Dispuso el destino que por la cueva del felino pasara un zorro distraído perteneciente a la tercera edad. Nada más verlo, el león le impuso la misma tarea en la que habían fracasado el elefante, el reno, el perro, el jabalí y el búho. No hallando qué hacer, el zorro le pidió unos días, que el león le concedió. "Algo se me habrá de ocurrir", pensó; menguaba entre tanto el alimento del rey.
Al cabo de unos días el zorro se presentó en la cueva.
-Descubrí la causa del problema -le dijo; el león saltó de gusto- acompáñeme, Su Majestad, y le mostraré.
Se fueron ambos al monte. El viejo zorro se metió a una madriguera y el león entró con él. Al cabo de cien metros no pudo caminar y tuvo que arrastrarse; las patas no le servían y la tierra le pelaba el lomo. Viendo esto, el zorro torció por un brazo del túnel y se perdió para siempre de su vista. Cuenta la fábula que terminó sus días en otras tierras, rodeado del cariño de sus hijos y sus nietos.
Al león le costó semanas zafarse de la trampa; para su fortuna nadie se enteró del chasco.
Volvieron las lluvias y con ellas las cebras y los antílopes aunque también, cada cierto número de años, la sequía. Cuando ésta se hacía presente en la selva el león les contaba a sus retoños la causa del infortunio.
"En el monte vive un pájaro de mal agüero, escondido en una cueva. Es un pájaro negro, que parece de bronce, porque brilla en la oscuridad. Cuando sale y canta es que habrá sequía. Pocos lo han escuchado; nadie lo ha visto. Y el que se asome a hurguetear quedará petrificado".
Los leoncitos se dormían inquietos con la historia y el rey se recogía en su rincón dibujando en su boca una mueca de fastidio, que la leona no lograba comprender.
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