miércoles, 24 de febrero de 2010

El amor y el deseo

Hace no mucho tiempo, por diferencias que no viene al caso recordar, el amor y el deseo, que antes convivían en estado de intensa felicidad, decidieron dormir en camas separadas y luego se declararon la guerra. La batalla decisiva se dio sobre el cuerpo de un hermafrodita desnudo en la hierba. El ejército del amor instaló dos divisiones en los senos, especialmente sobre la zona del corazón, y un batallón en los ojos y la boca. El ejército del deseo puso una división tras los matorrales que escondían al pene y la vagina y una brigada en el montículo que formaba la cabeza.
Fue una batalla feroz; duró del amanecer a la noche. El campo quedó plagado de ángeles ensangrentados y demonios adormecidos y ambos generales sufrieron graves heridas.
Los historiadores cuentan que la guerra la ganó el deseo. Jenofonte escribió:
"El amor llevaba la ventaja en número y calidad de armas y combatientes. Concentró su ataque en la zona púbica de su enemigo, lanzando pétalos de rosas que cubrieron al rival, pero descuidó la posición de la cabeza. Cuando cantaba victoria anticipada, los lanceros del deseo surgieron desde las raíces de las sienes para desequilibrar el combate y darle el triunfo a su bandera".
Esopo resumió la guerra con una moraleja:
"El amor es más grande, pero el deseo es más fuerte".

lunes, 15 de febrero de 2010

El pájaro de mal agüero

Tres años continuos de sequía vaciaron el granero de la selva. El león disponía de comida, pero comenzaba a impacientarse al notar el creciente éxodo de la cebra y el antílope, de modo que encomendó al elefante que encabezara una comisión. Llamó el elefante a una junta de científicos: el reno, el perro y el jabalí, tres académicos de indiscutible nivel, todos graduados en Harvard. Nada hallaron de raro en el normal vaivén de la meteorología. "Si de esta ciencia se tratase, habría de haber llovido mínimo hace dos años", sostuvo el informe final. El león le pidió al elefante que citase a los tres académicos a su cueva y allí los devoró; desterró luego al paquidermo. Ordenó entonces al búho que encabezara una rogativa, pero no surtió efecto. Cayó en sus fauces la pobre ave; la fe no la salvó.
Dispuso el destino que por la cueva del felino pasara un zorro distraído perteneciente a la tercera edad. Nada más verlo, el león le impuso la misma tarea en la que habían fracasado el elefante, el reno, el perro, el jabalí y el búho. No hallando qué hacer, el zorro le pidió unos días, que el león le concedió. "Algo se me habrá de ocurrir", pensó; menguaba entre tanto el alimento del rey.
Al cabo de unos días el zorro se presentó en la cueva.
-Descubrí la causa del problema -le dijo; el león saltó de gusto- acompáñeme, Su Majestad, y le mostraré.
Se fueron ambos al monte. El viejo zorro se metió a una madriguera y el león entró con él. Al cabo de cien metros no pudo caminar y tuvo que arrastrarse; las patas no le servían y la tierra le pelaba el lomo. Viendo esto, el zorro torció por un brazo del túnel y se perdió para siempre de su vista. Cuenta la fábula que terminó sus días en otras tierras, rodeado del cariño de sus hijos y sus nietos.
Al león le costó semanas zafarse de la trampa; para su fortuna nadie se enteró del chasco.
Volvieron las lluvias y con ellas las cebras y los antílopes aunque también, cada cierto número de años, la sequía. Cuando ésta se hacía presente en la selva el león les contaba a sus retoños la causa del infortunio.
"En el monte vive un pájaro de mal agüero, escondido en una cueva. Es un pájaro negro, que parece de bronce, porque brilla en la oscuridad. Cuando sale y canta es que habrá sequía. Pocos lo han escuchado; nadie lo ha visto. Y el que se asome a hurguetear quedará petrificado".
Los leoncitos se dormían inquietos con la historia y el rey se recogía en su rincón dibujando en su boca una mueca de fastidio, que la leona no lograba comprender.