viernes, 25 de diciembre de 2009

El oso, el prado y la víbora

En el reino animal destacaba el oso por su parquedad. La mole tenía el hábito de bajar de la montaña al río cristalino, donde se instalaba a cazar truchas a zarpazos. Por la tarde volvía, satisfecho, a su cueva. Era un oso serio de pocas palabras, inofensivo para todos, salvo para las truchas, a las que amaba con todo su estómago.
El prado recibía sus cuatro patas con menos temor que las del caballo y la vaca, que vivían olfateando, mordisqueando, metiéndose en asuntos de su reino. El caballo y la vaca acosaban, a veces arrancaban de cuajo; el oso en cambio aplastaba un segundo pero después dejaba crecer; su tránsito era obligado, no existía en él un propósito de lastimar, ni siquiera como consecuencia de leyes naturales. Por eso era bien recibido al llegar y al irse. Buenos días al entrar; buenas tardes al subir de nuevo a la montaña.
Todos los seres buenos son cómplices, a su pesar, de algo malo. Silbaba entre la hierba la cruel víbora y el prado sufría al protegerla de las miradas de sus víctimas. Qué cruz más pesada llevamos, solían rezar a coro los tréboles en la misa del domingo, cuando el bosque dormía y el rocío juvenil los cubría con sus gotitas de agua.
Escrito está que el día menos pensado la víbora hundirá su veneno en la pata del oso; del hocico del mamífero gigante surgirá un grave aullido lastimero. Quedará tumbado y la hierba será su última morada, a pleno sol.
Moraleja: perece lo noble, sobrevive lo insignificante y bajo su manto la belleza oculta la verdad.

1 comentario:

La Lechucita dijo...

¿Hay que desconfiar de la belleza?

Hay muertes dulces, el veneno recorre la sangre y un manto mullido para acogerle.

Estoy de viaje....pero me arreglo para descargate y leerte.

Un abrazo