jueves, 7 de agosto de 2008

Doctor Gato, conferencista, y las gatas parlanchinas

En la sala arrendada para la ocasión no cabía un alfiler. Un gato mestizo de traje gris subió al escenario para anunciar el ingreso de Don Gato y las gatas lanzaron maullidos. Se apagó el intenso eco del murmullo; Don Gato entró desde el fondo, alumbrado por un foco, y recorrió el pasillo alfombrado de rojo agradeciendo a diestra y siniestra, como si fuera candidato presidencial. Antes de instalarse en el estrado se retiró la capa de seda, descubriendo sus seductores bigotes. Recién entonces hizo uso de la palabra.
La fama de Don Gato se fundaba en su título académico de Doctor, en el rancio abolengo de su raza abisinia, pero sobre todo en que no leía discursos preparados y la intervención de esa noche no fue la excepción. Don Gato improvisaba. Así llenaba los teatros, acudiera donde acudiera, con entrada gratis o pagada. Ésta era pagada, de modo que las gatas naturalmente vestían pieles, joyas y zapatos de charol. Y lucían muy rubias y maquilladas.
La conferencia se titulaba "¿Por qué las gatas hablan más que los gatos?". La venía ofreciendo desde hace un año de Arica a Magallanes y de mar a cordillera, con notable éxito de crítica y de público, como el autor de esta fábula ya lo insinuó en líneas anteriores. Durante las dos horas de la charla no voló ni una mosca. Si las gatas ya habían acudido previamente hechizadas, las palabras del notable académico sólo aumentaron el embrujo.
Don Gato cultivaba la siguiente rutina: primero hacía reír, luego hacía pensar, luego hacía llorar y finalmente volvía a hacer reír. El aplauso que recibía en todos los teatros era apoteósico y el de esa noche no fue la excepción.
A la salida recibió numerosas invitaciones a cenar, pero prefirió retirarse al hotel con su agente. En la pieza se dedicaron a contar el dinero, se dieron las buenas noches y cada uno se acostó en su cama. Al día siguiente les esperaba una fatigosa jornada en el pueblo de más allá, con charlas de matiné, vermouth y noche.
En cuanto a las gatas... las gatas... qué decir. Habían estado tan calladitas, obedientes y concentradas que a la salida estallaron. Llenaron cafés y restaurantes para comentar el espectáculo de Don Gato. Lo analizaron de pies a cabeza y cada una hizo una observación más original que la otra. Que su vestuario, que sus bigotes, que su modo de hablar, que el tono de su voz, que hasta sus zapatos sucios, se fijaron dos siamesas. Los mozos volvían a llenar las tazas de chocolate humeante y reponían las paneras con tostadas, bizcochos, mermeladas e hígado fresco, mientras la conversación pasaba al obligado tema de los hijos y los nietos y luego al tema central, consagrado a los tratamientos de belleza y rejuvenecimiento tanto a través del bisturí como de las cremas y el gimnasio. Con la bandeja de licores en la mesa, la charla derivó en voz baja y pudorosa al asunto de los amantes. Allí se subrayó lo fastidiosos que resultan, siendo la conclusión la misma de siempre, a esa altura con voces encendidas: los gatos no valen nada. El epílogo les fue dedicado a los esposos y a los jeeps. Todas las gatas de esta fábula conducían jeeps de acuerdo con la regla establecida: sólo debían hacerlo con las gafas de sol puestas, aunque estuviese lloviendo.
Quiere regalarnos el autor la siguiente moraleja: aunque el machismo se encuentre en retirada, acorralado por los tiempos, las gatas seguirán hablando más que los gatos, a pesar de que éstos continúan siendo los dueños de la palabra.

2 comentarios:

mentecato dijo...

¡Aplausos!

Anónimo dijo...

La verdad es que como se divierten las gatas, hablando, comiendo, riendo, quejandose y despues a la casa a hacer la tareas, la comida, los deberes de los niños.....¿esta el machismo de capa caida? no lo sabia...
Yo tambien te leo por todos tus caminos....