lunes, 23 de febrero de 2009

Los tórtolos y el pez martillo

Los tórtolos entraron a la Iglesia sólo cuando la tortolita que habían criado se les enfermó, debido a una involuntaria negligencia de ellos mismos. Antes de eso presumían de bellos, poderosos y felices; esto es, de inmortales.
Muy lejos de su nido, un pez martillo nadaba más y más hondo en el mar, para llegar hasta donde nunca hubiesen llegado sus aletas. Cuando la oscuridad fue absoluta y empezó a sentir mareos detuvo el trayecto. Se declaró semi ganador porque efectivamente logró avanzar más que ninguna otra ocasión, pero no descubrió nada nuevo, salvo que seguía siendo el mismo de siempre: un animal de cabeza y mente anómalas.
Los tórtolos quedaron heridos en el alma y desde ese día tuvieron que apoyarse en la mantis religiosa, que los iba a ver los domingos para recordarles que si las penitencias se acompañan con diezmos valen el doble.
El pez martillo, en tanto, se desesperaba: la hondura no le transmitía nada. Decidió cambiar su obsesión por la de idear combinaciones.
Los tórtolos murieron en paz, el pez martillo no.
Y como en esta fábula no había Cielo, nadie los recibió en las alturas y nunca se pudo saber si de ambas historias se podía extraer una moraleja ejemplarizadora.

lunes, 16 de febrero de 2009

El mono paradójico

Fábula: Cuentan que hace muchos años, más de 200 mil, la necesidad obligó al mono a bajar del árbol y aventurarse en otros paisajes para buscar comida. Anduvo por praderas, selvas y desiertos, se hizo rico y terminó poblando la tierra.
Moraleja: ¡Lo que son las cosas! Hoy, que tiene de todo, el mono viaja de turista en avión por el mundo, barrigón, con una guía de restaurantes en la mano. No tiene para qué viajar, pero lo hace por tedio: para descubrir cosas nuevas. No tiene para qué salir tan lejos a procurarse el alimento, pero lo hace por tedio: desea algo sofisticado.
El tedio está matando al mono. Después de un periplo de tantos años le dijo adiós al sacrificio, a la lectura, al silencio y a Dios y ha vuelto a vivir para sus necesidades básicas, la comida y los viajes, que sufrieron una brutal metamorfosis, cual larva que mutó por error en mariposa encantada.

jueves, 12 de febrero de 2009

La rata y el loro

Una rata convenció a un loro de abordar como polizones un barco pirata. Incluyó en su argumentación el baúl de galletas, el tonel de vino y los tres quintales de azúcar que con sus propios ojos había visto ingresar a la nave el día anterior. Agregó la posibilidad de aprender nuevos idiomas. El loro, que sólo dominaba el español, y a medias, no vio desventajas en la propuesta y escapó de su jaula, no sin ayuda del roedor.
Zarparon con rumbo desconocido junto a la siniestra tripulación. No tardó el loro en salir de su escondite y hacer buenas migas con el capitán del barco, un somalí de pata de palo. A los pocos días el loro ya hablaba somalí. El capitán lo nombró vigía y le encargó la estratégica misión de avistar a los buques petroleros que surcaran el océano. Cada mañana el loro se echaba a volar y volvía al atardecer con noticias y a pesar de que éstas eran siempre malas, el capitán lo recompensaba con tres galletas y un vasito de vino con azúcar.
La rata, a todo esto, enflaquecía.
Llevarían unos quince días navegando cuando el loro volvió con buenas noticias después de almuerzo. La batalla fue encarnizada, ya que la confederación de buques petroleros había adoptado medidas ante la proliferación de asaltantes en su zona de navegación. El barco pirata naufragó, todos sus hombres murieron, la rata pereció ahogada y el loro salió arrancando.
El plumífero le resultó simpático al capitán del petrolero, quien lo adoptó como mascota, y se cuenta que influyó bastante para que en menos de un año vistiera uniforme de cabo primero.

sábado, 7 de febrero de 2009

El elefante y el ratón sepulturero

Vivió muchos años el elefante. Y mientras tuvo salud, se mostró. Su vida pasó ante los demás como si fuese él mismo el protagonista de una gran obra de teatro. Por las mañanas, por ejemplo, bañábase en el río a vista y paciencia de la selva entera, salpicando con su trompa a más de un animal curioso que acudía a presenciar el espectáculo. Comía enormes porciones de hierba y dicen que su digestión incluía el lanzamiento de pedos monumentales, llamados con harta razón "pedos de elefante".
Reía y gozaba de su trabajo, que consistía ya en transportar troncos por la selva, destinados al progreso de la civilización humana; ya en hacer piruetas en el circo, destinadas al goce de los humanos, especie de enemigos de su raza y de todas las demás razas, pero que por una extraña razón no terminaban de caerle mal. Al contrario, los humanos le resultaban simpáticos. Después de todo, bien vivió gracias a ellos.
Pero le llegó el día de la enfermedad que vaticina la muerte. No estaba preparado y se derrumbó. ¿Y qué hizo? Pues, lo que hacen todos quienes se derrumban: se escondió.
En su lecho de enfermo filosofó por vez primera. Discurrió, para partir, que se filosofa en la derrota; el goce no da tiempo para cosas desagradables. Filosofar es ejercitar el ocio mirando, para luego pensar. ¿Y qué vio desde su escondite? Transitar a la incansable hormiga, volar a la mosca, cantar a la chicharra, perseguir a la hiena, pastar a las vacas, picar a la pulga, esperar a la araña, devorar a la langosta, sumergirse a la gaviota, cada cual sin otro plan que la eterna búsqueda de su alimento, excepto la chicharra, la más pobre, que con sus notas le proporcionaba el estilo que exigía a esa comedia animal. De él ya pocos se acordaban; la selva lo había olvidado. Llegó a la conclusión, muy ad-hoc, de que su vida había sido un teatro, un circo que como genuina representación apela a la fantasía y esconde el verdadero acontecer.
Su verdadero mundo no estaba dentro de la obra, sino fuera de ella. Es el mismo que los espectadores respiran a todo pulmón apenas abandonan la sala, descubrió, algo tarde.
Cuando inició el camino al cementerio nadie lo vio partir, pues lo hizo antes de que las estrellas dejaran de brillar. Llegó a su postrer destino al momento de aclarar y tocó a la puerta. De mala gana le abrió el ratón sepulturero. El elefante lo miró hacia abajo y cayó allí mismo, fulminado, a las puertas del camposanto.
El ratón fue por una carretilla. Al caer el sol, mientras seguía abriendo la fosa, se le oía decir:
-Por qué no habré muerto cuando guagua...