miércoles, 28 de octubre de 2009

El león y el homo sapiens

El mensajero de la selva, que era el lémur, también conocido como espíritu de la noche, llegó a la casa del homo sapiens, tocó el timbre y le comunicó que el león lo requería. El homo sapiens se vistió de esmoquin y acudió a la cita con dos elefantes guardaespaldas, por si las moscas. No era para tanto. Los elefantes salieron de la cueva a petición del rey, quien hizo ver que su morada era estrecha y en el espacio que ocupaban los paquidermos cabían por lo menos cien especies curiosas.
El homo sapiens se sentó en un sillón; en otro igual lo hizo el león, de piernas cruzadas. Frente a ellos, la selva entera, menos los elefantes, que a una discreta señal se quedaron aguardando afuera, por si las moscas.
-Esa diferencia que tienes con nosotros... -comenzó el león. El homo sapiens permanecía en estado de alerta- Esa diferencia... queremos saber...
-¿Quiere saber por qué no tengo pelo, o por qué camino en dos patas?
-No, esos son detalles -dijo el león-. Lo que nos desconcierta son esos signos que guardan en cajas de papel. Abren las cajas, van pasando una hoja de papel tras otra, cierran las cajas. Llevamos miles de años intrigados. Es la hora de descorrer el velo.
El homo sapiens se dispuso a hablar. Lamentablemente la selva no podía saber que cada homo sapiens daría una respuesta diferente a la misma pregunta. Por algo estaban ante un misterio.
"Si usted se refiere a las palabras, amado rey -dijo- sabrá por fin que las palabras son una especie de cárcel. Yo a las palabras les temo más que a Dios..."
-¡Ohhh! -surgió el murmullo de la audiencia.
"Sí, les temo más que a Dios -continuó el homo sapiens-. Nadie se burlaría de mí si yo hablara mal de Dios, digo mal queriendo decir con ignorancia. En nuestro reino, la moda actual es desafiarlo, repudiarlo y hasta negarlo, por el sólo hecho de ser invisible. Pues salvo los muertos, que no cuentan; y los locos, de los que sí se burlan, ninguno de nosotros ha visto nunca a Dios..."
Un ñandú interrumpió su discurso:
-Yo he visto a Dios varias veces -le informó. El homo sapiens se apresuró a aclarar que por "nosotros" no quería decir "los que estamos aquí", sino "nuestra especie". Luego continuó:
"Como iba diciendo, hoy en día los de nuestra especie aplauden a los que dicen las peores patrañas de Dios y se burlan de los que lo conocen demasiado. En cambio, cualquiera de mi círculo saltaría de sádico deleite si yo dijera que a las palabras le temo más que a Dios, porque le es singular y palabras es plural, de modo que debería decir les temo, ya que les se refiere a las palabras, no a mí. Repararán entonces en que así como ustedes se olfatean, nosotros usamos las palabras para distinguir una estirpe de la otra. Y por eso les temo. Porque esto es un agotador abrir y cerrar de puertas. Las palabras me obligan a vivir replegado, espiando a la zeta, haciéndole el quite a la pelea de la ge de gato con la jota, mirando por la rendija cómo se esconde la hache; y qué decir de la be larga y la ve corta, ahí sí que estamos en problemas..."
Los animales se miraban unos a otros, asombrados.
"Bastaría con eso, pero las palabras son como la Cordillera de los Andes, luego de un cerro viene otro y otro más grande: una vez que relucen como el agua cristalina, muchas entran a su nido como entra el cucú en el nido del mirlo y cuando los demás notan el error se matan de la risa, pero se matan de la risa sin que se escuche, y comentan y esparcen el comentario más allá de los montes. Dijo paralogizado en vez de paralizado jejeje, dijo rebalsar en vez de rebasar jijiji... pero déjenme agregar lo peor, y es que las palabras han llegado a tanto, se han ensoberbecido tanto del poder que nosotros mismos les dimos, que de simples ayudantes del espíritu pasaron a ser las carceleras del virreinato de la forma. No me van a creer, pero para entrar al paraíso de la belleza ya no nos basta experimentar, sentir, sino que nos hemos visto obligados a pasar primero por el control del virreinato, presentándoles a las siniestras cancerberas un pasaporte que para ellas casi siempre está vencido, y si por casualidad lo timbran..."
-¡Para, animal, para! ¡Vete de aquí antes que te coma! -rugió el león.
El homo sapiens tomó las de Villadiego, no sin antes corregir al rey cuando ya se hallaba a buen resguardo.
-¡Se dice antes de que te coma, reyezuelo analfabeto!

lunes, 19 de octubre de 2009

El gato y el koala

El gato sorprendió despierto al koala y le preguntó por qué acostumbraba a dormir tanto.
-Te lo pregunto porque los demás animales se lo pasan diciéndome que soy dormilón, pero ahora que te veo a ti...
El koala respondió:
-Querido hermano; ignoro qué te impulsa a cerrar los ojos y echarte en las alfombras. En cuanto a mí, siento una benéfica ansiedad cuando me dispongo a dormir, pues la memoria me recuerda que me sumergiré en un mundo que me ofrecerá grandes aventuras, como en verdad sucede. He sido león, cordero, lagartija, dromedario, dragón, araña y pez. He ganado batallas con una sola mano y he llorado de amor, he reconquistado a mi antigua novia y la he hecho mía sin que ella quisiera, he subido al cielo como águila y me lancé en picada como halcón; surqué los mares y sometí a rebaños salvajes, ¿qué más quisiera un animal ocioso como yo? Tú me dirás que tenemos esta vida y es verdad. Al despertar satisfago mis necesidades básicas, pero luego voy cerrando los ojos nuevamente, pues lo que veo a la luz del sol no me llama mucho la atención.
El gato reflexionó con ligera molestia, nacida de la envidia de admitir que se encontraba ante un personaje sincero, que lo superaba en espiritualidad. Disentía del koala, pues considerándose también gran dormilón, disfrutaba enormemente del placer de la caza en sus momentos de vigilia, pero como no se atrevía a declararlo ideó el siguiente comentario:
-Yo te confieso que a veces ansío que se me acaben pronto las cuatro vidas que me quedan, para traspasar el umbral y ver el valle de los muertos.
-Habrás querido decir internarme en el valle de los muertos, ya que ver equivale a un golpe de los sentidos, ajeno a la experiencia de la eternidad -dijo el koala.
El gato respondió:
-Sí, tienes toda la razón. ¿Y sabes qué más? Imagino que ese valle debe ser el sueño mayor, la metáfora de la aventura más insólita que se pueda esperar.
El koala no alcanzó a escuchar esta última parte, pues dormía. El gato le dio las buenas noches y salió a cazar.

miércoles, 14 de octubre de 2009

El pájaro Roc

Las patas del pájaro Roc son tan anchas como el tronco de un árbol, sus huevos son del porte de un hombre. El ave se alimenta de serpientes de 20 metros de largo y de carne fresca que astutos mercaderes arrojan al valle de los diamantes. La carne se pega a los diamantes, el pájaro Roc desciende a buscarla y en ella vienen las gemas adheridas, que los comerciantes recogen con sumo cuidado cuando el águila abandona su casa en busca de más carne.
El pájaro Roc vuela incesantemente del nido al valle y del valle al nido. En una de sus garras viaja un hombrecillo harapiento y esquelético llamado Simbad, apodado El marino. Simbad puede ver la tierra como se ve desde un avión y al bajar se desmaya del vértigo que le provoca la velocidad del águila. Jamás se hablan, aunque hubiesen podido hacerlo. Durante esos viajes son seres mudos, silenciosos.
Monstruo tan poderoso como aquél cae en estado de letargo cada vez que un niño da vuelta la página del libro que lo contiene. Sus alas se repliegan, su cuerpo entero se aplana y sus ojos dejan de mirar, su cerebro de funcionar. A Simbad, en cambio, le esperan nuevas aventuras en la página que viene: ahora vive para satisfacer el hambre de un anciano que se le ha pegado al cuerpo y amenaza con estrangularlo.
Una vez que el libro se cierra, el pájaro Roc vuelve a levantar el vuelo bajo otro cielo, lechoso, fantástico, cielo que mejor sería río enérgico, y captura nuevamente a Simbad, pero Simbad se le escapa con su cargamento de diamantes; así una y otra vez hasta que la figura del pájaro se difumina y se deshace, se olvida.

viernes, 2 de octubre de 2009

La luna y el sátiro

En los primeros tiempos la luna fue un cometa.
El sátiro se ufanaba de perseguir ninfas en el bosque y hacía de ello exhibición; en el cielo apareció la luna y con tacto y sensatez le sugirió que malgastaba su tiempo.
-Tengo todo el tiempo del mundo -le replicó el sátiro.
-A mí, que soy la luna, me queda poco -le insistió ésta.
A la noche siguiente la luna se fijó en que el sátiro la estaba esperando.
-¿Viste? Todo marcha igual que siempre.
-No -dijo la luna- yo estoy más rellenita.
Era la pura verdad.
La tarde siguiente se desató una tempestad que duró tres noches y tres días. El sátiro se asomaba al claro del bosque, pero no había luna. Se amanecía esperando; las ninfas lo echaban de menos.
A la tormenta se les sumaron cuatro días de espesa niebla. Al quinto el cielo estuvo despejado. El sátiro no se movía del claro, esperando ver a la luna. Ésta se le ofreció redonda y brillante.
-Llevo siete días esperándote -le habló el sátiro, y la luna entendió que, más que recriminación, se trataba de una muestra infantil de cariño.
-Así veo -le dijo.
-Entonces, ¿bajarás y te casarás conmigo?
-Sí -respondió la luna, y se sonrojó.
La boda se iba a celebrar a la noche siguiente. Acudieron todos los animales del bosque; el sátiro se vistió de terno y corbata y camisa con colleras. Actuaría de juez el orangután y de padrinos, la jirafa y el ñandú; y de sacerdote, el arzobispo Mantis. Contra todo pronóstico, la luna se excusó de bajar.
-Me siento algo enferma, mañana estaré mejor -prometió.
El sátiro no había querido decir nada, pero notaba el cambio en la fisonomía de su amada, que al principio tomó como una simple gripe.
Los animales se fueron marchando uno a uno, la mesa quedó servida. Al otro día no volvieron. Sólo el sátiro esperó a la luna.
La luna desfallecía, agonizante.
-Nunca me olvides -le rogó, y desapareció tras una nube.
El sátiro la lloró hasta el día de su muerte. Murió pronunciando su nombre.
La tradición oral que depositó esta fábula en mis labios cuenta que la luna revivió para buscar a su amado y así cumplir la promesa de vivir juntos para siempre, y que al no hallarlo en la faz de la tierra enloqueció como enloquecen los locos: repitiendo una y otra vez la misma acción.