viernes, 12 de octubre de 2018

Gastón la araña

Cuando aún no se había inventado el hilo negro, cuentan los grandes sabios que existió sobre la faz de la tierra un antecesor de las arañas que con el tiempo se extinguió. ¿Por qué desapareció? Nadie lo sabe, pero andan corriendo sospechas sobre el caso, o hipótesis, como gustan de llamar los científicos, que más adelante complementarán la sustancia de esta fábula.
La araña, que era más pequeña que las actuales; tal vez más grande, o sea, de tamaño normal, anidaba en las hendiduras de las ramas frondosas de los árboles, de modo que, salvo unos pocos minutos en el día, su casa gozaba, o sufría, de la más profunda sombra. Su cobijo tenía la ventaja de evitar el calor, que era ardiente en los veranos, y el defecto de padecer el frío que caracterizaba a los inviernos.
Sus patas tejían un hilo tosco, que por lo mismo brillaba y atraía en aquellos raros momentos en que el sol lograba acceder a sus dominios, que por lo demás eran bastante insignificantes; hete aquí entonces la principal sospecha, o hipótesis, acerca de su desaparición.
Desde luego, era una araña muda. A lo más, cuando caía una presa en su red, emitía un chillido similar al de una laucha al nacer, cuando busca desesperadamente la leche de la madre. Un chillido agudo y quebradizo, como de triunfo en la agonía.
Puede que hoy se considere de mal gusto describir la fauna por su apariencia. Arriesgándome a las críticas diré que la araña, que se llamaba Gastón y era la última o penúltima de su especie, a lo más la antepenúltima, lucía un bigotillo recortado, lentes para la presbicia y en sus horas libres acostumbraba a calzar pantuflas y vestir una bata de flores verdes sobre fondo violeta que combinaba con un pañuelo de seda, todo lo cual le concedía un aire lejano a Leo Marini.
Antes de que esta manía, o tendencia, o pertinacia del fabulador que lo induce a irse por las ramas, ensuciando de paso la historia y sumergiéndola en un pozo de ambigüedad, o indefinición, digo que antes de que esta manía arruine la trama, si es que ya no la malhirió, me apresuro a contar que Gastón la araña se enfrascó en un proyecto de tela que dio que hablar en el bosque. Consistió en un tejido gigantesco de múltiples colores, cada hebra del color de una de sus patas, que todas eran diferentes y abarcaban la escala entera del arcoíris. Como las tonalidades se repetían una y otra vez, el resultado se resumía en una tela chabacana y poco práctica. Los insectos la adivinaban de lejos y pasaban cerca de ella, solo para mirarla. La tela competía con las flores, pero con las flores nadie puede ganar una competencia. De modo que llegaban, miraban y se iban, agitando las alas en busca de un mejor panorama para disfrutar la tarde.
No me atrevería a afirmar que ningún ejemplar cayó en la tela porque no sería cierto. Si alguien lo ha interpretado así le ofrezco mis disculpas, pues se equivoca medio a medio. Quiero decir que a medida que pasaba el tiempo unos pocos seres voladores se pegaban a la red, de tal manera que conformaban, vistos de lejos, puntos oscuros repulsivos que agitaban la tela como los locos que se montan en los barrotes de la cárcel o los niños que se suben a las rejas protectoras de las puertas. Los más se desprendían al cabo de un rato; pero los menos, superado el momento del frenesí convulsivo, se quedaban sin oponer gran resistencia, como fumadores de opio. Así, la escena era esta: un bosque espeso, una telaraña multicolor, unos puntitos oscuros parpadeando desde el centro y Gastón la araña en un rincón, emitiendo chillidos de laucha.
La araña no era de comer, y esa es la mejor hipótesis, o sospecha, de su extinción. Era de atrapar, o coleccionar, una de dos, en todo caso lo suyo era poseer, dominar. Una vez que el espíritu atraído caía en su tela, Gastón lo visitaba, lo estudiaba, lo incorporaba a su riguroso catálogo que incluía especie, sexo, edad, religión, nivel cultural, y luego lo dejaba, o la dejaba, allí, agitándose como loco de cárcel o niño de protección de puerta.
Pasó el tiempo. Mientras los demás gozaban, se arriesgaban y hasta se inmolaban por alguna causa injusta, Gastón la araña vivía de su oficio y de la disección metafórica de sus presas.
Al morir dejó un legado de puntos contados con los dedos de siete manos sobre una tela que lo sobrevivió años, tantos que quienes han visitado alguna vez ese bosque aseguran que la tela aún brilla entre la espesura, poblada de puntos oscuros que se han ido multiplicando y que están creando una mezcla muy rara de colores y negruras, parecida a la paleta de un pintor o a la sangre coagulada de un muerto sobre la baldosa.

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