jueves, 31 de julio de 2008

El perro exitoso y el perro fracasado

Por la misma calle caminan dos perros sin amo. Los separan apenas cuatro cuadras de distancia. Rumia su imaginario fracaso el primero, escupiendo al suelo. Es un quiltro de buena estampa, casi pasa por animal de raza. Echa espuma por el hocico y de vez en cuando enseña los colmillos. Los demás cuadrúpedos lo evitan, prefieren arriesgar sus vidas cruzando la calzada a mitad de cuadra antes que toparse frente a frente con su aura de perro malaspulgas. El segundo no le sigue los pasos, aunque va en su misma dirección. Ejemplar de mayor tamaño, producto de singular cruza callejera, parece no tener apuro. No se trata de que ande saludando a medio mundo, no es ésa la prueba de su éxito, sino más bien la capa de pelo de camello que lo cubre la que habla a las claras de su posición en el canino mundo.
El dios de los perros los vigila desde el cielo. La diosa de los perros también los ha visto mientras come terrones de azúcar, echada en un canapé. El dios de los perros dictamina: ese, fracasado; aquél, exitoso. La diosa se extraña de su gesto tan severo indicando con el índice.
-Ya estás juzgando -se ríe.
-¿Cuál te gusta más para que te haga compañía? -la provoca. Ella los mira y contesta:
-Ese.
El dios de los perros ríe a carcajadas de las tentaciones de su esposa.
-¡Ese! ¡El fracasado! -no para de reír. Ella se engulle otro terrón y le responde:
-¿Y qué?

lunes, 21 de julio de 2008

La chicharra, las hormigas y la máquina

La chicharra se puso muy contenta cuando desde la puerta del camerino una hormiga le gritó ¡está lleno!
Salió a escena entre aplausos y se retiró entre vítores. Se vio obligada a hacer tres encores a capella: O Lola, Vesti la Giubba y Morgen. El auditorio hormiguil la aplaudió de pie.
Y así como vemos en las grandes películas norteamericanas de los años 50, cada mamá hormiga cubrió cariñosamente a sus pequeños y pequeñas con sus abriguitos de cuello de piel y se los llevó pronto a casa, donde el fuego de la chimenea resplandecía que era un goce.
Había toda una organización dedicada a esto. Estaba el portero Hormigordomo, un hormigón severo y algo demacrado. Estaba el cochero Hormigor, de bigote blanco y cuerpo obeso por pasar tanto sentado. Estaba madame Hormigoeux, que satisfacía los instintos de las hormigas y hormigos depravados que escapaban del galpón subterráneo por las noches. Estaba Mr. Hermit, el hormigo capitalista dueño del planeta Hormiga. Estaba Herr Hormiguéinstein, el científico que los hacía avanzar. Y estaba el hormigador que los proveía de leña. Y estaba la masa compuesta por millones y millones de hormigas, para qué nombrar una por una.
Y estaba la chicharra, para alegrarles sus momentos de ocio, que eran pocos.
La chicharra vivía del aplauso, pero no tenía qué comer. De pequeña había desarrollado un complejo de inferioridad, el mismo que ridiculizaba su rostro con menjunjes y la hacía ir de pueblo en pueblo, cantando. Era a rabiar admirada, pero sólo encima de las tablas. Las veces que se la vio por la calle con los bolsillos rotos despertó cierta simpatía; en otras ocasiones simplemente no se la reconoció y cuando un día anunciaron que se cancelaba la función por ausencia del tenor el planeta Hormiga pronto encontró a su reemplazante: una máquina eléctrica inventada por Herr Hormiguéinstein que hizo las delicias de grandes y chicos.

sábado, 19 de julio de 2008

Los ratoncitos y las teclas del piano

Siete ratoncitos machos recién nacidos duermen debajo de las teclas de un piano. Allí los tuvo su mamá y allí los dejó. Pronto serán mayores y deberán ingeniárselas por sí solos. Mientras tanto duermen y maman de la teta de mamá ratona.
El pianista es un admirador del arte de Ligeti. Se sienta todas las tardes ante su instrumento y toca esas piezas tan condensadas, conmovedoras. Desde hace un par de días cada tecla le arranca un chillido agudo al ratoncito de turno; el pianista últimamente no logra comprender el efecto que la composición forma en sus oídos.
Para los ratoncitos, en cambio, la práctica vespertina del pianista es la demostración de que la vida no es sólo tomar papa y disfrutar del calor que desprende la piel de la mamá: habrá momentos duros que tendrán que soportar como hombres. Y así, lo que verdaderamente está consiguiendo la presión de las teclas no es otra cosa que esconder sus llantos.

lunes, 14 de julio de 2008

Las cuatro cucarachas, sus cuatro novios y la luciernaguita

La noche no duerme, pero el bosque sí. Cualquier ruido parece meterse en un parlante, porque sale disparado, multiplicado por tres y resonando entre la hierba.
Ya hemos descrito el ambiente, presentemos ahora la escena.
Sucede todo en la cueva de las cucarachas. Tres de las cuatro cucarachas corren animosas y se acicalan para esperar a sus novios; una cuarta dormita, apática.
Los novios llegan a la guarida sin ganas de cortejar. No es que no estén de humor, más bien les sobra instinto. Pero las cucarachas disponen de tretas. No van a regalar sus encantos por nada. Al menos podrían recibir bombones, ya que los cumplidos escasean.
-Bombones no.
-Queremos bombones.
-No.
-Sí.
-No todavía.
Una luciernaguita extraviada entra por error a la cueva. Ve a las cucarachas montadas unas sobre otras. Una medio adormilada está agazapada en el rincón, devorando una caja de bombones. El descuido de la luciernaguita le juega en contra porque un par de antenas la captan; son de un macho que se desentiende de su hembra para lanzarse a su caza. La luciernaguita alcanza la salida y vuela. El macho, exasperado, retoma su apetito original con rabia.
La luciernaguita es hallada por su madre en lo más oscuro del bosque. A ésta le cuenta lo que ha visto. La madre la lleva a la cama y la hace dormir, pero a la luciernaguita le cuesta conciliar el sueño. Le ha venido una fiebre atroz. Más tarde sueña horribles pesadillas.
-Fue un sueño, hijita, duerme tranquila, la consuela la mamá.
Bien entrada la mañana se acerca a despertarla pero descubre que está muerta.

viernes, 11 de julio de 2008

El alacrán y la araña

Vaga el alacrán de piedra en piedra, inyectando su veneno. Asómase la araña de su nido y lo captura. Jamás se vio batalla igual en la superficie de la tierra; los monstruos hubieron de meterse a un túnel de algodón para expresar sus fuerzas.
Abraza la araña al alacrán, éste se retuerce y le clava el aguijón. Se estremece la araña, quiere apretar, morder y beber y no es posible; el alacrán canta victoria. Ninguno piensa, ninguno habla. La araña está atontada. El alacrán, obnubilado. No le apetece devorar, envenena y nada más, es su tarea. La araña lo mira intensamente, pero no entiende, no logra entender nada; el alacrán no quiere irse. No todos los días se triunfa ante una araña así.
Han estado secos los tiempos en el bosque. Los animales de bien rezan plegarias. Las nubes no traen agua, sólo sombras calidosas. Arde la tierra en segundos, se lo lleva todo el fuego hacia la altura. Se lleva lamentos y huevos de culebra, hojas recién nacidas, ovejas que dan a luz; ni los nidos de araña se salvan de las llamas.

jueves, 10 de julio de 2008

Óscar el gallo y Bernardo el chancho

Óscar el gallo cantó con voz destemplada. Ahora sí que clareaba el alba. Bernardo el chancho sacó la cabeza del corral y lo hizo callar de un gruñido. El gallo se reía, satisfecho de su obra.
-Qué culpa tengo yo, Bernardo. No puedes impedir que la tierra siga girando. ¡Vamos, puerquito, despierta ya! y vive cada amanecer como si fuera el último de tu vida.
Bernardo pataleó en el barro y se movió de un lado a otro en el corral. Hubiese preferido seguir durmiendo; la luz de la mañana le hacía siempre mal. Jamás en su vida se había acostumbrado a ese momento. Tuvo que transcurrir, como cada día, más de media hora para que el genio le cambiara. Desayunó cáscaras de sandía, echó unos excrementos en el rincón más oscuro, abrió la puerta y salió a dar un paseo al campo. ¡Qué bien se sintió entonces, alejado de su hogar por un rato!
Era sábado. Bernardo el chancho ignoraba que al día siguiente se celebraría una gran fiesta en la granja. Se extrañó de ver correr de un lado a otro a la mujer y a las hijas del granjero. Las ollas humeaban y sobre el mesón se llenaban bandejas con las más frescas verduras. Cosas de Don Hilario y su familia; a mí, maní, se dijo.
A la altura del bajo que conduce al estero dio vuelta la cabeza y vio que Pedro el capataz lo señalaba con el dedo a la familia del granjero. Óscar el gallo cantó tres veces.
-Kikirikí... kikirikí... kikirikí...
El plumífero no se cansa de alardear, pensó.
Al volver de su paseo, Bernardo notó una visita dentro del corral. Don Hilario lo miraba con ojos tristes, apoyado en la baranda. En una de sus manos tenía un puñal; en la otra, un martillo.

jueves, 3 de julio de 2008

El microbio y la ameba

Una ameba pegajosa se arrastraba por el intestino de maese Pedro cuando a lo lejos vio venir un sabroso microbio, suculento manjar para un día de perros. La ameba estaba en los huesos, límite en que la astucia que nace del hambre ya pierde su efecto y da paso a la resignación. Dicho de otra forma, su poder de cazadora venía a menos.
El microbio pasó delante de ella, como burlándose. También la había divisado de lejos. Era un microbio robusto, de buen aspecto, en pleno desarrollo. Un microbio musculoso. Todo un microbio. Pero tenía un grave defecto: con el tiempo su curiosidad lo había hecho desarrollar cierta tendencia hacia la depravación. De modo que voluntariamente se dejó cazar, "para probar qué se siente".
La ameba estiró sus seudópodos y lo atrapó. A los pocos segundos se llenó de nutrientes y creció a tranco de ogro de siete leguas, pero interiormente su organismo comenzó a experimentar severos cambios, al tiempo que su mente divagaba sobre raros asuntos. Qué me pasa, pensaba maese Pedro en la fragua, el calor me está haciendo mal, o habrá sido el caldo que tomé por la mañana.