dejé casi convertidos en santos. Incluso, el día antes de hacer la primera comunión los obligué a ayunar. Luego de que recibieron la hostia en presencia de sus mayores, todos vestidos de blanco, les ordené hacer una fila y entonces les repartí escapularios. Luego se les sirvió a cada uno una taza de chocolate humeante y un bizcocho. ¡Qué felicidad, la de esos animales, cuando se retiraron a sus casas llevando al cuello el cordón con la imagen de San Francisco! Nunca volví a ver algo así en mis 30 años de misiones. El gusanito se lo echaba en la espalda para no mancharlo, la golondrinita se lo abrochaba con un clip para que no se le despegara en su vuelo rasante, la gallinita lo exhibía, cocoroca, y el bufalito, el bufalito... estaba triste bajo el espino.
-Qué te sucede, hijo mío.
-No me entra, Padre Mantis -respondió, avergonzado.
-Qué lástima -lo consolé- no tuve en cuenta tu bestial cogote. Se me hace que Dios no ha dispuesto solución para tu caso.
El bufalito se echó a llorar. Metros más allá, sus padres veían la escena, sin hallar qué hacer. El zorro, más astuto, citó a Padre Mantis al galpón y le indicó una cuerda que colgaba entre los aparejos.
-Úsela, padrecito, nadie se va a enterar. Yo mismo si quiere me atribuyo el hurto, usted queda bien puesto y el bufalito se va con Dios.
Así se hizo. Cerré las puertas de la iglesia, volví a la ciudad, confesé mi pecado y sólo eché al agua al zorro ante la insistencia de mi confesor.
Me contaron que dos días después el zorro amaneció crucificado en la cima del monte. Primero se acercó el tiuque y le picoteó los ojos, luego llegaron los perros a hincar el diente en la carne; los buitres bajaron de los últimos y le arrancaron las tripas. El bufalito le lamía las plantas de los pies, porque la sangre sabía dulzona. Finalmente los gusanos lo dejaron limpiecito, reluciente su esqueleto.
Esta fábula finaliza con una ingrata noticia para mí. Ya estaba viejo y daba el cielo por ganado cuando una primavera el perfume de una hembra me enloqueció y por una vez abandoné mi castidad. Era mucho más grande que yo y reposaba en una rama. Me monté sobre ella y la disfruté durante horas, pero de improviso me tomó en sus brazos y de un mordisco me decapitó. Entonces le inyecté mi esperma y acto seguido me fui al infierno.

1 comentario:

Fortunata dijo...

!!! Extraordinaria !!!

Camino todas tus rutas.