domingo, 28 de octubre de 2018

El ratón masoquista y el coro de las luciérnagas

En un bosque descuidado por Dios nació un ratón, uno de tantos de la especie, nada especial. No bien dio su primer agú, mamá ratona y papá ratón lo sacaron en coche por el claro donde se reunían los animales los domingos después de misa, sin un propósito mayor que el de verse las caras. Lo paseaban, desde luego, para que los demás vieran lo lindo que era y cundiera la envidia ante su belleza y sus talentos. Al juicio de imparciales observadores, gran mérito científico no hacía el bebé para justificar dicha certeza, pero mamá ratona y papá ratón se parecían en este capricho a la señora búho, para la cual sus buhitos siempre han sido los más lindos del mundo.
Sabido es que los animales no van a clases, aunque no siempre fue así; ciertas bibliotecas muy antiguas guardan manuscritos que lo prueban. Motivo de otra fábula sería explicar las razones por las que dejaron de asistir, pero en el tiempo de que trata ésta sí iban, baste mi palabra para que lo crean.
De modo que cuando le llegó su momento el ratoncito entró a la escuela, donde demostró ser obediente y estudioso. Esa manera de ser, que lo diferenciaba del resto, activó los resortes de su maestra rata, Juana la solterona, que usaba abrigo y zapatones. La maestra odiaba a las criaturas obedientes y se ensañó con nuestro ratoncito. Durante un recreo lo hizo morder un queso rancio y le pisó la cola; el patio entero estalló en carcajadas mientras Juana la solterona miraba de lejos con ojos de fuego. El ratoncito lloró de humillación, persistió en su llanto y cuando llegó el momento de parar, lo redobló. Desde su oficina, el Director Ratín escuchó los aullidos y se apersonó al patio. Los demás ratoncitos se escabulleron, menos el nuestro, y Juana la rata solterona se deshizo en explicaciones sobre el motivo del llanto, palabras de poca médula que dejaron pensando al Director Ratín.
El ratoncito fue tratado esa mañana como un rey y le gustó. Desde ese día y hasta el día de su muerte decidió ubicarse en esa clasificación inventada por los sabelotodos, aquella que alude a los que gozan con el sufrimiento propio. Con esto doy por terminada la introducción de la fábula; ahora me aboco a hincarle el diente a lo que interesa.
Los años pasaron raudos para el bosque y en vano para el ratón masoquista. Solo él sabía lo que pasaba por su cabeza, y ahora que lo pienso, yo creo que ni él mismo lo sabía muy bien. Su antojo era preocupar al resto evidenciando una sensación de disgusto; así experimentaba un placer frío y agrio que le comía los nervios y le daba un aire de triunfador incompleto. A los demás, sin embargo, no podía afectarles demasiado su postura, ya que debían continuar con sus vidas, de por sí harto pesadas, como todas las vidas. Por muy querido que les fuese, el ratón masoquista era él, no ellos.
Una noche en el bosque, mientras gozaba amargamente uno de sus tantos triunfos, la luz de unas luciérnagas lo hizo levantar la cabeza hacia los árboles.
-Hola, amiguito -lo saludaron- Vamos apuradas.
El ratón masoquista quiso preguntarles adónde iban tan apuradas, pero no le salió la voz. Se quedó mirándolas, mientras las luciérnagas se perdían en el bosque.
De pronto el negro cielo adoptó un tinte azulino debido a un resplandor que entibió el aire, abrió las nubes y dejó al descubierto un enorme volcán, nunca antes visto. Estaba a punto de hacer erupción y era tan alto y vertical que al ratón no le daba opción de huir a sitio alguno, puesto que se hallaba en su base. Dominado por una densa inquietud, observó que el viento soplaba hacia atrás y sintió alivio. Las hojas de los robles fueron perdiendo su brillo azuloso, el cielo volvió a cerrarse, bajó la temperatura y los frondosos árboles retornaron a su oscuridad.

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